¡Hola a todos!!!!!!!!!
Un gran milagro me ha ocurrido el día de ayer, Fiesta de la Divina Misericordia.
El milagro es nada más ni nada menos que mi pleno retorno a la vida de la gracia de N.S. Jesucristo por medio de los Sacramentos de la Confesión y la Comunión.
¿Por qué es ésto un milagro?
Pues muy simple: yo creía que jamás volvería a ocurrir tal cosa en mi vida.
Yo hace años vivía como el peor de los pecadores empedernidos y no tenía ni la más ligera esperanza de salir de ese estado, pero un día entró el mensaje del Señor de la Misericordia a mi hogar y todo comenzó a cambiar gradualmente: comencé a ofrecer los infinitos méritos de la dolorosa Pasión de N.S. Jesucristo por medio de la Coronilla de la Divina Misericorida por los pecados del mundo entero y los míos propios.
Entonces fué aquí que de pronto en mi cielo gris obscuro surgió un rayo de luz: comencé a contemplar la posibilidad de que Jesús infinitamente misericordioso se apiadara de mí en el otro mundo.
Guiado por este mínimo pero seguro rayo de luz comencé a esforzarme por dejar aquel espantoso infierno de pecado en el que estaba sumergido y gradualmente fué saliendo mi cuerpo del completo ahogamiento en el que me encontraba: cada enunciado y cada párrafo en el que me adentraba en el Diario de la Divina Misericordia era como casi poder sentir de nuevo una bocanada de aire fresco; como "casi poder volver a respirar".
De pronto el panorama cambió: ¿qué pasaría si me fuera posible -por gracia de Dios- confesar mis pecados al ser moribundo?. La especulación se convirtió en esperanza real y pronto comencé a tener un nuevo panoraba: abandonaría todo pecado y viviría una vida de virtud hasta llegar a ese magnífico momento final, es decir, la posibilidad de poder pronunciar mis pecados ante el Tribunal de la Misericordia para poder ser redimido.
Parece extraño que sintiera euforia por lograr un objetivo que estaba probablemente a décadas de distancia, pero así era.
La enorme imposibilidad de poder pronunciar todas mis iniquidades ya sólo se veía rebasada por la esperanza en Jesús Misericordiosísimo.
De pronto la esperanza se comenzó a tornar pesada y más y más difícil de cargar cada día: ¿tendría que esperar toda una vida para que sucediera el milagro? ¿toda una vida para volver a recibir a Jesús Eucaristía dentro de mi templo que es el cuerpo?.
La nostalgia de los recuerdos de mi última comunión se comenzaba a expander y a contraer, más violenta cada vez.
¡Cuánto sufrí por esa nostalgia!.
El adagio dice: "nadie sabe lo que tiene, hasta que lo vé perdido", y mi vida misma se convirtió en dicho adagio corregido y aumentado.
Sucedió así que bajo la siempre creciente pesadumbre del ánimo recordé algo: "la oración ferviente del justo tiene mucho poder" (Stgo. 5, 16). Fué así que me lancé a la solución de mis problemas, recurriendo a mis hermanos espirituales: Santa Teresita del Niño Jesús, San Judas Tadeo, San Antonio de Padua, San Agustín.......... y por supuesto a nuestra Madre Santísima.
Les rogué y supliqué intercedieran incesantemente ante N.S. Jesucristo por mi vida, mi futuro....... por la gracia en mi alma.
¡Pero aquella espantosa barrera de incontables pecados! Sentía cómo uno tras otro me abofeteaban el rostro.
Así transcurrí vario tiempo entre esperanza y desesperanza, alegría y pesadumbre, a veces sintiendo el Reino tan cerca, a tan sólo metros, y a veces desaparecer a mil kilómetros de distancia.
Pero contra Dios no hay nadie que pueda, ni el demonio ni la pesadumbre ni las contrariedades; ya bien lo dice Jesús: "Oh, qué gracias más grandes concederé a las almas que recen esta coronilla; las entrañas de Mi misericordia se enternecen por quienes rezan esta coronilla." (Diario, pag. 338)
Meses más tarde aconteció que ofrezco oración perpetua por medio de los méritos de Nuestro Señor en la Coronilla.
El ansia inunda mi alma y entonces me aventuro: ¿qué pasaría si confrontara los pecados de mi conciencia contra la sistemática moralidad?. Es así que comienzo una aventura cuando menos "divertida": escribir mis pecados a manera de diario íntimo siendo guiado por el Curso de Teología Moral (ed. MiNos.).
Uno a uno mis pecados se concretizan en el abstracto de mis conceptos; tecleo cada uno de mis pecados a manera de líneas horizontales que conforman todas juntas la historia de mi iniquidad. Es curioso que el contenido de dichos enunciados me haya arrastrado casi al suicidio. La inscripción electrónica de los pecados sin duda que no se siente igual que su evocación espiritual.
Corren los días de Cuaresma en éste año y mi adrenalina aumenta: mis más horribles remordimientos toman cada uno su lugar adecuado en la hoja electrónica de texto según se trate de la virtud transgredida o el precepto violado. Así es que se acerca la edición final de la página de texto de mi conciencia.
En la Semana Santa mis plegarias al Cielo son ya claras como el agua: ¡dejádme tomar la última tabla de salvación que es la Divina Misericordia en mi alma!.
En mis oraciones a veces se escapa la entrecortada y temblorosa petición: confesión el Gran Día...... el Día de la Divina Misericordia (del cual dice Jesús: "Deseo que esta imagen se bendiga solemnemente el primer domingo después de Pascua de Resurrección; ese domingo se celebrará la fiesta de la Misericordia. En aquel día se abrirán todas las compuertas a través de las cuales fluyen las gracias divinas; el alma que acuda a la Confesión y reciba la Sagrada Comunión, obtendrá la remisión total de la culpa y de la pena. La humanidad no gozará de la paz hasta que se vuelva a Mi Misericordia.").
Llega por fin el Día en que todas las gracias del Cielo fluyen a la Tierra para la salvación de los grandes pecadores del mundo. De los que tienen los pecados rojos carmesí (Isa. 1, 18).
¡Oh Dulce Jesús! Ya siento Tu Presencia tan cerca y sólo me separa de tí esa terrible página de texto.
Me preparo a darle los últimos toques a la prosa de mis culpabilidades, respecto a la cual me apresuro para imprimirla y no demorar más el momento.
Llega la hora nona del día y fluyen todas las lágrimas de mi arrepentimiento: Dios me concede la calma.
Me dirijo al Templo donde la salvación espera y finalmente logro tomar lugar en la fila de confesión. Al costado del altar se proclama el Evangelio:
"Dicho ésto, sopló sobre ellos y les dijo: A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos." (Jn. 20, 22-23)
El tiempo pasa, la fila avanza y estoy a un paso del Tribunal de la Misericordia, resuelto con la gracia del Cielo a pronunciar mi culpabilidad: por fin llega el momento, me apresuro a entrar y cerrar la puerta. Tomo asiento, y a la indicación del fiel Ministro comienza mi caminar entre las terribles letras negras.
Ocurre así el milagro: lo imposible se hace posible y ocurre, al tiempo que doy conclusión a mis acusaciones. Espero en respuesta indignación o reproches, pero no sucede nada. Sólo obtengo del Tribunal la Misericordia deseada.
Es así que dejo detrás mis culpas y mi iniquidad, y en mi alma sólo resuena un eco eterno:
JESÚS, EN TÍ CONFÍO.
Un gran milagro me ha ocurrido el día de ayer, Fiesta de la Divina Misericordia.
El milagro es nada más ni nada menos que mi pleno retorno a la vida de la gracia de N.S. Jesucristo por medio de los Sacramentos de la Confesión y la Comunión.
¿Por qué es ésto un milagro?
Pues muy simple: yo creía que jamás volvería a ocurrir tal cosa en mi vida.
Yo hace años vivía como el peor de los pecadores empedernidos y no tenía ni la más ligera esperanza de salir de ese estado, pero un día entró el mensaje del Señor de la Misericordia a mi hogar y todo comenzó a cambiar gradualmente: comencé a ofrecer los infinitos méritos de la dolorosa Pasión de N.S. Jesucristo por medio de la Coronilla de la Divina Misericorida por los pecados del mundo entero y los míos propios.
Entonces fué aquí que de pronto en mi cielo gris obscuro surgió un rayo de luz: comencé a contemplar la posibilidad de que Jesús infinitamente misericordioso se apiadara de mí en el otro mundo.
Guiado por este mínimo pero seguro rayo de luz comencé a esforzarme por dejar aquel espantoso infierno de pecado en el que estaba sumergido y gradualmente fué saliendo mi cuerpo del completo ahogamiento en el que me encontraba: cada enunciado y cada párrafo en el que me adentraba en el Diario de la Divina Misericordia era como casi poder sentir de nuevo una bocanada de aire fresco; como "casi poder volver a respirar".
De pronto el panorama cambió: ¿qué pasaría si me fuera posible -por gracia de Dios- confesar mis pecados al ser moribundo?. La especulación se convirtió en esperanza real y pronto comencé a tener un nuevo panoraba: abandonaría todo pecado y viviría una vida de virtud hasta llegar a ese magnífico momento final, es decir, la posibilidad de poder pronunciar mis pecados ante el Tribunal de la Misericordia para poder ser redimido.
Parece extraño que sintiera euforia por lograr un objetivo que estaba probablemente a décadas de distancia, pero así era.
La enorme imposibilidad de poder pronunciar todas mis iniquidades ya sólo se veía rebasada por la esperanza en Jesús Misericordiosísimo.
De pronto la esperanza se comenzó a tornar pesada y más y más difícil de cargar cada día: ¿tendría que esperar toda una vida para que sucediera el milagro? ¿toda una vida para volver a recibir a Jesús Eucaristía dentro de mi templo que es el cuerpo?.
La nostalgia de los recuerdos de mi última comunión se comenzaba a expander y a contraer, más violenta cada vez.
¡Cuánto sufrí por esa nostalgia!.
El adagio dice: "nadie sabe lo que tiene, hasta que lo vé perdido", y mi vida misma se convirtió en dicho adagio corregido y aumentado.
Sucedió así que bajo la siempre creciente pesadumbre del ánimo recordé algo: "la oración ferviente del justo tiene mucho poder" (Stgo. 5, 16). Fué así que me lancé a la solución de mis problemas, recurriendo a mis hermanos espirituales: Santa Teresita del Niño Jesús, San Judas Tadeo, San Antonio de Padua, San Agustín.......... y por supuesto a nuestra Madre Santísima.
Les rogué y supliqué intercedieran incesantemente ante N.S. Jesucristo por mi vida, mi futuro....... por la gracia en mi alma.
¡Pero aquella espantosa barrera de incontables pecados! Sentía cómo uno tras otro me abofeteaban el rostro.
Así transcurrí vario tiempo entre esperanza y desesperanza, alegría y pesadumbre, a veces sintiendo el Reino tan cerca, a tan sólo metros, y a veces desaparecer a mil kilómetros de distancia.
Pero contra Dios no hay nadie que pueda, ni el demonio ni la pesadumbre ni las contrariedades; ya bien lo dice Jesús: "Oh, qué gracias más grandes concederé a las almas que recen esta coronilla; las entrañas de Mi misericordia se enternecen por quienes rezan esta coronilla." (Diario, pag. 338)
Meses más tarde aconteció que ofrezco oración perpetua por medio de los méritos de Nuestro Señor en la Coronilla.
El ansia inunda mi alma y entonces me aventuro: ¿qué pasaría si confrontara los pecados de mi conciencia contra la sistemática moralidad?. Es así que comienzo una aventura cuando menos "divertida": escribir mis pecados a manera de diario íntimo siendo guiado por el Curso de Teología Moral (ed. MiNos.).
Uno a uno mis pecados se concretizan en el abstracto de mis conceptos; tecleo cada uno de mis pecados a manera de líneas horizontales que conforman todas juntas la historia de mi iniquidad. Es curioso que el contenido de dichos enunciados me haya arrastrado casi al suicidio. La inscripción electrónica de los pecados sin duda que no se siente igual que su evocación espiritual.
Corren los días de Cuaresma en éste año y mi adrenalina aumenta: mis más horribles remordimientos toman cada uno su lugar adecuado en la hoja electrónica de texto según se trate de la virtud transgredida o el precepto violado. Así es que se acerca la edición final de la página de texto de mi conciencia.
En la Semana Santa mis plegarias al Cielo son ya claras como el agua: ¡dejádme tomar la última tabla de salvación que es la Divina Misericordia en mi alma!.
En mis oraciones a veces se escapa la entrecortada y temblorosa petición: confesión el Gran Día...... el Día de la Divina Misericordia (del cual dice Jesús: "Deseo que esta imagen se bendiga solemnemente el primer domingo después de Pascua de Resurrección; ese domingo se celebrará la fiesta de la Misericordia. En aquel día se abrirán todas las compuertas a través de las cuales fluyen las gracias divinas; el alma que acuda a la Confesión y reciba la Sagrada Comunión, obtendrá la remisión total de la culpa y de la pena. La humanidad no gozará de la paz hasta que se vuelva a Mi Misericordia.").
Llega por fin el Día en que todas las gracias del Cielo fluyen a la Tierra para la salvación de los grandes pecadores del mundo. De los que tienen los pecados rojos carmesí (Isa. 1, 18).
¡Oh Dulce Jesús! Ya siento Tu Presencia tan cerca y sólo me separa de tí esa terrible página de texto.
Me preparo a darle los últimos toques a la prosa de mis culpabilidades, respecto a la cual me apresuro para imprimirla y no demorar más el momento.
Llega la hora nona del día y fluyen todas las lágrimas de mi arrepentimiento: Dios me concede la calma.
Me dirijo al Templo donde la salvación espera y finalmente logro tomar lugar en la fila de confesión. Al costado del altar se proclama el Evangelio:
"Dicho ésto, sopló sobre ellos y les dijo: A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos." (Jn. 20, 22-23)
El tiempo pasa, la fila avanza y estoy a un paso del Tribunal de la Misericordia, resuelto con la gracia del Cielo a pronunciar mi culpabilidad: por fin llega el momento, me apresuro a entrar y cerrar la puerta. Tomo asiento, y a la indicación del fiel Ministro comienza mi caminar entre las terribles letras negras.
Ocurre así el milagro: lo imposible se hace posible y ocurre, al tiempo que doy conclusión a mis acusaciones. Espero en respuesta indignación o reproches, pero no sucede nada. Sólo obtengo del Tribunal la Misericordia deseada.
Es así que dejo detrás mis culpas y mi iniquidad, y en mi alma sólo resuena un eco eterno:
JESÚS, EN TÍ CONFÍO.