15 de diciembre de 2012
La matanza de Newtown; somos culpables
Cuando me enteré de la más reciente tragedia masiva acontecida ayer en una escuela elemental en Connecticut, donde un pistolero acabó con la vida de 27 personas, incluyendo 20 niños inocentes, una sensación de urgencia cruzó por mi ser y lo primero que me provocó fue acercarme a mi hijo mayor y en un simple acto echarle el brazo y darle un beso.
Estábamos en un lugar público, esperando porque mi hijo menor se presentara en una actividad en que la Rondalla de la Escuela Libre de Música de Humacao, a la que pertenece, ofreciera una breve selección de temas navideños a empleados de la Corporación del Fondo del Seguro del Estado.
Cuando lo escuché interpretar el cuatro, instrumento típico puertorriqueño, sentí orgullo y esta vez no por la música que nos distingue como pueblo y que en efecto, aprecio también. Esta vez sentí orgullo por escuchar en las notas de su instrumento el progreso que ha dado, y porque por la bendición de Dios, que me ha regalado la vida, he tenido la oportunidad de atestiguar ese crecimiento cuando practica en mi casa o cuando asisto a una de sus presentaciones.
Fueron dos situaciones y sentimientos tan personales que comparto porque, por un lado, reconozco que trágicamente ya varias familias cuyos hijos resultaron víctimas de esta masacre en el tranquilo pueblo de Newtown no tendrán la misma oportunidad que tengo yo aún, por lo que clamo a Dios que le brinde consuelo a estas familias dolidas por la tragedia.
Por el otro, y sin ánimos de querer jugar el papel de sicólogo ni siquiatra, sé que la rabia, el rencor, el odio, el desprecio por la vida y tantas otras cosas que puedan estar pasando por la cabeza de una persona que dispara al azar contra inocentes no se debe solo a una posible condición mental.
Esa rabia y desprecio por la vida que vemos a diario en nuestro Puerto Rico con las noticias de jóvenes que se matan en las calles, o personas que disparan de carro a carro sin importar qué inocente pueda estar cruzando cerca de su camino, se debe a la falta de amor, al desprecio, al maltrato, a la indiferencia de muchos padres hacia sus hijos.
Se debe a que muchos padres, estando físicamente en sus hogares, no están en la vida de sus hijos. Y de ese mal todos hemos pecado y por eso, ayer, cuando me enteré de la tragedia de Connecticut, me sentí culpable porque en ocasiones también he puesto más interés en mis cosas y no he escuchado como es debido a mis hijos cuando tienen algo que contar, por simple que sea.
Cuando oigo que la violencia que viven los países se debe a la falta de oportunidades, a la desigualdad social o a la pobreza, siento lástima porque aunque no pretendo saber más que los expertos, creo que la principal razón para esta violencia, esa rebeldía o ese rencor que sienten muchos jóvenes contra su propia familia, contra la sociedad o con cualquiera que se le pare al frente aun sin conocerlo, se debe al desamor del que también fueron víctimas.
No es que me esté poniendo del lado del victimario que arrasó con la vida de estos niñitos en Connecticut. Pero es que mientras sigan habiendo familias afanadas con tener dos y tres trabajos a costa de que sus hijos a penas vean a sus padres, seguiremos siendo culpables de esta y otras tragedias.
Mientras no estemos dispuestos a sacrificar el lujo, aunque sea por unos años, con tal de pasar más tiempo con esos pequeños, seguiremos criando seres insensibles que a la misma vez crecen con coraje en su subconsciente, por el rechazo que han vivido en su propia cuna.
Con los afanes de la vida, la prisa que se vive y por culpa de los mitos, se escuchan cosas tan ilógicas que se repiten generación tras generación como, 'si el bebé llora mucho, déjalo que llore para que no se mal acostumbre', o 'déjalo que llore que eso le expande los pulmones'.
Lo peor de todo es que somos los primeros que queremos creer esas barbaridades para así procurar nuestra comodidad. Recuerdo el 'shock' que me causó cuando el pediatra de nuestros niños, cuando eran recién nacidos, nos dijo todo lo contrario a lo que ya habíamos escuchado tantas veces: 'cuantas veces lloren, cójanlos... si se 'engríen', de eso se trata'.
Al principio me chocó, pero luego entendí con el tiempo que las palabras del Dr. Mario Ramírez Carmoega eran ciertas. De eso se trata. De no seguir la corriente del mundo en lo que está mal, sino al contrario, de dar amor y todo el amor que se pueda a nuestros niños, porque en el mañana tendremos seres más saludables mental y emocionalmente.
Contrario a los mitos ridículos, no serán ni personas débiles ni inseguras. Al contrario, serán más estables y más seguros de sí mismos.
No soy un papá perfecto. Y a veces tengo que luchar con sentimientos de culpa porque como padre uno quisiera tener un librito de instrucciones de la perfección para criar los hijos. Y a veces uno se dice a sí mismo, si hubiera actuado de tal forma.
Pero algo que aprendí de un amigo pastor hace varios años, es que cuando cometiera algún error con mis hijos, o los ofendiera, tuviera el valor de pedirles perdón, por más pequeños que fueran. Eso no sería rebajarme. Al contrario, sería darles una lección de humildad, y a la vez de respeto y amor.
Como dije antes, no pretendo saber más que los expertos, pero ese coraje y rebeldía hacia la vida en algunos jóvenes lo he visto. Jóvenes cuyos padres delegan su cuidado y protección en otros familiares, como abuelos o hasta vecinos o amigos, mientras los progenitores están tan ocupados en sus cosas.
Padres que en su ceguera, dejan que sean otros quienes los lleven y traigan de la escuela, hagan las asignaciones con ellos, vayan al parque a las prácticas, a las clases de música, etc.
En el peor de los casos, son niños que no tienen ninguna de esas alternativas de esparcimiento, pues muchas veces son los abuelos los que los cuidan, mientras los padres están muy ocupados en sus trabajos. Así, tenemos a niños criándose en un entorno completamente de adultos que no conocen sus intereses.
Lo he visto. Son esos casos en que luego el joven se torna agresivo contra el mismo que lo cuida, e incluso con sus padres porque en su interior, tiene rencor guardado y no sabe por qué. Pero tiene coraje porque cuando es papá y mamá quienes debieran estar dándole sus atenciones, es otra persona quien lo está viendo crecer y quien ve los momentos más trascendentales del niño.
No estoy juzgando a las parejas en cuyos hogares deben trabajar ambos. Hasta hay que aplaudir a aquellas parejas que lo hacen, sin descuidar a sus hijos ni delegar demasiado lo que a ellos corresponde.
Pero a la misma vez creo que la formación de seres humanos estables, y no de una bomba de tiempo que luego nos explote en la cara, bien merece el sacrificio durante los primeros años del niño. Me refiero a que uno de los dos, papá o mamá, esté con ellos a tiempo completo.
Ayer, al salir de la actividad que mencioné al principio, acudí luego a hacer unas compras y mientras mis chicos caminaban al frente con el carrito en un supermercado, desde atrás observaba junto a mi esposa lo rápido que han crecido. Ya son adolescentes. Y creo que algún día le agradecerán especialmente a su madre, que ellos fueron su prioridad en sus primeros años de vida y luego en sus primeros años en la escuela. No el ejercer la profesión que estudió.
El problema es cuando todo lo miramos desde 'mi conveniencia, mis intereses, mis metas', y no desde la posición que debemos asumir como esposos y padres, que es la de 'nuestros intereses, nuestro bienestar'.
Digo esto porque muchas veces no sabemos reconocer que nuestra vida pasa por distintas etapas. Y en esto de formar familia, hacer un detente cuando haya que hacerlo por el bien de la crianza de los hijos, no debe verse como sacrificar la carrera o la profesión.
Posiblemente me gane el desprecio por 'osar' sugerir tal cosa. Pero antes de que la emprendas contra mí, o de que te sientas ofendido u ofendida por lo que acabo de plantear, ¿por qué no miras a tus pequeños hijos, o a tus adolescentes, y te preguntas si vale la pena el esfuerzo?
Como dice el Salmo 127:3, "Son los hijos herencia que da el Señor, son los descendientes una recompensa".
La matanza de Newtown; somos culpables
Cuando me enteré de la más reciente tragedia masiva acontecida ayer en una escuela elemental en Connecticut, donde un pistolero acabó con la vida de 27 personas, incluyendo 20 niños inocentes, una sensación de urgencia cruzó por mi ser y lo primero que me provocó fue acercarme a mi hijo mayor y en un simple acto echarle el brazo y darle un beso.
Estábamos en un lugar público, esperando porque mi hijo menor se presentara en una actividad en que la Rondalla de la Escuela Libre de Música de Humacao, a la que pertenece, ofreciera una breve selección de temas navideños a empleados de la Corporación del Fondo del Seguro del Estado.
Cuando lo escuché interpretar el cuatro, instrumento típico puertorriqueño, sentí orgullo y esta vez no por la música que nos distingue como pueblo y que en efecto, aprecio también. Esta vez sentí orgullo por escuchar en las notas de su instrumento el progreso que ha dado, y porque por la bendición de Dios, que me ha regalado la vida, he tenido la oportunidad de atestiguar ese crecimiento cuando practica en mi casa o cuando asisto a una de sus presentaciones.
Fueron dos situaciones y sentimientos tan personales que comparto porque, por un lado, reconozco que trágicamente ya varias familias cuyos hijos resultaron víctimas de esta masacre en el tranquilo pueblo de Newtown no tendrán la misma oportunidad que tengo yo aún, por lo que clamo a Dios que le brinde consuelo a estas familias dolidas por la tragedia.
Por el otro, y sin ánimos de querer jugar el papel de sicólogo ni siquiatra, sé que la rabia, el rencor, el odio, el desprecio por la vida y tantas otras cosas que puedan estar pasando por la cabeza de una persona que dispara al azar contra inocentes no se debe solo a una posible condición mental.
Esa rabia y desprecio por la vida que vemos a diario en nuestro Puerto Rico con las noticias de jóvenes que se matan en las calles, o personas que disparan de carro a carro sin importar qué inocente pueda estar cruzando cerca de su camino, se debe a la falta de amor, al desprecio, al maltrato, a la indiferencia de muchos padres hacia sus hijos.
Se debe a que muchos padres, estando físicamente en sus hogares, no están en la vida de sus hijos. Y de ese mal todos hemos pecado y por eso, ayer, cuando me enteré de la tragedia de Connecticut, me sentí culpable porque en ocasiones también he puesto más interés en mis cosas y no he escuchado como es debido a mis hijos cuando tienen algo que contar, por simple que sea.
Cuando oigo que la violencia que viven los países se debe a la falta de oportunidades, a la desigualdad social o a la pobreza, siento lástima porque aunque no pretendo saber más que los expertos, creo que la principal razón para esta violencia, esa rebeldía o ese rencor que sienten muchos jóvenes contra su propia familia, contra la sociedad o con cualquiera que se le pare al frente aun sin conocerlo, se debe al desamor del que también fueron víctimas.
No es que me esté poniendo del lado del victimario que arrasó con la vida de estos niñitos en Connecticut. Pero es que mientras sigan habiendo familias afanadas con tener dos y tres trabajos a costa de que sus hijos a penas vean a sus padres, seguiremos siendo culpables de esta y otras tragedias.
Mientras no estemos dispuestos a sacrificar el lujo, aunque sea por unos años, con tal de pasar más tiempo con esos pequeños, seguiremos criando seres insensibles que a la misma vez crecen con coraje en su subconsciente, por el rechazo que han vivido en su propia cuna.
Con los afanes de la vida, la prisa que se vive y por culpa de los mitos, se escuchan cosas tan ilógicas que se repiten generación tras generación como, 'si el bebé llora mucho, déjalo que llore para que no se mal acostumbre', o 'déjalo que llore que eso le expande los pulmones'.
Lo peor de todo es que somos los primeros que queremos creer esas barbaridades para así procurar nuestra comodidad. Recuerdo el 'shock' que me causó cuando el pediatra de nuestros niños, cuando eran recién nacidos, nos dijo todo lo contrario a lo que ya habíamos escuchado tantas veces: 'cuantas veces lloren, cójanlos... si se 'engríen', de eso se trata'.
Al principio me chocó, pero luego entendí con el tiempo que las palabras del Dr. Mario Ramírez Carmoega eran ciertas. De eso se trata. De no seguir la corriente del mundo en lo que está mal, sino al contrario, de dar amor y todo el amor que se pueda a nuestros niños, porque en el mañana tendremos seres más saludables mental y emocionalmente.
Contrario a los mitos ridículos, no serán ni personas débiles ni inseguras. Al contrario, serán más estables y más seguros de sí mismos.
No soy un papá perfecto. Y a veces tengo que luchar con sentimientos de culpa porque como padre uno quisiera tener un librito de instrucciones de la perfección para criar los hijos. Y a veces uno se dice a sí mismo, si hubiera actuado de tal forma.
Pero algo que aprendí de un amigo pastor hace varios años, es que cuando cometiera algún error con mis hijos, o los ofendiera, tuviera el valor de pedirles perdón, por más pequeños que fueran. Eso no sería rebajarme. Al contrario, sería darles una lección de humildad, y a la vez de respeto y amor.
Como dije antes, no pretendo saber más que los expertos, pero ese coraje y rebeldía hacia la vida en algunos jóvenes lo he visto. Jóvenes cuyos padres delegan su cuidado y protección en otros familiares, como abuelos o hasta vecinos o amigos, mientras los progenitores están tan ocupados en sus cosas.
Padres que en su ceguera, dejan que sean otros quienes los lleven y traigan de la escuela, hagan las asignaciones con ellos, vayan al parque a las prácticas, a las clases de música, etc.
En el peor de los casos, son niños que no tienen ninguna de esas alternativas de esparcimiento, pues muchas veces son los abuelos los que los cuidan, mientras los padres están muy ocupados en sus trabajos. Así, tenemos a niños criándose en un entorno completamente de adultos que no conocen sus intereses.
Lo he visto. Son esos casos en que luego el joven se torna agresivo contra el mismo que lo cuida, e incluso con sus padres porque en su interior, tiene rencor guardado y no sabe por qué. Pero tiene coraje porque cuando es papá y mamá quienes debieran estar dándole sus atenciones, es otra persona quien lo está viendo crecer y quien ve los momentos más trascendentales del niño.
No estoy juzgando a las parejas en cuyos hogares deben trabajar ambos. Hasta hay que aplaudir a aquellas parejas que lo hacen, sin descuidar a sus hijos ni delegar demasiado lo que a ellos corresponde.
Pero a la misma vez creo que la formación de seres humanos estables, y no de una bomba de tiempo que luego nos explote en la cara, bien merece el sacrificio durante los primeros años del niño. Me refiero a que uno de los dos, papá o mamá, esté con ellos a tiempo completo.
Ayer, al salir de la actividad que mencioné al principio, acudí luego a hacer unas compras y mientras mis chicos caminaban al frente con el carrito en un supermercado, desde atrás observaba junto a mi esposa lo rápido que han crecido. Ya son adolescentes. Y creo que algún día le agradecerán especialmente a su madre, que ellos fueron su prioridad en sus primeros años de vida y luego en sus primeros años en la escuela. No el ejercer la profesión que estudió.
El problema es cuando todo lo miramos desde 'mi conveniencia, mis intereses, mis metas', y no desde la posición que debemos asumir como esposos y padres, que es la de 'nuestros intereses, nuestro bienestar'.
Digo esto porque muchas veces no sabemos reconocer que nuestra vida pasa por distintas etapas. Y en esto de formar familia, hacer un detente cuando haya que hacerlo por el bien de la crianza de los hijos, no debe verse como sacrificar la carrera o la profesión.
Posiblemente me gane el desprecio por 'osar' sugerir tal cosa. Pero antes de que la emprendas contra mí, o de que te sientas ofendido u ofendida por lo que acabo de plantear, ¿por qué no miras a tus pequeños hijos, o a tus adolescentes, y te preguntas si vale la pena el esfuerzo?
Como dice el Salmo 127:3, "Son los hijos herencia que da el Señor, son los descendientes una recompensa".