Los ojos prestados

18 Noviembre 1998
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Los ojos prestados

Queridos Hermanos y amigos: Paz y bien.


Acabo de volver del sur de España, en donde he participado, junto a otros Obispos, en unas celebraciones dedicadas a la Virgen, en el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe. La raigambre y hondura popular que he visto en aquellas gentes extremeñas, ha vuelto a llamarme la atención y a brindarme el hermoso testimonio del Pueblo de Dios, sencillo y profundo a la vez, que sabe aprovechar una efemérides como un centenario, para despertar y volver a estrenar lo mejor de su devoción a la Madre de Dios.


Pero no ha sido esto lo que mayormente he recibido allí como gracia del cielo. Siempre tenemos que estar atentos a las palabras de Dios, a sus guiños y a su constante y discreta compañía. Él siempre está, y dice de mil modos, y se nos ajunta en cualquier circunstancia. ¡Ay, si tuviéramos oídos para escuchar, corazón para acoger agradecidos, y ojos para verle continuamente pasar! Y esto es lo que más me ha tocado el corazón en estos días allí: los ojos para ver pasar a Dios, reconociendo sus correteos cuando se nos aviene como el Padre de la parábola del hijo pródigo, o sus pausas para esperarnos cuanto otea en lontananza nuestro regreso cansino y humillado.


Estábamos viendo el panorama del Monasterio el Padre Guardián del mismo y yo. Lo hacíamos desde una atalaya privilegiada en donde se contempla de un golpe todo ese magnífico conjunto arquitectónico. En aquella atalaya había una familia que me presentaron. Una pequeña cría, Pauli, estaba de espaldas y andaba enredando con una muñeca bien peinada. La niña tiene siete años. Percibí enseguida que aquella pequeña era ciega, de nacimiento, según me explicaron después. Me sorprendió su simpatía, la alegría inocente y contagiosa que te embelesaba, y el desarrollo de otros sentidos de una manera excepcional: el oído, su memoria, el bello timbre de su vocecita y el buen gusto para cantar, como nos demostró en una breve cantinela.


Estaba empezando a caminar con un pequeño bastón, y en el colegio tiene un destacado palmarés de inteligencia, diligencia y buen hacer. En estas andábamos cuando subida en la escalera de un tobogán infantil, le dijo a su padre: “Papá, ¿qué se ve desde aquí arriba?”. El padre, con ternura le fue describiendo lo que desde allí se podía ver. Y ella, al acabar el relato su padre, exclamó: “¡qué hermoso es todo esto!


Yo estoy convencido que esos buenos padres de Pauli, no sólo no habrán maldecido a Dios por haber tenido una hija ciega, sino que será para ellos un continuo regalo de la vida. Porque en tantos momentos tendrán que prestarle los ojos a su pequeña hija, para que ella allí asomada pueda de algún modo ver la realidad y agradecerla. Pero también la niña les prestará a sus padres ¡cuántas cosas! De esas que llamamos y son esenciales. Y así, esa hermosa familia, lejos de haberse resignado tristemente ante una vida truncada y trucada en su hija invidente, han acogido en ella una verdadera bendición que les habrá permitido tantas veces también ellos, asomarse a las cosas desde su preciosa pequeña. Y será Pauli quien les enseñará a escuchar, o a emocionarse, o a trabajar animosos más allá de la limitación. Hay cosas que descubrir mirándolas, otras habrá que escucharlas, todas amarlas y comprender el mensaje que Dios en ellas nos susurra y nos acerca. Benditos si en nuestras carencias personales somos completados por quienes no las tienen, y si nos prestamos a ayudar desde los dones que hemos recibido a los que puedan ser más pobres que nosotros.



Recibid mi afecto y mi bendición.



+ Jesús Sanz Montes, ofm

Obispo de Huesca y de Jaca

Domingo, 10.09.2006
 
Re: Los ojos prestados

Los ojos prestados

Queridos Hermanos y amigos: Paz y bien.


Acabo de volver del sur de España, en donde he participado, junto a otros Obispos, en unas celebraciones dedicadas a la Virgen, en el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe. La raigambre y hondura popular que he visto en aquellas gentes extremeñas, ha vuelto a llamarme la atención y a brindarme el hermoso testimonio del Pueblo de Dios, sencillo y profundo a la vez, que sabe aprovechar una efemérides como un centenario, para despertar y volver a estrenar lo mejor de su devoción a la Madre de Dios.


Pero no ha sido esto lo que mayormente he recibido allí como gracia del cielo. Siempre tenemos que estar atentos a las palabras de Dios, a sus guiños y a su constante y discreta compañía. Él siempre está, y dice de mil modos, y se nos ajunta en cualquier circunstancia. ¡Ay, si tuviéramos oídos para escuchar, corazón para acoger agradecidos, y ojos para verle continuamente pasar! Y esto es lo que más me ha tocado el corazón en estos días allí: los ojos para ver pasar a Dios, reconociendo sus correteos cuando se nos aviene como el Padre de la parábola del hijo pródigo, o sus pausas para esperarnos cuanto otea en lontananza nuestro regreso cansino y humillado.


Estábamos viendo el panorama del Monasterio el Padre Guardián del mismo y yo. Lo hacíamos desde una atalaya privilegiada en donde se contempla de un golpe todo ese magnífico conjunto arquitectónico. En aquella atalaya había una familia que me presentaron. Una pequeña cría, Pauli, estaba de espaldas y andaba enredando con una muñeca bien peinada. La niña tiene siete años. Percibí enseguida que aquella pequeña era ciega, de nacimiento, según me explicaron después. Me sorprendió su simpatía, la alegría inocente y contagiosa que te embelesaba, y el desarrollo de otros sentidos de una manera excepcional: el oído, su memoria, el bello timbre de su vocecita y el buen gusto para cantar, como nos demostró en una breve cantinela.


Estaba empezando a caminar con un pequeño bastón, y en el colegio tiene un destacado palmarés de inteligencia, diligencia y buen hacer. En estas andábamos cuando subida en la escalera de un tobogán infantil, le dijo a su padre: “Papá, ¿qué se ve desde aquí arriba?”. El padre, con ternura le fue describiendo lo que desde allí se podía ver. Y ella, al acabar el relato su padre, exclamó: “¡qué hermoso es todo esto!


Yo estoy convencido que esos buenos padres de Pauli, no sólo no habrán maldecido a Dios por haber tenido una hija ciega, sino que será para ellos un continuo regalo de la vida. Porque en tantos momentos tendrán que prestarle los ojos a su pequeña hija, para que ella allí asomada pueda de algún modo ver la realidad y agradecerla. Pero también la niña les prestará a sus padres ¡cuántas cosas! De esas que llamamos y son esenciales. Y así, esa hermosa familia, lejos de haberse resignado tristemente ante una vida truncada y trucada en su hija invidente, han acogido en ella una verdadera bendición que les habrá permitido tantas veces también ellos, asomarse a las cosas desde su preciosa pequeña. Y será Pauli quien les enseñará a escuchar, o a emocionarse, o a trabajar animosos más allá de la limitación. Hay cosas que descubrir mirándolas, otras habrá que escucharlas, todas amarlas y comprender el mensaje que Dios en ellas nos susurra y nos acerca. Benditos si en nuestras carencias personales somos completados por quienes no las tienen, y si nos prestamos a ayudar desde los dones que hemos recibido a los que puedan ser más pobres que nosotros.



Recibid mi afecto y mi bendición.



+ Jesús Sanz Montes, ofm

Obispo de Huesca y de Jaca

Domingo, 10.09.2006


Intuyo que la pequeña Pauli veia mas que quienes la rodeaban...