Pero … ¿Él realmente va cuidar de nosotros? ¿Qué dices?

25 Noviembre 2001
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En el Plan de Dios, el fracaso no es algo opuesto al éxito; es pasar por la vida sin ganar ni perder. Fracaso es rehusar a arriesgarnos sobre lo que pudiera ocurrirnos si seguimos a Jesús. Las Escrituras están llenas de relatos sobre gente que cometió errores tremendos con sus vidas, gente a las que, a pesar de sus errores, Dios se gozó en redimir al transformar sus malas experiencias en bien.

Abraham, Moises, Elías, Pedro y Pablo experimentaron lo que para los cánones del mundo son momentos de gran fracaso. Sin embargo, fuertemente aferrados a su fe, superaron el fracaso. Ellos son los mayores ejemplos bíblicos sobre cómo, a través de la fe, Dios opera sobre nuestro fracaso. Mientras tanto, los condenados en la Biblia son precisamente aquellos que tuvieron demasiado miedo de fracasar, incluyendo los hebreos que rehusaron entrar en la Tierra Prometida porque sus espías les habían hablado sobre los gigantes que vivían en esa tierra, el joven rico que no pudo dejar sus riquezas y el siervo que enterró su talento en la tierra de modo que no lo perdiera.

Sin duda alguna, Dios puede transformar nuestros fracasos en victorias; sin embargo Él no salvará a aquellos que no confían en Su salvación. Justamente, de esto es que se trata la fe: CONFIAR EN DIOS. A lo largo de las Escrituras se nos pide que CONFIEMOS en ÉL. Se nos pide que, en este loco juego que aparentemente la existencia es, apostemos nuestras vidas a ser abrigados por la gracia misericordiosa de DIOS quien envió a este mundo absurdo a Su Hijo Unigénito para que en Él recibamos SALVACIÓN de la pertenencia a este mundo y consiguiente VIDA E-T-E-R-N-A. ¡Amen!

Quienes hemos creído sabemos que la gracia de Dios con frecuencia nos empuja hacia la Cruz. Los mayores ejemplos de hirviente fe en la Biblia no provienen de patriarcas y apóstoles sino de un par de viudas pobres. La viuda de Sarepta (1 Reyes 17) era una mujer que, con su hijo, apenas sobrevivía a la sequía cuando Elías la encontró. El profeta le prometió que si usaba el último bocado de alimento y aceite para prepararle una comida, sus provisiones no disminuirían hasta que cesara la sequía. Ella hizo tal cual él le había pedido. Así, la mujer de Sarepta apostó su vida a que el Dios del profeta Elías era digno de confianza.

Si pudiéramos haber estado en la escena en la que Jesús observa a la viuda que pone sus dos últimas monedas en el arca de la ofrenda, casi que le habríamos pedido encarecidamente que le dijera a ella que se quedara con sus monedas. ¡Era todo el dinero que tenía! Ciertamente ella lo necesitaba mucho más que el templo. Sin embargo Jesús nos dijo: “De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca: Porque todos han echado de lo que les sobra; más ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su alimento” (Marcos 12:43-44). La viuda del templo ha apostado su vida a que Dios la cuidaría.

¿Quienes son estas dos mujeres de fe extraordinaria? Ni siquiera sabemos sus nombres. Tan sólo son personajes anónimos, ordinarios, que aparecen en las Escrituras durante un espacio suficiente como para hacer algo significativo. Sus caras permanecen escondidas en las sombras del relato. Todo lo que podemos percibir es su enorme necesidad y las increíbles decisiones que en su momento tomaron.
Cuando Jesús se mofaba de la riqueza, es porque sabe que sus militantes apuestan al dinero como fuente de vida. Aunque muchos de nosotros no consideramos que vivimos en pos de las riquezas de este mundo, ciertamente estamos contando con algo que podamos obtener. ¡Tú sabes! Por sí acaso Dios no nos sacara del apuro. Permanecemos ocupados recolectando cualquier divisa que nos valore: relaciones, logros de todo género, dinero, salud, honores, empleos, ser el más bonito o el más inteligente—centavos a los que nos abrazamos en nuestra necesidad de salvación. Pero no importa cuántos centavos podamos cosechar ya que no podremos salvar nuestras vidas. Sin duda, Dios, en Su tiempo, se burlará también del “evangelio de la autoestima” que está embaucando a muchos en este mundo absurdo y decadente.

Cuando las personas y las cosas que tanto valoramos nos abandonan, cuando descubrimos que nunca tenemos suficiente independientemente de cuantos abalorios podamos haber reunido, cuando nos damos cuenta de que, incluso en la divisa que valoramos, somos pobres; entonces y sólo entonces, estamos listos para comenzar a hablar con Dios. ¡No antes! Fe significa apostar nuestras vidas sobre la gracia de Dios.

Se nos ha dicho que la promesa de Elías fue cumplida, así la viuda de Sarepta no murió de hambre como había esperado. Empero, no se nos dice la Biblia que fue lo que pasó con la mujer que Jesús encontró en el templo. Queremos creer que le fue bien pero la Biblia no habla más de ella. Eso es típico del Nuevo Testamento; éste confronta una promesa de la antigüedad con un riesgo para el hoy. No tenemos problemas en creer que Dios pudo proveer o cuidar a aquellas pobres mujeres. Pero… humm … humm… humm… —déjame aclarar mi teclado, ¿ciertamente, el cuidará de nosotros?

Es importante que no te apresures a proveerte una alentadora respuesta para esta trascendental pregunta. La fe del auténtico creyente en Cristo está sustentada en el carácter y el amor de Dios pero Él no está montado sobre una cuerda cuyos extremos puedes percibir con certitud. Dios ni siquiera es predecible. La promesa de la Biblia es que Él efectivamente salvará nuestras vidas; no obstante, esto pudiera costarnos algo que preciamos altamente.

Cuando el auténtico creyente, con un corazón contrito, finalmente dobla sus rodillas ante Dios , presenta una situación tan desesperada como la de esas viudas empobrecidas y sin nombre.

¡Quiera el Señor bendecirte abundantemente!