¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria”. (RV60)
“Pues bien, Dios, queriendo dar un ejemplo de castigo y mostrar su poder, soportó con mucha paciencia a aquellos que merecían el castigo e iban a ser destruidos. Al mismo tiempo quiso dar a conocer en nosotros la grandeza de su gloria, pues tuvo compasión de nosotros y nos preparó de antemano para que tuviéramos parte en ella”.(DHH)
Nunca se dice en las Escrituras que Dios predestinase a algunos (muchos) seres humanos a la perdición. Lo que dice es que esos “están preparados” para ser destruidos (en la condenación o perdición eterna).
Lo que sí afirma positiva y enfáticamente es que Dios predestinó (conoció, eligió, llamó, justificó y glorificó, Ro. 8:28-30) a algunos de los seres humanos que merecían Su condenación, para ser salvos. Y que de forma efectiva los salvó.
Dios el Hijo, Jesucristo, no murió para hacer posible la salvación de los seres humanos (cosa que nunca dicen las Escrituras), sino para salvarlos.
La doctrina de la elección (de algunos pecadores por parte de Dios, para salvarlos) es una de las más benditas de la Escritura. Sólo quienes son elegidos saben cuán preciosa y dulce es. Cuán grande es su valor, y qué dicha es conocerla.
Reafirma la certeza de la salvación a los que la poseen, y saca definitivamente al hombre del trono donde pretende sentarse. Deja al descubierto su total perversión (la depravación de su naturaleza), con su maldad incorregible, hiere de muerte su satánico orgullo y reduce a polvo, de una vez por todas, su magnífica vanidad.
Arroja una luz sanadora sobre su pretendida bondad: su capacidad para elegir ser salvo (aceptar la salvación), para decidir seguir a Jesucristo, o creer en Él para salvación.
Produce en el espíritu y el alma una paz y un gozo inefable y bendito, al asegurarle las entrañables misericordias de Dios para con Él.
Erasmo de Rotterdam, humanista y sacerdote católico (muy apegado a los escritos de Agustín de Hipona), decía que en el universo existen tres voluntades libres, que constituían tres esferas de poder: la de Dios, la del diablo, y la del hombre (o libre albedrío). Pero las Escrituras afirman que sólo existen dos: la de Dios, y la del diablo. El libre albedrío es una invención humana (un mito, algo que no existe). Uno siempre es esclavo del amo a quien sirve.
El hombre puede escoger (si no tuviera voluntad, y cierta libertad de elección, no sería responsable), pero ama la mentira. Tiene “libertad” para elegir, pero no para obrar: con su voluntad de esclavo del pecado siempre escoge lo malo. Por eso Jesucristo decía que “todo el que hace pecado [evidencia que] esclavo es del pecado” (Jn.8: 34).
El apóstol Pablo, siendo honesto con su propia experiencia, escribió:
“Sabemos que la ley es espiritual, pero yo, en mi condición humana, estoy vendido como esclavo al pecado. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino que precisamente aquello que odio es lo que hago. Pero si lo que hago es lo que no quiero hacer, reconozco con ello que la ley es buena. Pero en este caso ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí.
“Porque yo sé que en mí, es decir, en mi débil condición humana, no habita el bien; por eso, aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero. Ahora bien, si lo que no quiero hacer es lo que hago, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí.
“Me doy cuenta de que, aun queriendo hacer lo bueno, solo encuentro lo malo a mi alcance. En mi interior me agrada la ley de Dios; pero veo en mí otra ley, que se opone a mi capacidad de razonar: es la ley del pecado que está en mí y me tiene preso.
“¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo? Solamente Dios, a quien doy gracias por medio de nuestro Señor Jesucristo. En conclusión: entiendo que debo someterme a la ley de Dios, pero en lo débil de mi condición humana estoy sometido a la ley del pecado”. (Ro. 7: 14-25 DHH).
He enfatizado en negrita cuál es la condición del hombre (creyente), en lo que respecta a su vieja naturaleza. Lo que todos somos en Adán. Si bien, Pablo (el creyente) tiene dos naturalezas: la vieja, y la nueva, que le fue dada en Cristo (Ef. 2:1, 5; Col. 3: 1-4; 1 Jn. 5:11-12, etc.). Esta no peca, ni puede pecar (1 Jn. 3: 6-9). El hombre inconverso solo tiene una naturaleza: la recibida de Adán (el viejo hombre).
El incrédulo siempre está pecando. Aún cuando come, o respira, o duerme él está reponiendo fuerzas para continuar en su enemistad contra Dios.
En esa “mente” y bajo esa esclavitud estuvimos todos: “Vosotros, antes, estabais muertos (sin la vida de Dios: desconectados de Él) a causa de las maldades y pecados en que vivíais, pues seguíais el ejemplo de este mundo y hacíais la voluntad de aquel espíritu que domina en el aire y que anima a los que desobedecen a Dios.
“De esa manera vivíamos también todos nosotros en otro tiempo, siguiendo nuestros propios deseos y satisfaciendo los caprichos de nuestra naturaleza pecadora y de nuestros pensamientos. A causa de esa naturaleza merecíamos el terrible castigo de Dios, igual que los demás”(Ef. 2:1-3).
Enfáticamente Él Señor Jesucristo afirmó que los hombres son “hijos del diablo” (Jn. 8:44). Y el apóstol Juan dice (a los cristianos): “Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno”, en 1 Jn. 5: 19).
Por eso Él dice: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le (a)trajere” (Jn.6:44). Y el apóstol Pablo, inspirado por Dios, recopiló estas palabras del A.T.(dirigidas a Israel), aplicándolas al ser humano de todos los tiempos: “No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (Ro. 3:11).
La salvación no consiste en hacer una “buena elección” (lo que me finalmente me atribuiría el mérito a mí), sino en una obra que Dios hizo por mí, y en mí: “Él (Dios) nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo” (Col. 1:13). No por alguna decisión mía, sino “por el puro afecto de Su voluntad” .
“Por su amor, nos predestinó para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:5).
No, Dios no vio de antemano que yo iba a creer en Su palabra, y en Su Hijo como mi Salvador y Señor, y como “premio” me regaló la vida eterna, sino que Él me predestinó a ello. Y también predestinó los medios por los cuales yo habría de ser salvo (entre ellos, está “la locura de la predicación” de Su Palabra, y la fe que yo recibí, y habría de ejercer, así como mi arrepentimiento, que Él me dio, Ro. 1:16; 1 Co. 1: 21; Ro. 10:17; Ef. 2:8; Ro. 1: 17; Hch. 5:31; 11:18; 2 Ti. 2:5).
La gracia de Dios involucra más que dar un regalo sin merecerlo. Tiene mucho que ver con mi total incapacidad para lo bueno (incluso para buscar o entender a Dios, para arrepentirme, o para creer a Dios). Está en relación directa con mi depravación total.
La misericordia es favorecer (o dar un regalo) a alguien que no tiene méritos para ello (que no hizo nada positivo para merecerlo). La gracia es mucho mayor: es tener favor con alguien que no solo no tienen mérito, sino que tiene demérito (ha cometido hechos para merecer la reprobación y el castigo). La gracia de Dios es favorecer a alguien que es Su enemigo positivo (no por omisión, o descuido). A alguien que, en justicia, merece el justo juicio de Dios: Su rechazo y condenación eternos.
NOTA: ¡cuidado: no se debe mezclar o confundir a Israel con la Iglesia!