En este epígrafe para que no nos pensemos que todo esta bien,pondremos unas cartas o conferencias de nuestro hermano en Cristo J.N.Darby. En ella veremos que la Iglesia siempre ha sufrido violencia y los intentos con bastante exito de satanás de desastibilzarla y apartarla de su Cabeza natural que es Cristo.Conseguida esta desvinculación de la cabeza natural que es Cristo y reemplazada por cabezas de hombres elocuentes, con buen desarrolloen sus exposiciones, orden en sus palabras y buen raciocinio , la Iglesia queda absolutamente a la deriva ,como vemos desde que desaparecieron los Apóstoles en la gran mayoria de todos los casos.
Capítulo 1
El peligro más serio que hay en todos estos razonamientos, con los cuales se pretende desacreditar las nociones que han sido expuestas acerca de la ruina de la Iglesia, es que, con ellos, se niegan las relaciones y la existencia misma de la Iglesia.
La idea de la Iglesia prácticamente no existe en la mente de la mayoría de aquellos que se oponen al concepto de la ruina de la Iglesia. Otros tienen una idea tal de ella que les hace tomar el fruto del pecado del hombre por lo que es el resultado de la gracia de Dios.
Si se percibiera el hecho de que hay una Iglesia, la esposa de Cristo, un cuerpo santo formado aquí abajo en la tierra por la presencia del Espíritu Santo, los razonamientos mediante los cuales se busca negar la realidad de la ruina de la Iglesia de parte de la mayoría, se tornarían en algo imposible, y ni siquiera se intentaría negar la ruina en medio de la cual nos encontramos.
Voy a explicar lo que entiendo por la Iglesia. La Iglesia es un cuerpo que subsiste en unidad aquí abajo, formada por el poder de Dios a través de la reunión de sus hijos en unión con Cristo, que es su Cabeza; un cuerpo que deriva su existencia y su unidad de la obra y la presencia del Espíritu Santo que descendió del cielo como consecuencia de la ascensión de Jesús, el Hijo de Dios, y del hecho de que se sentó a la diestra del Padre tras haber cumplido la redención.
Esta Iglesia —unida por el Espíritu, como el cuerpo a la Cabeza, a este Jesús sentado a la diestra del Padre—, será sin duda manifestada en su totalidad cuando Cristo sea manifestado en Su gloria; pero, mientras tanto, a medida que va siendo formada por la presencia del Espíritu Santo que descendió del cielo, la Palabra de Dios la contempla como subsistiendo en su unidad sobre la tierra. Ella es la morada de Dios por el Espíritu, esencialmente celestial en sus relaciones, pero de carácter peregrino en la tierra en cuanto a la escena en la cual se halla actualmente, y en la cual debe manifestar la naturaleza de la gloria de Cristo, como Su carta de recomendación al mundo, pues ella lo representa a Él y está aquí abajo en reemplazo de Él. Ella es la esposa del Cordero, tanto en sus privilegios como en su llamamiento. Es presentada como una virgen pura a Cristo para el día de las bodas del Cordero. Evidentemente, este último pensamiento tendrá su cumplimiento en la resurrección; pero, lo que caracteriza a la Iglesia —como habiéndosele dado vida conforme al poder que levantó a Cristo de entre los muertos y le hizo sentar a la diestra de Dios—, es la realización y manifestación de la gloria de su Cabeza por el poder del Espíritu Santo, antes que Jesús, su Cabeza, sea revelado en Persona.
Aquellos que componen la Iglesia, tienen, además, otras relaciones. Ellos son hijos de Abraham. Son la casa de Dios sobre la cual Cristo es cabeza como Hijo. Pero estos últimos caracteres no quitan mérito a lo que hemos estado diciendo; y menos aún lo anulan.
Al principio, la verdad de la Iglesia, poderosamente expuesta por el apóstol Pablo, era como el centro del movimiento espiritual; y aquellos que no eran perfectos, estaban sin embargo ligados a este centro, aunque a una mayor distancia. La Iglesia es, más bien, el círculo más cercano al único centro verdadero: Cristo mismo. Ella era su Cuerpo, su esposa. Esta verdad —perdida en el tiempo presente para la generalidad de los cristianos (lo cual es motivo de vergüenza)—, ha venido a ser un medio de separación, como el tabernáculo de Moisés, levantado fuera del campamento infiel (Éxodo 33); porque, si, conforme al principio de la unidad del Cuerpo enseñado por el apóstol, uno actúa fuera del mundo, la mayoría de los cristianos no están dispuestos a seguir, y, mientras persistan en la mundanalidad, no lo pueden hacer. ¿Cómo, pues, podrán reunirse afuera de aquello a lo que se mantienen aferrados?
Esta falta de fe tiene tristes consecuencias. Las relaciones con Dios se toman —las pertenecientes, por cierto, a aquellas de que se compone la Iglesia, pero inferiores a las de la Iglesia misma—, y esas relaciones se toman para formar con ellas un sistema que es puesto en oposición a la más preciosa de todas las relaciones de la Iglesia con Dios. La gente insiste en que los hijos de Dios son los hijos de Abraham, lo cual es cierto; pero ellos quieren ponerlos en este nivel, con el objeto de negar la posición de la esposa de Cristo. Insistirán en el hecho de que ellos son ramas injertadas en lugar de los judíos, de modo de reducirlos al nivel de las bendiciones y principios del Antiguo Testamento, y esto, a fin de evitar la responsabilidad de la posición en la que Dios nos ha colocado, y, por eso, la necesidad de una confesión de nuestra caída. Ellos admiten, en un sentido general, que somos la casa de Dios, lo cual es cierto; una casa en la cual hay vasos para deshonra: y ellos se valen de esta verdad para justificar un estado de cosas que ha dejado fuera todo aquello que pueda pertenecer a los afectos y al corazón de una esposa. ¡Que los creyentes presten oídos a esto!
De aquí vemos por qué se pospone el retorno de Cristo a épocas relacionadas con el juicio que Él ejecutará contra una casa infiel y contra un mundo rebelde. Y ello explica también la pérdida del deseo de que Él venga, un deseo que es propio de su esposa e inspirado por el Espíritu, el cual mora en ella y la anima.
Las pruebas de la existencia de esta Iglesia están más allá de toda disputa y, aunque ya las he presentado en otra ocasión, es bueno, aunque sólo fuese para una alma, recordar algunas de ellas, a fin de que actúen en la conciencia [1].
Capítulo 1
¿Qué significa la Iglesia?
J. N. Darby
La idea de la Iglesia prácticamente no existe en la mente de la mayoría de aquellos que se oponen al concepto de la ruina de la Iglesia. Otros tienen una idea tal de ella que les hace tomar el fruto del pecado del hombre por lo que es el resultado de la gracia de Dios.
Si se percibiera el hecho de que hay una Iglesia, la esposa de Cristo, un cuerpo santo formado aquí abajo en la tierra por la presencia del Espíritu Santo, los razonamientos mediante los cuales se busca negar la realidad de la ruina de la Iglesia de parte de la mayoría, se tornarían en algo imposible, y ni siquiera se intentaría negar la ruina en medio de la cual nos encontramos.
Voy a explicar lo que entiendo por la Iglesia. La Iglesia es un cuerpo que subsiste en unidad aquí abajo, formada por el poder de Dios a través de la reunión de sus hijos en unión con Cristo, que es su Cabeza; un cuerpo que deriva su existencia y su unidad de la obra y la presencia del Espíritu Santo que descendió del cielo como consecuencia de la ascensión de Jesús, el Hijo de Dios, y del hecho de que se sentó a la diestra del Padre tras haber cumplido la redención.
Esta Iglesia —unida por el Espíritu, como el cuerpo a la Cabeza, a este Jesús sentado a la diestra del Padre—, será sin duda manifestada en su totalidad cuando Cristo sea manifestado en Su gloria; pero, mientras tanto, a medida que va siendo formada por la presencia del Espíritu Santo que descendió del cielo, la Palabra de Dios la contempla como subsistiendo en su unidad sobre la tierra. Ella es la morada de Dios por el Espíritu, esencialmente celestial en sus relaciones, pero de carácter peregrino en la tierra en cuanto a la escena en la cual se halla actualmente, y en la cual debe manifestar la naturaleza de la gloria de Cristo, como Su carta de recomendación al mundo, pues ella lo representa a Él y está aquí abajo en reemplazo de Él. Ella es la esposa del Cordero, tanto en sus privilegios como en su llamamiento. Es presentada como una virgen pura a Cristo para el día de las bodas del Cordero. Evidentemente, este último pensamiento tendrá su cumplimiento en la resurrección; pero, lo que caracteriza a la Iglesia —como habiéndosele dado vida conforme al poder que levantó a Cristo de entre los muertos y le hizo sentar a la diestra de Dios—, es la realización y manifestación de la gloria de su Cabeza por el poder del Espíritu Santo, antes que Jesús, su Cabeza, sea revelado en Persona.
Aquellos que componen la Iglesia, tienen, además, otras relaciones. Ellos son hijos de Abraham. Son la casa de Dios sobre la cual Cristo es cabeza como Hijo. Pero estos últimos caracteres no quitan mérito a lo que hemos estado diciendo; y menos aún lo anulan.
Al principio, la verdad de la Iglesia, poderosamente expuesta por el apóstol Pablo, era como el centro del movimiento espiritual; y aquellos que no eran perfectos, estaban sin embargo ligados a este centro, aunque a una mayor distancia. La Iglesia es, más bien, el círculo más cercano al único centro verdadero: Cristo mismo. Ella era su Cuerpo, su esposa. Esta verdad —perdida en el tiempo presente para la generalidad de los cristianos (lo cual es motivo de vergüenza)—, ha venido a ser un medio de separación, como el tabernáculo de Moisés, levantado fuera del campamento infiel (Éxodo 33); porque, si, conforme al principio de la unidad del Cuerpo enseñado por el apóstol, uno actúa fuera del mundo, la mayoría de los cristianos no están dispuestos a seguir, y, mientras persistan en la mundanalidad, no lo pueden hacer. ¿Cómo, pues, podrán reunirse afuera de aquello a lo que se mantienen aferrados?
Esta falta de fe tiene tristes consecuencias. Las relaciones con Dios se toman —las pertenecientes, por cierto, a aquellas de que se compone la Iglesia, pero inferiores a las de la Iglesia misma—, y esas relaciones se toman para formar con ellas un sistema que es puesto en oposición a la más preciosa de todas las relaciones de la Iglesia con Dios. La gente insiste en que los hijos de Dios son los hijos de Abraham, lo cual es cierto; pero ellos quieren ponerlos en este nivel, con el objeto de negar la posición de la esposa de Cristo. Insistirán en el hecho de que ellos son ramas injertadas en lugar de los judíos, de modo de reducirlos al nivel de las bendiciones y principios del Antiguo Testamento, y esto, a fin de evitar la responsabilidad de la posición en la que Dios nos ha colocado, y, por eso, la necesidad de una confesión de nuestra caída. Ellos admiten, en un sentido general, que somos la casa de Dios, lo cual es cierto; una casa en la cual hay vasos para deshonra: y ellos se valen de esta verdad para justificar un estado de cosas que ha dejado fuera todo aquello que pueda pertenecer a los afectos y al corazón de una esposa. ¡Que los creyentes presten oídos a esto!
De aquí vemos por qué se pospone el retorno de Cristo a épocas relacionadas con el juicio que Él ejecutará contra una casa infiel y contra un mundo rebelde. Y ello explica también la pérdida del deseo de que Él venga, un deseo que es propio de su esposa e inspirado por el Espíritu, el cual mora en ella y la anima.
Las pruebas de la existencia de esta Iglesia están más allá de toda disputa y, aunque ya las he presentado en otra ocasión, es bueno, aunque sólo fuese para una alma, recordar algunas de ellas, a fin de que actúen en la conciencia [1].