Laicismo y Fundamentalismo

Bart

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24 Enero 2001
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Laicismo y Fundamentalismo

Lo que nadie puede negar es que la sociedad actual tiene un serio problema para ubicar al hecho religioso. Primero fue a la inversa: la institución religiosa puso su bota sobre las instituciones sociales. Tras liberarse muchos siglos después, los gobiernos modernos, especialmente Europa, creyeron relegar a lo íntimo y cuasi supersticioso a lo relacionado con la religión. Y hete aquí que ha sido como poner puertas al mar: la sociedad no puede negar la fuerza social del hecho religioso.


Esto se ve, por una parte, en la presencia de las sectas, que ofrecen su refugio (y cárcel) a quienes buscan más allá del vacío existencial de la propia sociedad y, tristemente, de las iglesias vacías que también existen. Muchas veces estas sectas se amparan en su pertenencia a las propias confesiones oficiales (desde la católica hasta la protestante), y a la vez plantean el delicado problema de que no se puede entrar en una caza de brujas que queme en la hoguera a todo lo que suene a diferente. Hacen falta expertos objetivos y que sepan aplicar medidas proporcionales, sabias y ajustadas a la realidad.

Y esto último es la difícil cuestión. Los expertos aconfesionales son generalmente fundamentalistas laicos (y por lo tanto a menudo antirreligiosos) o bien confesionales que no quieren arriesgarse a dirimir en cuestiones e intereses internos. Y, unos por otros, la secta sin barrer y muchos justos indefensos pagan por los pecadores sectarios.

Otro aspecto que muestra el problema candente que causa la religión a la sociedad moderna es el laicismo; un principio indiscutible para el protestantismo (que por desgracia no para todos los protestantes) que estalla en situaciones imprevisibles. Por ejemplo, que un islámico en Italia defienda la ausencia de crucifijos en las paredes de la escuela pública. No hay mejor ocasión que muestre que quien acusa con el índice tiene otros cuatro dedos que le señalan a él: tiene mejores motivos de lucha en los países islámicos para defender la libertad religiosa.

Sin embargo, sí es evidente que si queremos un laicismo que separe lo confesional de lo público -al margen de que perjudique o beneficie a una determinada confesión o creencia- deberíamos aceptar que no haya signos confesionales en los lugares que pertenecen a todos los ciudadanos, salvo por una evidencia clara histórica o cultural (no sería sensato quitar “El Cristo” de Velázquez de los salones del Museo del Prado, o demoler un monumento histórico por contener simbología religiosa).

Sin embargo, tampoco debe confundirse el laicismo con la ausencia pública de lo religioso, especialmente en lo que a la persona se refiere. La indumentaria (cruz en el pecho, tonsura en la coronilla, o velo islámico o de monja de clausura) es la expresión externa de la propia personalidad, y si no que le pregunten a los rockeros y demás estilos de vestir. Al margen de estar de acuerdo o en contra con lo que la forma de vestir expresa, no justifica el laicismo que se prohíba la expresión religiosa en la propia imagen. Otra cuestión sería lo ilegal, como las lesiones –violencia física, ablación genital- que no sólo son condenables sino que deben ser perseguidas y castigadas con la mayor de las energías.

En definitiva, que el auténtico laicismo es aquél que es respetuoso con el hecho religioso (y a la inversa), permitiendo cumplir la conocida máxima de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Su vida es el mejor ejemplo de cómo vivir este principio. Claro está que, por defenderlo, romanos y fariseos lo asesinaron. Esperamos no haya que pagar ese precio.


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