recordando aquellas navidades

11 Diciembre 2007
618
0
Puntualmente todos los años cuando se va acercando la Navidad, suelo acudir a charlar con Modesto, aquel amigo de la infancia del que ya he hablado en estos escritos, que un buen día decidió marchar a un Monasterio enclavado en la sierra, para vivir su vida monacal, dedicada por entero a Dios y para ayudar espiritual y humanamente a todos cuantos acuden a él.
Modesto es, esa clase de persona que simplemente conversando y al cobijo de la soledad de la montaña, te infunde una tranquilidad de conciencia que te hace sentirte más cerca de Dios. El diálogo entre dos amigos se convierte en confesión sincera.
Después de asistir a la celebración de la Santa Misa, en la capilla de aquel lugar sagrado, compartimos un reconfortante café en el marco de su humilde y austera habitación. Me llamó poderosamente la atención, una felicitación navideña depositada sobre su sencilla mesa de trabajo, en la que se leía una hermosa frase “Allí donde hay amor, está la Navidad”.
Y efectivamente así tendría que ser; tiempo de paz, tiempo de amor, tiempo de vivir momentos felices junto a la familia, celebrando el nacimiento de Niño Dios.
Con cierta nostalgia los dos amigos, recordamos las Navidades vividas en nuestra pasada juventud y aquel espíritu navideño que se respiraba en nuestra pequeña Ciudad, que nos llenaba de alegría y felicidad. Las calles, que en aquellos tiempos no contaban con grandes almacenes iluminados ni con escaparates tentadores, estaban adornadas con sencillas pero bonitas guirnaldas de luces, y eran recorridas por infinidad de pandillas de jóvenes que con ambiente festivo cantaban, bailaban y felicitaban a todos cuantos se encontraban a su paso. Todos, conocidos o no, nos deseábamos “Felices Pascuas”.
Las familias para la cena de Nochebuena, intentaban superar un poco el presupuesto familiar, ya que se añadía normalmente pollo, que era una carne que en la mayoría de los hogares, solo se comía por esas fechas y en días muy señalados y algunos dulces.
Una vez concluida la cena, toda la familia asistía, a veces pisando la nieve, a la Misa del Gallo. Los padres se sentían felices de ver a todos allí reunidos. Todo resultaba hermoso, todo rebosaba paz.
Al regresar de la Iglesia, en torno a la mesa de camilla y al brasero de carbón, la familia, amigos y vecinos cantaban canciones populares y los villancicos de siempre, acompañados de zambombas, panderetas y la socorrida botella de anís rascada con una cuchara y se bebían copitas de aguardiente y se tomaban rolletes, magdalenas y mantecados, que previamente habían sido confeccionados por las mujeres de la casa, en cualquier horno de leña. Y la noche serena y tranquila se convertía en noche de paz, en noche de amor.
Ahora, todo es diferente, claro, y las Navidades son casi de locura, días de todo vale y de lo que no te lleves por delante, es lo que pierdes. Ahora, casi todos vivimos con excesiva euforia, con excesivo gasto y echando la casa por la ventana. No es suficiente con el besugo, el pavo, el cordero y algunos mariscos, sino que también queremos llevar a nuestra mesa angulas, pagando precios extraordinarios y bebiendo champán o cava de la mejor marca. En fin, parece que nos hemos vuelto locos y creemos que comiendo lo que ya no nos pide el cuerpo y bebiendo hasta la extenuación, somos más felices, sin acordarnos de todos aquellos que pasan frío, hambre y miseria y que también para ellos nace el Niño Jesús, el niño pobre hijo de un modesto y noble carpintero, José y de una sencilla mujer, María.
Pero todo ésto es así, aunque Modesto y yo, sigamos añorando aquellas navidades sencillas y felices que vivimos, sin saber si fueron mejores o peores que las de ahora, pero que existieron dejándonos tan bonitos recuerdos.
Finalmente, nos despedimos con un emotivo abrazo, comentando lo felices que hubieran sido José y María, además de por el nacimiento de su Hijo, si hubieran podido tomarse unos rolletes, unas magdalenas y unos mantecados y bebiendo una copita de aguardiente.