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LLORAR EN LA IGLESIA
Llorar en la Iglesia, llorar por la Iglesia, es un hecho, hoy, que se multiplica, como tal vez nunca haya ocurrido a lo largo de su ya larga historia.
Son muchos los creyentes en Cristo, hijos e hijas de esta nuestra Iglesia Católica, que hoy sufren en su carne lo que falta para completar la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Creyentes que, si no amaran a su Iglesia, no sufrirían por ella como sufren, pues la habrían dejado ya hace tiempo, conscientes de que a Dios también se le encuentra fuera de las iglesias y religiones oficiales. Pero el hecho es que la aman. Y la suelen amar mucho. Y la quieren amar más. Y este amor constituye su tragedia y su grandeza. ¡¿Cuántas confesiones y confidencias íntimas no me lo han hecho saber así?!
Aman a su Iglesia, porque el agradecimiento les lleva a reconocer lo mucho bueno que de ella han recibido, parte de lo mejor de sus existencias. Y reconocen, así mismo, que en ella se encuentran incontables tesoros de Gracia depositados para el bien de la Humanidad Histórica, de la que la Iglesia ha sido constituida humilde servidora. Y porque también aman al mundo, el mundo de los seres que buscan libertad y felicidad, en medio de incontables dificultades y contratiempos, luchas y esperanzas, no pueden dejar de amar a la Iglesia, donde el Amor de Dios trabaja y se multiplica para que sean posibles los objetivos de bien común y de respeto a la dignidad sagrada de la persona humana.
Y precisamente por eso, porque reconocen en su fe que la Iglesia es depositaria de bienes preciosos para la buena marcha de nuestra sociedad mundial, para la auténtica ascensión humana, sufren al verla impotente, replegada sobre sí misma, e incluso a veces de espaldas (¿por miedo?) a la problemática y demandas del mundo que más sufre la marginación, la explotación por parte de los poderosos, la violencia de los intereses inconfesados y el desprecio de los bienpensantes, defensores de un orden que tiene mucho más que ver con leyes o costumbres heredadas que con el amor a la persona y la grandeza humana.
Es una Iglesia mantenedora de sus tradiciones multiseculares; restauracionista de su patrimonio histórico/cultural, hasta el último ladrillo; pero poco accesible al diálogo con la modernidad y postmodernidad; y proclive en exceso a la condena de todo cuanto no cae bajo el prisma de su mirada dogmática y moralizante. Orgullosa en las expresiones de su hegemonía occidental, y de su influencia en gran parte de países del globo, pero olvidando que su merecido prestigio lo debe, muy por encima de todo lo demás, al servicio humilde y desinteresado de muchos de sus mejores hijos, los que no dudaron en entregar, y hasta sacrificar sus vidas, en la proclamación del Evangelio de los Pobres, con frecuencia olvidados del aparato burocrático clerical, demasiado ocupado en mantener posiciones de poder o de prestigio, en pugna cuando no en contubernio con otros poderes de este mundo.
Una Iglesia que se proclama salvadora del mundo, hasta el punto de atreverse a decir que fuera de la Iglesia no hay salvación, cuando sólo es sacramento de salvación, es decir, signo en medio de los pueblos de un Dios que salva gratuitamente, y que lo hace también por otros medios y cauces distintos a la sagrada institución eclesial.
Una Iglesia, en suma, ella misma pecadora, pese a la Santidad que la sostiene por su origen, destino y medios de santificación que la avalan; que está en medio del mundo para señalar y celebrar la obra de Dios, que nunca cesa a favor de los humanos así como de la entera creación; y que, en su condición de Pueblo de Dios peregrino en la tierra, se ve obligada a la comunicación e intercambio de valores y criterios con todas las instituciones temporales (políticas, culturales, científicas, artísticas…), a fin de buscar entre todos y siempre el mayor bien posible de la humanidad histórica. Una Iglesia, semejante a su Fundador, manso y humilde, acogedor y servicial; encarnada (metida a fondo) en las realidades y problemas de la sociedad en que se mueve y en la que debe ser levadura del Reino, dispuesta a escuchar a todos y a aprender de todos para mejor servir a todos. Una Iglesia que sabe (y nunca olvida) que siempre está necesitada de conversión y de reforma.
Lloramos, sí, y lloramos mucho, y lloramos muchos, porque encontramos en esta Iglesia que tanto amamos, un clima demasiadas veces demasiado asfixiante, es decir, represivo y nada cordial, pronto a las sanciones (penas canónicas) y tardo para la comunicación amistosa y el diálogo que renuncia a comenzar por la exclusión, antes de haber intentado comprender la parte de verdad que Dios quiere comunicarnos por medio de las voces que critican o disienten. Disentir del pensamiento oficial de la Iglesia, ¿no será en muchos casos la forma propia de amarla y de comprometerse con su Misión en el mundo? Yo así lo creo.
Lloramos, con llanto que brota de la parte más noble y sensible de nuestro corazón creyente, porque la Verdad (con mayúscula), la que nos hace libres, la que nos une íntimamente con el Dios Vivo y Verdadero, es Dios mismo en su Misterio de Salvación y de Comunión universales; y que, por tanto, aquella que llamamos Verdad Revelada, no es la Verdad Absoluta, sino un camino (aunque sea privilegiado, por tratarse de un camino sacramental) entre otros caminos para buscar a Dios y experimentar la grandeza de su Amor, en relación con nuestra propia vida y nuestro mundo real.
Lloramos, ¡y lloramos tanto!, porque esta Iglesia, a la que queremos servir con lo mejor que haya podido poner en nosotros la naturaleza y la Gracia, olvida en el terreno de su praxis pastoral, que su misión en el mundo (al menos, uno de los aspectos más necesarios de su misión) es abrir para el mayor número posible de mujeres y hombres el espacio luminoso de la experiencia mística, en la que el creyente se vive a sí mismo como desposado con Dios, partícipe del gozo y la fecundidad del Espíritu Divino.
Hoy se llora mucho en la Iglesia, nuestra Iglesia. Pero estoy convencido de que tanto sufrimiento no ha de ser estéril, sino de muy extensa e intensa fecundidad en el Espíritu. Como es un sufrimiento por amor y con amor, de Cruz asumida por obediencia a la Voluntad del Padre, como en el caso de Cristo, habrá de ser un Sufrimiento Pascual, un sufrimiento preñado de semillas de renovación para la misma Iglesia y de gozosa bienaventuranza para el mundo entero. ¿No nos alertó el propio Jesús: Lloraréis y os lamentaréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo?
Después de haber sufrido tanto por la Iglesia, y de haber compartido con tantos hermanos que soportan el mismo sufrimiento, hoy sé que la amo más, mucho más que antes de haber sufrido lo que todavía sufro: su lejanía de la sensibilidad histórica de las últimas generaciones (al menos en Occidente); su lenguaje desencarnado, que no acierta a anunciar con palabra transparente y de fuego la Buena Noticia del Amor de Dios al mundo; su estilo clerical, que mantiene en pie un sentido jerárquico nada evangélico (en el Evangelio de Jesús, lo jerárquico, lo sagrado -hieros-, es el servicio desinteresado), y no da opción a esa igualdad en la que a nadie llamamos padre, ni señor, ni guía, porque todos somos hermanos. Y ser hermanos es lo que da más gloria a Dios, el único Padre; a Cristo, el único Señor; y al Espíritu, el único Guía.
Y, porque en la Iglesia están los cimientos, puestos por el mismo Dios, del Hombre Nuevo y la Nueva Sociedad, los cielos nuevos y la tierra nueva, habitados por la Justicia, no puedo dejar de amar esta Iglesia, de sufrir en esta Iglesia y por esta Iglesia; porque ello (dejar de amar a esta Iglesia) supondría haber dejado de amar este mundo con todas las realidades que lo conforman, especialmente la realidad de la existencia humana, por la que Dios no dudó en entregar a su Hijo, a fin de que la Humanidad entera, incorporada a su propio Hijo, llegara a ser, y para siempre, el Hijo Único del Eterno Viviente.
La larga crisis eclesial que nos acompaña desde la década de los ochenta del pasado siglo, ha sido para mí una larga noche de purificación del alma; y, en tal sentido, no puedo menos que estarle agradecido. ¡Cómo se ha acrisolado en mí la fe en un Dios más grande, infinitamente misericordioso; tan grande y misericordioso, que ninguna institución humana (aunque sea de inspiración divina) puede abarcar, comprender, administrar…! ¡Cómo he aprendido a vivenciar aquello de que sólo Dios salva, y salva desde la humilde solidaridad de los creyentes con los pecados del mundo y los de su propia Iglesia! Pues, como en otros momentos he confesado, si la Iglesia no fuera pecadora, yo no cabría dentro de ella, por cuerpo extraño, dañino para su buen funcionamiento. Pero soy pecador y pertenezco a una Iglesia pecadora, donde todos somos hermanos en la Acción de Gracias por el amor y el perdón infinitos, que nos vienen gratuitamente por la fe en Jesucristo, nuestro Hermano y Señor.
Tan larga purificación, bajo llanto tan copioso, soportando para mi trabajo de animación espiritual el silenciamiento y el aislamiento en los caminos pastorales; en tan solidario sentido del mal existente que afea el Cuerpo Eclesial, pero también de la Gracia sobreabundante que en él se nos brinda, ha ido tomando fuerza en mi conciencia creyente la vivencia de la Iglesia del Espíritu. Una Iglesia que se va consolidando, a lo largo y ancho de la historia humana, por la comunión en la experiencia del misterio del Verbo Encarnado, que pone a disposición de todos los hombres y mujeres de buena voluntad el Espíritu derramado sobre toda carne. Lo que hemos oído y visto con nuestros propios ojos; lo que hemos tocado con nuestras propias manos acerca del Verbo de la Vida…, esto mismo ponemos en comunión con vosotros…, para que vuestra alegría sea completa. En estas palabras de la primera carta de San Juan, he encontrado, no pocas veces, la fuerza y la luz para reemprender mi camino.
Aunque es de noche, sí, aunque es noche cerrada en muchos aspectos sociológicos y culturales de nuestra Iglesia Católica, amamos a esta Iglesia, Esposa del Verbo Encarnado; esta Iglesia, concreta y real, santa y pecadora, patria de la libertad para muchos y cárcel para no pocos espíritus rebeldes, insatisfechos, proféticos en su fidelidad a Jesús y a su Evangelio.
Antonio López Baeza
Archena, junio de 2007
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LLORAR EN LA IGLESIA
Llorar en la Iglesia, llorar por la Iglesia, es un hecho, hoy, que se multiplica, como tal vez nunca haya ocurrido a lo largo de su ya larga historia.
Son muchos los creyentes en Cristo, hijos e hijas de esta nuestra Iglesia Católica, que hoy sufren en su carne lo que falta para completar la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Creyentes que, si no amaran a su Iglesia, no sufrirían por ella como sufren, pues la habrían dejado ya hace tiempo, conscientes de que a Dios también se le encuentra fuera de las iglesias y religiones oficiales. Pero el hecho es que la aman. Y la suelen amar mucho. Y la quieren amar más. Y este amor constituye su tragedia y su grandeza. ¡¿Cuántas confesiones y confidencias íntimas no me lo han hecho saber así?!
Aman a su Iglesia, porque el agradecimiento les lleva a reconocer lo mucho bueno que de ella han recibido, parte de lo mejor de sus existencias. Y reconocen, así mismo, que en ella se encuentran incontables tesoros de Gracia depositados para el bien de la Humanidad Histórica, de la que la Iglesia ha sido constituida humilde servidora. Y porque también aman al mundo, el mundo de los seres que buscan libertad y felicidad, en medio de incontables dificultades y contratiempos, luchas y esperanzas, no pueden dejar de amar a la Iglesia, donde el Amor de Dios trabaja y se multiplica para que sean posibles los objetivos de bien común y de respeto a la dignidad sagrada de la persona humana.
Y precisamente por eso, porque reconocen en su fe que la Iglesia es depositaria de bienes preciosos para la buena marcha de nuestra sociedad mundial, para la auténtica ascensión humana, sufren al verla impotente, replegada sobre sí misma, e incluso a veces de espaldas (¿por miedo?) a la problemática y demandas del mundo que más sufre la marginación, la explotación por parte de los poderosos, la violencia de los intereses inconfesados y el desprecio de los bienpensantes, defensores de un orden que tiene mucho más que ver con leyes o costumbres heredadas que con el amor a la persona y la grandeza humana.
Es una Iglesia mantenedora de sus tradiciones multiseculares; restauracionista de su patrimonio histórico/cultural, hasta el último ladrillo; pero poco accesible al diálogo con la modernidad y postmodernidad; y proclive en exceso a la condena de todo cuanto no cae bajo el prisma de su mirada dogmática y moralizante. Orgullosa en las expresiones de su hegemonía occidental, y de su influencia en gran parte de países del globo, pero olvidando que su merecido prestigio lo debe, muy por encima de todo lo demás, al servicio humilde y desinteresado de muchos de sus mejores hijos, los que no dudaron en entregar, y hasta sacrificar sus vidas, en la proclamación del Evangelio de los Pobres, con frecuencia olvidados del aparato burocrático clerical, demasiado ocupado en mantener posiciones de poder o de prestigio, en pugna cuando no en contubernio con otros poderes de este mundo.
Una Iglesia que se proclama salvadora del mundo, hasta el punto de atreverse a decir que fuera de la Iglesia no hay salvación, cuando sólo es sacramento de salvación, es decir, signo en medio de los pueblos de un Dios que salva gratuitamente, y que lo hace también por otros medios y cauces distintos a la sagrada institución eclesial.
Una Iglesia, en suma, ella misma pecadora, pese a la Santidad que la sostiene por su origen, destino y medios de santificación que la avalan; que está en medio del mundo para señalar y celebrar la obra de Dios, que nunca cesa a favor de los humanos así como de la entera creación; y que, en su condición de Pueblo de Dios peregrino en la tierra, se ve obligada a la comunicación e intercambio de valores y criterios con todas las instituciones temporales (políticas, culturales, científicas, artísticas…), a fin de buscar entre todos y siempre el mayor bien posible de la humanidad histórica. Una Iglesia, semejante a su Fundador, manso y humilde, acogedor y servicial; encarnada (metida a fondo) en las realidades y problemas de la sociedad en que se mueve y en la que debe ser levadura del Reino, dispuesta a escuchar a todos y a aprender de todos para mejor servir a todos. Una Iglesia que sabe (y nunca olvida) que siempre está necesitada de conversión y de reforma.
Lloramos, sí, y lloramos mucho, y lloramos muchos, porque encontramos en esta Iglesia que tanto amamos, un clima demasiadas veces demasiado asfixiante, es decir, represivo y nada cordial, pronto a las sanciones (penas canónicas) y tardo para la comunicación amistosa y el diálogo que renuncia a comenzar por la exclusión, antes de haber intentado comprender la parte de verdad que Dios quiere comunicarnos por medio de las voces que critican o disienten. Disentir del pensamiento oficial de la Iglesia, ¿no será en muchos casos la forma propia de amarla y de comprometerse con su Misión en el mundo? Yo así lo creo.
Lloramos, con llanto que brota de la parte más noble y sensible de nuestro corazón creyente, porque la Verdad (con mayúscula), la que nos hace libres, la que nos une íntimamente con el Dios Vivo y Verdadero, es Dios mismo en su Misterio de Salvación y de Comunión universales; y que, por tanto, aquella que llamamos Verdad Revelada, no es la Verdad Absoluta, sino un camino (aunque sea privilegiado, por tratarse de un camino sacramental) entre otros caminos para buscar a Dios y experimentar la grandeza de su Amor, en relación con nuestra propia vida y nuestro mundo real.
Lloramos, ¡y lloramos tanto!, porque esta Iglesia, a la que queremos servir con lo mejor que haya podido poner en nosotros la naturaleza y la Gracia, olvida en el terreno de su praxis pastoral, que su misión en el mundo (al menos, uno de los aspectos más necesarios de su misión) es abrir para el mayor número posible de mujeres y hombres el espacio luminoso de la experiencia mística, en la que el creyente se vive a sí mismo como desposado con Dios, partícipe del gozo y la fecundidad del Espíritu Divino.
Hoy se llora mucho en la Iglesia, nuestra Iglesia. Pero estoy convencido de que tanto sufrimiento no ha de ser estéril, sino de muy extensa e intensa fecundidad en el Espíritu. Como es un sufrimiento por amor y con amor, de Cruz asumida por obediencia a la Voluntad del Padre, como en el caso de Cristo, habrá de ser un Sufrimiento Pascual, un sufrimiento preñado de semillas de renovación para la misma Iglesia y de gozosa bienaventuranza para el mundo entero. ¿No nos alertó el propio Jesús: Lloraréis y os lamentaréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo?
Después de haber sufrido tanto por la Iglesia, y de haber compartido con tantos hermanos que soportan el mismo sufrimiento, hoy sé que la amo más, mucho más que antes de haber sufrido lo que todavía sufro: su lejanía de la sensibilidad histórica de las últimas generaciones (al menos en Occidente); su lenguaje desencarnado, que no acierta a anunciar con palabra transparente y de fuego la Buena Noticia del Amor de Dios al mundo; su estilo clerical, que mantiene en pie un sentido jerárquico nada evangélico (en el Evangelio de Jesús, lo jerárquico, lo sagrado -hieros-, es el servicio desinteresado), y no da opción a esa igualdad en la que a nadie llamamos padre, ni señor, ni guía, porque todos somos hermanos. Y ser hermanos es lo que da más gloria a Dios, el único Padre; a Cristo, el único Señor; y al Espíritu, el único Guía.
Y, porque en la Iglesia están los cimientos, puestos por el mismo Dios, del Hombre Nuevo y la Nueva Sociedad, los cielos nuevos y la tierra nueva, habitados por la Justicia, no puedo dejar de amar esta Iglesia, de sufrir en esta Iglesia y por esta Iglesia; porque ello (dejar de amar a esta Iglesia) supondría haber dejado de amar este mundo con todas las realidades que lo conforman, especialmente la realidad de la existencia humana, por la que Dios no dudó en entregar a su Hijo, a fin de que la Humanidad entera, incorporada a su propio Hijo, llegara a ser, y para siempre, el Hijo Único del Eterno Viviente.
La larga crisis eclesial que nos acompaña desde la década de los ochenta del pasado siglo, ha sido para mí una larga noche de purificación del alma; y, en tal sentido, no puedo menos que estarle agradecido. ¡Cómo se ha acrisolado en mí la fe en un Dios más grande, infinitamente misericordioso; tan grande y misericordioso, que ninguna institución humana (aunque sea de inspiración divina) puede abarcar, comprender, administrar…! ¡Cómo he aprendido a vivenciar aquello de que sólo Dios salva, y salva desde la humilde solidaridad de los creyentes con los pecados del mundo y los de su propia Iglesia! Pues, como en otros momentos he confesado, si la Iglesia no fuera pecadora, yo no cabría dentro de ella, por cuerpo extraño, dañino para su buen funcionamiento. Pero soy pecador y pertenezco a una Iglesia pecadora, donde todos somos hermanos en la Acción de Gracias por el amor y el perdón infinitos, que nos vienen gratuitamente por la fe en Jesucristo, nuestro Hermano y Señor.
Tan larga purificación, bajo llanto tan copioso, soportando para mi trabajo de animación espiritual el silenciamiento y el aislamiento en los caminos pastorales; en tan solidario sentido del mal existente que afea el Cuerpo Eclesial, pero también de la Gracia sobreabundante que en él se nos brinda, ha ido tomando fuerza en mi conciencia creyente la vivencia de la Iglesia del Espíritu. Una Iglesia que se va consolidando, a lo largo y ancho de la historia humana, por la comunión en la experiencia del misterio del Verbo Encarnado, que pone a disposición de todos los hombres y mujeres de buena voluntad el Espíritu derramado sobre toda carne. Lo que hemos oído y visto con nuestros propios ojos; lo que hemos tocado con nuestras propias manos acerca del Verbo de la Vida…, esto mismo ponemos en comunión con vosotros…, para que vuestra alegría sea completa. En estas palabras de la primera carta de San Juan, he encontrado, no pocas veces, la fuerza y la luz para reemprender mi camino.
Aunque es de noche, sí, aunque es noche cerrada en muchos aspectos sociológicos y culturales de nuestra Iglesia Católica, amamos a esta Iglesia, Esposa del Verbo Encarnado; esta Iglesia, concreta y real, santa y pecadora, patria de la libertad para muchos y cárcel para no pocos espíritus rebeldes, insatisfechos, proféticos en su fidelidad a Jesús y a su Evangelio.
Antonio López Baeza
Archena, junio de 2007
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