Mensaje de Henry Ward Beecher recibido el 5 de julio de 1915 por James E. Padgett.
El Rev. Beecher, clérigo de la iglesia congregacional, fue uno de los mejores oradores del s. XIX estadounidense. A su muerte [8 de marzo de 1887] el historiador William G. McLoughlin dijo que Beecher, mucho más que un popular predicador, fue toda una institución nacional. Cuando dictó estas palabras ya hacía algo más de 28 años que residía en el mundo del espíritu.
Soy tu amigo y hermano en el Amor y el deseo del Reino. Soy Henry Ward Beecher, ahora un espíritu. Vivo en la séptima esfera [algunos lo llamarían el séptimo cielo], y aunque ya no soy el mismo que cuando estaba en la tierra, aún tengo el deseo de dar a conocer a los hombres las pensamientos que surgen en mí acerca de Dios y la relación de los hombres con Él y Su Reino. Ahora soy un creyente en Jesús como nunca lo fui en la tierra, y puede que sorprenda saber que cuando estuve en la tierra, sin importar lo que yo haya predicado a mi pueblo, en mi corazón miraba a Jesús como un simple hombre de los judíos, y no muy diferente de otros grandes reformadores que habían vivido y enseñado en la tierra las verdades morales que tendían a hacer mejores a los hombres y les hacían vivir vidas más correctas y justas.
Pero desde que he estado en el mundo del espíritu y he tenido las experiencias que mi vida aquí me ha dado, y desde que he encontrado el camino hacia el Amor Divino de Dios y hacia Su Reino, he descubierto y ahora sé que Jesús era más que un simple reformador. No sólo fue un maestro bueno y justo que vivió la vida como tal maestro, sino que fue el verdadero hijo de Dios y Su mensajero para traer al mundo las verdades de la inmortalidad y del Amor Divino del Padre, así como la manera de obtenerlo. Él fue en verdad el Camino, la Verdad y la Vida como ningún otro maestro antes de él lo fue.
Sé que se enseña –y yo lo creí cuando estuve en la tierra– que muchas religiones y maestros paganos afirmaron y trataron de enseñar a la humanidad la inmortalidad del alma y, conforme los hombres entendieron el significado de la palabra inmortalidad, esas enseñanzas fueron más o menos satisfactorias. Pero ahora veo que su concepción de la inmortalidad era simplemente la de una continuidad de la vida tras lo que se llama muerte. ¡Pero cuán diferente es el significado así enseñado del verdadero significado de la palabra! La inmortalidad significa mucho más que la mera continuación de la vida. Significa no sólo una prolongación de la vida, sino una vida que tiene en ella el Amor Divino o Esencia del Padre, la cual hace una Divinidad en sí del espíritu que tenga ese Amor, y no el sujeto de muerte de ningún tipo.
Sólo por el hecho de que siga viviendo en el mundo de los espíritus, ningún simple espíritu tiene esta inmortalidad, y en base a ese hecho no puede concebir que, por alguna posibilidad, esa continuidad de vida pueda alguna vez ser detenida o terminada. Ninguno de esos espíritus sabe que eso sea cierto, porque nunca ha sido demostrado como un hecho, ni va a poderse demostrar hasta que la eternidad haya llegado a su fin. Tal espíritu no es diferente en su esencia y potencialidades de lo que era cuando estaba envuelto en la carne, y no tiene mayores razones para creer que es inmortal que las que tenía cuando estuvo en la tierra.
Una especulación y un hecho probado son dos cosas enteramente distintas, si bien en el caso de algunos espíritus, así como hombres, la especulación llega a ser certeza casi tanto como un hecho probado. Pero no hay justificación para confiar en conclusiones extraídas de la mera especulación, y el espíritu o el hombre que lo haga puede, en las grandes operaciones de la eternidad, encontrarse no sólo errado, sino sorprendido más allá de lo imaginable por las eventualidades que tales operaciones puedan provocar.
Así pues, digo que antes de la venida de Jesús la inmortalidad no había sido traída a la luz, ni pudo haberlo sido, puesto que la inmortalidad no existía para la humanidad ni siquiera como posibilidad.
Quedé muy sorprendido cuando descubrí el verdadero significado de la palabra, tal como quedarán los hombres que puedan leer esta comunicación o sepan de su trascendencia. La esperanza de Sócrates, de Platón o de Pitágoras era sólo una esperanza, fortalecida por los razonamientos de grandes mentes y complementada por un gran desarrollo de las cualidades del alma, pero al fin y al cabo era sólo esperanza: faltaba conocimiento. Y aunque se hubieran dado cuenta –como todo parece indicar– de que los espíritus de los hombres que partieron regresaron y les informaron de que no existía tal cosa como la muerte del espíritu o del alma, aún así tales experiencias no les demostraron nada, más allá del hecho de que, por el momento, la vida era continua.
Y dado que el cambio es la ley tanto en el mundo del espíritu como en la tierra, ellos no podrían decir, con la certeza del conocimiento, que no podría darse algún cambio en el mundo del espíritu que rompiera o dejara anulada la continuidad de la existencia.
Tomemos como ejemplo al niño pequeño cuando su intelecto no se ha desarrollado lo suficiente como para comprender que existe algo llamado la muerte del cuerpo físico, y cree, si es que piensa, que seguirá viviendo por siempre en la tierra. Lo mismo ocurre con esos filósofos que tenían la esperanza de una vida futura continua y con los espíritus que –al vivir tras la muerte– saben que hay una vida continua: que piensan que ese vivir debe de ser un estado fijo, y que necesariamente tiene que extenderse por siempre.
Como digo, no está demostrado que esa vida vaya a prolongarse por siempre; sin embargo, por otra parte, tampoco se ha demostrado que no lo hará, y por tanto ningún espíritu puede decir que es inmortal a menos que sea partícipe de la Esencia Divina, y de ningún sabio filósofo o maestro religioso antes de la venida de Jesús pudo haberse dicho que trajo a la luz la inmortalidad. Si bien la esperanza y la especulación existen como hijas del deseo, ahí el conocimiento está ausente y no existe certeza.
Así pues, la inmortalidad en la que los hombres creían y en la que se consolaban creyendo, era la inmortalidad que creaba la esperanza y la que validaba la especulación; y las experiencias de los hombres al comunicarse con los espíritus mostraron que la muerte no había aniquilado al individuo. Empero la esperanza, la especulación y la experiencia no crearon conocimiento.
Cuando Jesús vino trajo consigo no sólo esperanza, sino también conocimiento de la verdad. No muchos hombres lo han comprendido, ni han entendido la razón o fundamento de tal conocimiento, y las facultades de razonamiento de los hombres no bastaron para mostrar las verdaderas razones de tal conocimiento. Y por extraño que parezca, los estudiantes y comentaristas de la Biblia nunca han desvelado el verdadero cimiento sobre el cual existe ese conocimiento.
Confieso que en mi vida, siendo un gran estudiante de la Biblia, nunca comprendí el verdadero significado de cómo o de qué manera Jesús sacó a la luz la inmortalidad. Pensé, como muchos otros ahora, que su muerte y resurrección fueron las cosas que mostraron a la humanidad la realidad de la inmortalidad. Pero como veo ahora, esas cosas no demostraron más que lo que demostraron los numerosos casos registrados en el Antiguo Testamento y en los escritos seculares de los filósofos y adeptos de la India y Egipto: que había una existencia después de la llamada muerte.
Y muchos que cuestionan el hecho de que Jesús sacó a la luz la inmortalidad basan sus argumentos en este otro hecho: que él fue sólo uno de muchos que habían muerto y luego vinieron a los mortales y mostraron que todavía vivían como espíritus. Por eso digo, tal como no lo creí mientras estuve en la tierra, que el mero hecho de la resurrección de Jesús no demuestra la inmortalidad.
Entonces, ¿qué he aprendido que es la inmortalidad desde que estoy en el mundo de los espíritus? Mis poderes de razonamiento son mucho mayores ahora que cuando estuve en la tierra; mis facultades perceptivas se han vuelto más agudas y mi experiencia con las leyes del mundo del espíritu me ha dado un gran conocimiento. Pero todo esto no me habría dado por sí solo el conocimiento de la inmortalidad si el mismísimo Jesús no me la hubiera explicado y demostrado por su propia condición y la de muchos espíritus en las esferas superiores. Ahora, debido al actual desarrollo de mi alma, soy un poseedor de ese conocimiento.
Sólo el Padre es Inmortal, y sólo aquellos a quienes Él les da Sus Atributos de Inmortalidad pueden volverse Inmortales como lo es Él. El Amor es el gran principio de la Inmortalidad, y con esto me refiero al Amor Divino del Padre, y no al amor natural de la criatura. Aquel que posee este Amor Divino llega a ser, por así decirlo, parte de Él, o Él llega a ser parte de él, y en Sus operaciones este Amor le hace semejante al Padre. En otras palabras, un espíritu que posee este Amor Divino se vuelve parte de la Divinidad misma y, en consecuencia, Inmortal, y entonces ya no existe ninguna posibilidad de que llegue a ser privado de este elemento de la Divinidad.
Ningún espíritu es inmortal cuando aún existe alguna posibilidad de que sea privado de esa inmortalidad. Incluso Dios Mismo, si pudiera ser privado de esa gran Cualidad, no sería inmortal. Y así como es imposible quitarle al Padre ese gran Atributo, así es imposible que pierda su inmortalidad el espíritu que alguna vez obtuvo este Amor Divino del Padre.
Así que, como ves, la inmortalidad llega al espíritu únicamente con la posesión del Amor Divino, y ese Amor no se otorga a todos los espíritus, sino sólo a aquellos que lo buscan de la manera mostrada a la humanidad por Jesús.
La muerte no trae al mortal la Inmortalidad, y por el hecho de que su espíritu sobreviva a su muerte no se sigue que la Inmortalidad se convierta en parte de su existencia en tanto que espíritu.
Por eso digo que cuando Jesús trajo al mundo el conocimiento del otorgamiento de este Amor Divino del Padre a los mortales bajo ciertas condiciones y asimismo les mostró el Camino por el que ese Gran Obsequio podría ser obtenido, sacó a la luz la Inmortalidad y la Vida, y antes de él ningún hombre o espíritu había sacado a la luz estos Grandes Dones.
Ahora soy partícipe, hasta cierto punto, del Amor Divino, y tengo ante mí la posibilidad de obtenerlo en su máxima extensión, tal como lo prometió el Maestro a todos los que lo busquen en verdad y con fe.
Con mis cordiales saludos, soy, muy sinceramente tuyo, Henry Ward Beecher
El Rev. Beecher, clérigo de la iglesia congregacional, fue uno de los mejores oradores del s. XIX estadounidense. A su muerte [8 de marzo de 1887] el historiador William G. McLoughlin dijo que Beecher, mucho más que un popular predicador, fue toda una institución nacional. Cuando dictó estas palabras ya hacía algo más de 28 años que residía en el mundo del espíritu.
Soy tu amigo y hermano en el Amor y el deseo del Reino. Soy Henry Ward Beecher, ahora un espíritu. Vivo en la séptima esfera [algunos lo llamarían el séptimo cielo], y aunque ya no soy el mismo que cuando estaba en la tierra, aún tengo el deseo de dar a conocer a los hombres las pensamientos que surgen en mí acerca de Dios y la relación de los hombres con Él y Su Reino. Ahora soy un creyente en Jesús como nunca lo fui en la tierra, y puede que sorprenda saber que cuando estuve en la tierra, sin importar lo que yo haya predicado a mi pueblo, en mi corazón miraba a Jesús como un simple hombre de los judíos, y no muy diferente de otros grandes reformadores que habían vivido y enseñado en la tierra las verdades morales que tendían a hacer mejores a los hombres y les hacían vivir vidas más correctas y justas.
Pero desde que he estado en el mundo del espíritu y he tenido las experiencias que mi vida aquí me ha dado, y desde que he encontrado el camino hacia el Amor Divino de Dios y hacia Su Reino, he descubierto y ahora sé que Jesús era más que un simple reformador. No sólo fue un maestro bueno y justo que vivió la vida como tal maestro, sino que fue el verdadero hijo de Dios y Su mensajero para traer al mundo las verdades de la inmortalidad y del Amor Divino del Padre, así como la manera de obtenerlo. Él fue en verdad el Camino, la Verdad y la Vida como ningún otro maestro antes de él lo fue.
Sé que se enseña –y yo lo creí cuando estuve en la tierra– que muchas religiones y maestros paganos afirmaron y trataron de enseñar a la humanidad la inmortalidad del alma y, conforme los hombres entendieron el significado de la palabra inmortalidad, esas enseñanzas fueron más o menos satisfactorias. Pero ahora veo que su concepción de la inmortalidad era simplemente la de una continuidad de la vida tras lo que se llama muerte. ¡Pero cuán diferente es el significado así enseñado del verdadero significado de la palabra! La inmortalidad significa mucho más que la mera continuación de la vida. Significa no sólo una prolongación de la vida, sino una vida que tiene en ella el Amor Divino o Esencia del Padre, la cual hace una Divinidad en sí del espíritu que tenga ese Amor, y no el sujeto de muerte de ningún tipo.
Sólo por el hecho de que siga viviendo en el mundo de los espíritus, ningún simple espíritu tiene esta inmortalidad, y en base a ese hecho no puede concebir que, por alguna posibilidad, esa continuidad de vida pueda alguna vez ser detenida o terminada. Ninguno de esos espíritus sabe que eso sea cierto, porque nunca ha sido demostrado como un hecho, ni va a poderse demostrar hasta que la eternidad haya llegado a su fin. Tal espíritu no es diferente en su esencia y potencialidades de lo que era cuando estaba envuelto en la carne, y no tiene mayores razones para creer que es inmortal que las que tenía cuando estuvo en la tierra.
Una especulación y un hecho probado son dos cosas enteramente distintas, si bien en el caso de algunos espíritus, así como hombres, la especulación llega a ser certeza casi tanto como un hecho probado. Pero no hay justificación para confiar en conclusiones extraídas de la mera especulación, y el espíritu o el hombre que lo haga puede, en las grandes operaciones de la eternidad, encontrarse no sólo errado, sino sorprendido más allá de lo imaginable por las eventualidades que tales operaciones puedan provocar.
Así pues, digo que antes de la venida de Jesús la inmortalidad no había sido traída a la luz, ni pudo haberlo sido, puesto que la inmortalidad no existía para la humanidad ni siquiera como posibilidad.
Quedé muy sorprendido cuando descubrí el verdadero significado de la palabra, tal como quedarán los hombres que puedan leer esta comunicación o sepan de su trascendencia. La esperanza de Sócrates, de Platón o de Pitágoras era sólo una esperanza, fortalecida por los razonamientos de grandes mentes y complementada por un gran desarrollo de las cualidades del alma, pero al fin y al cabo era sólo esperanza: faltaba conocimiento. Y aunque se hubieran dado cuenta –como todo parece indicar– de que los espíritus de los hombres que partieron regresaron y les informaron de que no existía tal cosa como la muerte del espíritu o del alma, aún así tales experiencias no les demostraron nada, más allá del hecho de que, por el momento, la vida era continua.
Y dado que el cambio es la ley tanto en el mundo del espíritu como en la tierra, ellos no podrían decir, con la certeza del conocimiento, que no podría darse algún cambio en el mundo del espíritu que rompiera o dejara anulada la continuidad de la existencia.
Tomemos como ejemplo al niño pequeño cuando su intelecto no se ha desarrollado lo suficiente como para comprender que existe algo llamado la muerte del cuerpo físico, y cree, si es que piensa, que seguirá viviendo por siempre en la tierra. Lo mismo ocurre con esos filósofos que tenían la esperanza de una vida futura continua y con los espíritus que –al vivir tras la muerte– saben que hay una vida continua: que piensan que ese vivir debe de ser un estado fijo, y que necesariamente tiene que extenderse por siempre.
Como digo, no está demostrado que esa vida vaya a prolongarse por siempre; sin embargo, por otra parte, tampoco se ha demostrado que no lo hará, y por tanto ningún espíritu puede decir que es inmortal a menos que sea partícipe de la Esencia Divina, y de ningún sabio filósofo o maestro religioso antes de la venida de Jesús pudo haberse dicho que trajo a la luz la inmortalidad. Si bien la esperanza y la especulación existen como hijas del deseo, ahí el conocimiento está ausente y no existe certeza.
Así pues, la inmortalidad en la que los hombres creían y en la que se consolaban creyendo, era la inmortalidad que creaba la esperanza y la que validaba la especulación; y las experiencias de los hombres al comunicarse con los espíritus mostraron que la muerte no había aniquilado al individuo. Empero la esperanza, la especulación y la experiencia no crearon conocimiento.
Cuando Jesús vino trajo consigo no sólo esperanza, sino también conocimiento de la verdad. No muchos hombres lo han comprendido, ni han entendido la razón o fundamento de tal conocimiento, y las facultades de razonamiento de los hombres no bastaron para mostrar las verdaderas razones de tal conocimiento. Y por extraño que parezca, los estudiantes y comentaristas de la Biblia nunca han desvelado el verdadero cimiento sobre el cual existe ese conocimiento.
Confieso que en mi vida, siendo un gran estudiante de la Biblia, nunca comprendí el verdadero significado de cómo o de qué manera Jesús sacó a la luz la inmortalidad. Pensé, como muchos otros ahora, que su muerte y resurrección fueron las cosas que mostraron a la humanidad la realidad de la inmortalidad. Pero como veo ahora, esas cosas no demostraron más que lo que demostraron los numerosos casos registrados en el Antiguo Testamento y en los escritos seculares de los filósofos y adeptos de la India y Egipto: que había una existencia después de la llamada muerte.
Y muchos que cuestionan el hecho de que Jesús sacó a la luz la inmortalidad basan sus argumentos en este otro hecho: que él fue sólo uno de muchos que habían muerto y luego vinieron a los mortales y mostraron que todavía vivían como espíritus. Por eso digo, tal como no lo creí mientras estuve en la tierra, que el mero hecho de la resurrección de Jesús no demuestra la inmortalidad.
Entonces, ¿qué he aprendido que es la inmortalidad desde que estoy en el mundo de los espíritus? Mis poderes de razonamiento son mucho mayores ahora que cuando estuve en la tierra; mis facultades perceptivas se han vuelto más agudas y mi experiencia con las leyes del mundo del espíritu me ha dado un gran conocimiento. Pero todo esto no me habría dado por sí solo el conocimiento de la inmortalidad si el mismísimo Jesús no me la hubiera explicado y demostrado por su propia condición y la de muchos espíritus en las esferas superiores. Ahora, debido al actual desarrollo de mi alma, soy un poseedor de ese conocimiento.
Sólo el Padre es Inmortal, y sólo aquellos a quienes Él les da Sus Atributos de Inmortalidad pueden volverse Inmortales como lo es Él. El Amor es el gran principio de la Inmortalidad, y con esto me refiero al Amor Divino del Padre, y no al amor natural de la criatura. Aquel que posee este Amor Divino llega a ser, por así decirlo, parte de Él, o Él llega a ser parte de él, y en Sus operaciones este Amor le hace semejante al Padre. En otras palabras, un espíritu que posee este Amor Divino se vuelve parte de la Divinidad misma y, en consecuencia, Inmortal, y entonces ya no existe ninguna posibilidad de que llegue a ser privado de este elemento de la Divinidad.
Ningún espíritu es inmortal cuando aún existe alguna posibilidad de que sea privado de esa inmortalidad. Incluso Dios Mismo, si pudiera ser privado de esa gran Cualidad, no sería inmortal. Y así como es imposible quitarle al Padre ese gran Atributo, así es imposible que pierda su inmortalidad el espíritu que alguna vez obtuvo este Amor Divino del Padre.
Así que, como ves, la inmortalidad llega al espíritu únicamente con la posesión del Amor Divino, y ese Amor no se otorga a todos los espíritus, sino sólo a aquellos que lo buscan de la manera mostrada a la humanidad por Jesús.
La muerte no trae al mortal la Inmortalidad, y por el hecho de que su espíritu sobreviva a su muerte no se sigue que la Inmortalidad se convierta en parte de su existencia en tanto que espíritu.
Por eso digo que cuando Jesús trajo al mundo el conocimiento del otorgamiento de este Amor Divino del Padre a los mortales bajo ciertas condiciones y asimismo les mostró el Camino por el que ese Gran Obsequio podría ser obtenido, sacó a la luz la Inmortalidad y la Vida, y antes de él ningún hombre o espíritu había sacado a la luz estos Grandes Dones.
Ahora soy partícipe, hasta cierto punto, del Amor Divino, y tengo ante mí la posibilidad de obtenerlo en su máxima extensión, tal como lo prometió el Maestro a todos los que lo busquen en verdad y con fe.
Con mis cordiales saludos, soy, muy sinceramente tuyo, Henry Ward Beecher