Somos una Comunidad de hermanas contemplativas de la Orden de San Agustín. En este momento somos 14 hermanas a las que el amor de Dios ha reunido en este convento de San Mateo. Queremos haceros partícipes de cómo intentamos vivir nosotras ese Don tan grande del Espíritu Santo, que es la Comunidad. La unión fraterna de los primeros cristianos resulta de su fe común en el Señor Jesús, de su deseo de imitarlo juntos, de su amor a él, que acarrea necesariamente el amor mutuo: “Tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Y con este mismo fin, Dios nos ha llamado a cada una de nosotras a vivir en común unidad.
En nuestra regla de vida, que nos dejó N.P. San Agustín, estas son las primeras palabras: “Ante todas las cosas, queridísimas hermanas, amemos a Dios y después al prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados”. Lo que da la primacía es el amor: “Todo por amor, nada por la fuerza” decía San Francisco de Sales. Sí un amor con dos dimensiones; formando la cruz de Cristo: en el palo transversal está el amor a los hermanos y en el palo vertical el amor de Dios.
“Es el Espíritu Santo quien nos llama y nos congrega a los religiosos. Esta unidad tuvo su símbolo en Pentecostés. Sobrellevaos, pues, mutuamente con amor (Ef 4,2) ya que es el Espíritu Santo el que establece la paz y la unidad entre vosotros. Y pues él nos reune en uno, reúne en la unidad del Cuerpo de Cristo” (San Agustín). Con una vocación determinada para servir a la Iglesia, con una misión particular, y la nuestra es la fraternidad, la vida en común que es nuestro carisma.
Nosotras lo tenemos todo en común, trabajamos y oramos en común. Muy importante para nosotras, como comunidad en el Señor, es la auténtica y verdadera unidad entre nosotras, fruto de la caridad de unas con otras. Ciertamente somos humanas y tenemos nuestras debilidades, porque somos de barro pero nos sabemos amadas por Dios y llamadas por Él a vivir esta vocación con entusiasmo y con amor. Para ello intentamos amarnos y aceptarnos mutuamente y por ello San Agustín nos dice: “Señor, que te conozca a Ti, que me conozca a mí” porque el trato con las hermanas facilita el conocimiento propio, nos ayuda a descubrir nuestra pobreza y a tratar a los demás con mayor amor y misericordia, porque no nos creemos mejores.
El conocimiento de Dios no es tarea de un día, ni depende solo de nosotras. Nuestra disposición abierta dejará que el Espíritu Santo vaya instruyéndonos internamente.
La unidad, la caridad mutua y la comunión fraterna son condiciones necesarias “para que el mundo crea” (Jn 17,21) y es parte de nuestro testimonio en la Iglesia y para el mundo. La unidad de todas las hermanas de la Comunidad contribuye a la unidad de toda la Iglesia y tiene una repercusión efectiva y real, pues al ser todos el mismo cuerpo, “si un miembro sufre todos los demás con él, si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo” (1 Cor 12,26)
La alegría es también parte fundamental de nuestra vida en común. La alegría de todo cristiano es Cristo resucitado. ¡Cuánto más para nosotras que estamos convencidas de su presencia viva y de su amor infinito!
“El amor entre las hermanas no debe ser carnal sino espiritual”, nos dice nuestra Regla, porque es el Espíritu de Cristo quien nos ha llamado y quien nos une con su mismo amor. Él logra realmente en cada una de nosotras grandes maravillas. Y esto requiere también por nuestra parte el esfuerzo de cada una por ser dóciles a su voluntad por medio de la oración.
Llevamos este gran tesoro en vasos de barro, pero estamos muy contentas de dar la vida por Aquel que se entregó por nosotras. Sólo aceptando y amando, la vocación que a cada uno nos ha dado Dios, seremos plenamente felices anticipando la felicidad eterna.
MM. Agustinas, San Mateo
En nuestra regla de vida, que nos dejó N.P. San Agustín, estas son las primeras palabras: “Ante todas las cosas, queridísimas hermanas, amemos a Dios y después al prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados”. Lo que da la primacía es el amor: “Todo por amor, nada por la fuerza” decía San Francisco de Sales. Sí un amor con dos dimensiones; formando la cruz de Cristo: en el palo transversal está el amor a los hermanos y en el palo vertical el amor de Dios.
“Es el Espíritu Santo quien nos llama y nos congrega a los religiosos. Esta unidad tuvo su símbolo en Pentecostés. Sobrellevaos, pues, mutuamente con amor (Ef 4,2) ya que es el Espíritu Santo el que establece la paz y la unidad entre vosotros. Y pues él nos reune en uno, reúne en la unidad del Cuerpo de Cristo” (San Agustín). Con una vocación determinada para servir a la Iglesia, con una misión particular, y la nuestra es la fraternidad, la vida en común que es nuestro carisma.
Nosotras lo tenemos todo en común, trabajamos y oramos en común. Muy importante para nosotras, como comunidad en el Señor, es la auténtica y verdadera unidad entre nosotras, fruto de la caridad de unas con otras. Ciertamente somos humanas y tenemos nuestras debilidades, porque somos de barro pero nos sabemos amadas por Dios y llamadas por Él a vivir esta vocación con entusiasmo y con amor. Para ello intentamos amarnos y aceptarnos mutuamente y por ello San Agustín nos dice: “Señor, que te conozca a Ti, que me conozca a mí” porque el trato con las hermanas facilita el conocimiento propio, nos ayuda a descubrir nuestra pobreza y a tratar a los demás con mayor amor y misericordia, porque no nos creemos mejores.
El conocimiento de Dios no es tarea de un día, ni depende solo de nosotras. Nuestra disposición abierta dejará que el Espíritu Santo vaya instruyéndonos internamente.
La unidad, la caridad mutua y la comunión fraterna son condiciones necesarias “para que el mundo crea” (Jn 17,21) y es parte de nuestro testimonio en la Iglesia y para el mundo. La unidad de todas las hermanas de la Comunidad contribuye a la unidad de toda la Iglesia y tiene una repercusión efectiva y real, pues al ser todos el mismo cuerpo, “si un miembro sufre todos los demás con él, si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo” (1 Cor 12,26)
La alegría es también parte fundamental de nuestra vida en común. La alegría de todo cristiano es Cristo resucitado. ¡Cuánto más para nosotras que estamos convencidas de su presencia viva y de su amor infinito!
“El amor entre las hermanas no debe ser carnal sino espiritual”, nos dice nuestra Regla, porque es el Espíritu de Cristo quien nos ha llamado y quien nos une con su mismo amor. Él logra realmente en cada una de nosotras grandes maravillas. Y esto requiere también por nuestra parte el esfuerzo de cada una por ser dóciles a su voluntad por medio de la oración.
Llevamos este gran tesoro en vasos de barro, pero estamos muy contentas de dar la vida por Aquel que se entregó por nosotras. Sólo aceptando y amando, la vocación que a cada uno nos ha dado Dios, seremos plenamente felices anticipando la felicidad eterna.
MM. Agustinas, San Mateo