PEDRO ABELARDO. LA IGLESIA Y LA ETÍOPE.
(...)
Dichoso cambio de tu estado conyugal: esposa antiguamente de un ser miserable [el propio Abelardo], te has elevado hasta la cama del Rey de reyes y ese privilegio honorable te ha colocado por encima no sólo de tu esposo humano, sino de todos los servidores de este Rey. No te sorprendas, pues, si yo me encomiendo muy especialmente, vivo o muerto, a tus plegarias: todo el mundo sabe que la intercesión de una esposa ante su Esposo tiene más peso que la de todo el resto de la familia; la Señora tiene más crédito que la sierva. Una expresión típica de esta prerrogativa nos ha sido dada a propósito de la reina, esposa del soberano Rey, en el salmo: "La reina está sentada a la derecha". Es decir, de una manera más explícita: unida a su esposo por el lazo más estrecho, ella está situada a su costado y camina a su mismo nivel, mientras que todos los demás lo hacen a distancia y le siguen de lejos. La esposa del Cantar, esa etíope con la cual Moisés, si puedo interpretar así los textos, se unió, escribe, orgullosa ante la idea de su propio privilegio: "Yo soy negra, pero bella, oh hijas de Jerusalén. Es por eso por lo que el rey me ama y me introduce en su habitación". Y agrega: "No penséis que soy morena, pues el sol ha cambiado el color de mi piel". Generalmente, es cierto, se aplican estas palabras al alma contemplativa, designada de manera especial como la esposa de Cristo. Sin embargo, como testimonia tu hábito monacal, se aplican todavía más adecuadamente a ti. En efecto, esas telas negras y de un tejido basto, semejantes a las que llevan en su duelo las santas viudas que lloran a un muerto querido, demuestran que tú y tus hermanas estáis verdaderamente en el mundo, según palabras del apóstol, como esas viudas inconsolables que la Iglesia debe mantener con sus dineros. La Escritura describe el dolor de estas esposas: "Las mujeres sentadas cerca del sepulcro se lamentaban y lloraban al Señor".
La etíope tiene la piel negra y parece, exteriormente, menos bella que las otras mujeres. Pero, interiormente, lejos de ser inferior, las supera en blancura y brillo: también por los huesos, por los dientes. La blancura de sus dientes es alabada por el esposo, quien declara: "Sus dientes son más blancos que la leche". Negra por fuera, bella por dentro: las vicisitudes y las tribulaciones de la vida han afligido su cuerpo y ennegrecido el exterior de su cuerpo, según las palabras del apóstol: "Todos aquellos que quieren vivir piadosamente en Cristo deberán sufrir adversidades". Del mismo modo que el color blanco es un símbolo de prosperidad, puede decirse que el negro representa la desgracia. Interiormente, la esposa es blanca por sus huesos, pues su alma es rica en virtudes. Está escrito: "Toda gloria de la mujer del Rey viene de adentro". Los huesos, en el interior del hombre, recubiertos por la carne, de la cual constituyen la solidez y la fuerza, de la cual son guía y apoyo, representan el alma que vivifica, sostiene, mueve y rige el cuerpo donde ella reside, comunicándole su firmeza. Su blancura y su belleza son las virtudes por las cuales se adorna. Ella es negra por fuera, pues mientras viaja, exiliada, sobre la tierra, permanece en la abyección. Pero desde que se traslada a esa otra vida oculta a Dios con Cristo, toma posesión de su verdadera patria.
El sol cambia en verdad el color de su piel, pues el amor de su esposo celestial la humilla y la abruma de pruebas, por temor a que la prosperidad la enorgullezca. Cambia el color de su piel, es decir, la vuelve diferente a las otras mujeres que aspiran a los bienes de este mundo y buscan la gloria. A través de la humanidad, él hace de ella un verdadero lirio de los valles: no un lirio de montaña, como las vírgenes necias que, infatuadas de su pureza corporal y de sus prácticas de abstinencia, se secan al fuego de las tentaciones. Es con toda justicia, pues, como dirigiéndose a las hijas de Jerusalén, es decir, a las fieles imperfectas que merecen más el hombre de "hijas", más que el de "hijos", ella dice: "No penséis que soy morena, pues el sol ha cambiado el color de mi piel". En otras palabras: ni mi humildad, ni mi fuerza en la adversidad nacen de mi virtud propia, sino de la gracia de Aquel a quien sirvo.
Los herejes y los hipócritas, por el contrario, simulan ante la faz del mundo una vana mortificación y una humildad de la cual esperan sacar provecho terrestre. Una humildad voluntaria tan vil, una fuerza de alma tan pervertida, constituyen para mí una inagotable fuente de asombro. ¿Esta clase de gente no son los más miserables de los seres, frustrándose a sí mismos los bienes de esta vida y sin esperanza de recompensa eterna? Ante esta idea, la esposa escribe: "No te sorprendas si actúo igual". Nuestro único motivo válido de sorpresa es la vanidad de esos hombres que, afligiéndose con vistas a la gloria terrestre, pierden a la vez el tiempo y la eternidad. Tal es la continencia de las vírgenes necias, rechazadas del umbral del esposo. Pero aquella que a la vez es negra y bella declara con razón que el rey la ama y la introduce en su habitación, es decir, en el secreto y el reposo de la contemplación, en el lecho donde ella dice: "Durante las noches, he buscado en mi cama a aquel que ama mi alma".
La fealdad de su piel negra prefiere, en efecto, la sombra a la luz, la soledad a la muchedumbre. Tal esposa aspira, junto a su esposo, a placeres más secretos que públicos, ama más el contacto oscuro del lecho que el espectáculo de la mesa. Muchas veces ocurre que la piel de las mujeres negras, menos dulce a la mirada, lo es más al tacto, y que los júbilos ocultos de su amor son más emocionantes que aquellos que transcurren en público. Así, sus maridos, para gozar plenamente de ellas, prefieren introducirlas en su habitación, antes que mostrarlas al mundo. Es en virtud de esta metáfora por lo que la esposa espiritual, después de haber declarado: "Yo soy negra, pero bella", agrega enseguida: "Es por eso por lo que el rey me ama y me introduce en su habitación".
Ella establece, de este modo, la relación de causa y efecto: porque es bella, el rey la ama; porque es negra, la introduce en su habitación. Bella, como dije, por sus virtudes interiores, a las cuales el esposo es sensible; negra por la sucesión de adversidades que la ha marcado exteriormente. Esta negrura, efecto de las turbaciones corporales, aleja fácilmente el espíritu de los cristianos del amor de los bienes terrenales y dirige los deseos hacia la vida eterna. Muchas veces los conduce a abandonar una época tumultuosa por las soledades de la contemplación. Fue de este modo como, según San Jerónimo, el apóstol Pablo abrazó el primero la vida monacal, la nuestra. La bastedad de nuestra vestimenta nos convida a una existencia retirada antes que mundana; es la mejor custodia de la pobreza y del silencio que conviene a nuestra profesión. Nada impulsa más a una vida pública que la elegancia en el vestido. Con ésta, no se busca otra cosa más que una vana gloria y las pompas del siglo. "Nadie se maquilla para permanecer oculto, dice San Gregorio, sino para ser visto".
Pedro Abelardo. Correspondencia con Heloísa.
(...)
Dichoso cambio de tu estado conyugal: esposa antiguamente de un ser miserable [el propio Abelardo], te has elevado hasta la cama del Rey de reyes y ese privilegio honorable te ha colocado por encima no sólo de tu esposo humano, sino de todos los servidores de este Rey. No te sorprendas, pues, si yo me encomiendo muy especialmente, vivo o muerto, a tus plegarias: todo el mundo sabe que la intercesión de una esposa ante su Esposo tiene más peso que la de todo el resto de la familia; la Señora tiene más crédito que la sierva. Una expresión típica de esta prerrogativa nos ha sido dada a propósito de la reina, esposa del soberano Rey, en el salmo: "La reina está sentada a la derecha". Es decir, de una manera más explícita: unida a su esposo por el lazo más estrecho, ella está situada a su costado y camina a su mismo nivel, mientras que todos los demás lo hacen a distancia y le siguen de lejos. La esposa del Cantar, esa etíope con la cual Moisés, si puedo interpretar así los textos, se unió, escribe, orgullosa ante la idea de su propio privilegio: "Yo soy negra, pero bella, oh hijas de Jerusalén. Es por eso por lo que el rey me ama y me introduce en su habitación". Y agrega: "No penséis que soy morena, pues el sol ha cambiado el color de mi piel". Generalmente, es cierto, se aplican estas palabras al alma contemplativa, designada de manera especial como la esposa de Cristo. Sin embargo, como testimonia tu hábito monacal, se aplican todavía más adecuadamente a ti. En efecto, esas telas negras y de un tejido basto, semejantes a las que llevan en su duelo las santas viudas que lloran a un muerto querido, demuestran que tú y tus hermanas estáis verdaderamente en el mundo, según palabras del apóstol, como esas viudas inconsolables que la Iglesia debe mantener con sus dineros. La Escritura describe el dolor de estas esposas: "Las mujeres sentadas cerca del sepulcro se lamentaban y lloraban al Señor".
La etíope tiene la piel negra y parece, exteriormente, menos bella que las otras mujeres. Pero, interiormente, lejos de ser inferior, las supera en blancura y brillo: también por los huesos, por los dientes. La blancura de sus dientes es alabada por el esposo, quien declara: "Sus dientes son más blancos que la leche". Negra por fuera, bella por dentro: las vicisitudes y las tribulaciones de la vida han afligido su cuerpo y ennegrecido el exterior de su cuerpo, según las palabras del apóstol: "Todos aquellos que quieren vivir piadosamente en Cristo deberán sufrir adversidades". Del mismo modo que el color blanco es un símbolo de prosperidad, puede decirse que el negro representa la desgracia. Interiormente, la esposa es blanca por sus huesos, pues su alma es rica en virtudes. Está escrito: "Toda gloria de la mujer del Rey viene de adentro". Los huesos, en el interior del hombre, recubiertos por la carne, de la cual constituyen la solidez y la fuerza, de la cual son guía y apoyo, representan el alma que vivifica, sostiene, mueve y rige el cuerpo donde ella reside, comunicándole su firmeza. Su blancura y su belleza son las virtudes por las cuales se adorna. Ella es negra por fuera, pues mientras viaja, exiliada, sobre la tierra, permanece en la abyección. Pero desde que se traslada a esa otra vida oculta a Dios con Cristo, toma posesión de su verdadera patria.
El sol cambia en verdad el color de su piel, pues el amor de su esposo celestial la humilla y la abruma de pruebas, por temor a que la prosperidad la enorgullezca. Cambia el color de su piel, es decir, la vuelve diferente a las otras mujeres que aspiran a los bienes de este mundo y buscan la gloria. A través de la humanidad, él hace de ella un verdadero lirio de los valles: no un lirio de montaña, como las vírgenes necias que, infatuadas de su pureza corporal y de sus prácticas de abstinencia, se secan al fuego de las tentaciones. Es con toda justicia, pues, como dirigiéndose a las hijas de Jerusalén, es decir, a las fieles imperfectas que merecen más el hombre de "hijas", más que el de "hijos", ella dice: "No penséis que soy morena, pues el sol ha cambiado el color de mi piel". En otras palabras: ni mi humildad, ni mi fuerza en la adversidad nacen de mi virtud propia, sino de la gracia de Aquel a quien sirvo.
Los herejes y los hipócritas, por el contrario, simulan ante la faz del mundo una vana mortificación y una humildad de la cual esperan sacar provecho terrestre. Una humildad voluntaria tan vil, una fuerza de alma tan pervertida, constituyen para mí una inagotable fuente de asombro. ¿Esta clase de gente no son los más miserables de los seres, frustrándose a sí mismos los bienes de esta vida y sin esperanza de recompensa eterna? Ante esta idea, la esposa escribe: "No te sorprendas si actúo igual". Nuestro único motivo válido de sorpresa es la vanidad de esos hombres que, afligiéndose con vistas a la gloria terrestre, pierden a la vez el tiempo y la eternidad. Tal es la continencia de las vírgenes necias, rechazadas del umbral del esposo. Pero aquella que a la vez es negra y bella declara con razón que el rey la ama y la introduce en su habitación, es decir, en el secreto y el reposo de la contemplación, en el lecho donde ella dice: "Durante las noches, he buscado en mi cama a aquel que ama mi alma".
La fealdad de su piel negra prefiere, en efecto, la sombra a la luz, la soledad a la muchedumbre. Tal esposa aspira, junto a su esposo, a placeres más secretos que públicos, ama más el contacto oscuro del lecho que el espectáculo de la mesa. Muchas veces ocurre que la piel de las mujeres negras, menos dulce a la mirada, lo es más al tacto, y que los júbilos ocultos de su amor son más emocionantes que aquellos que transcurren en público. Así, sus maridos, para gozar plenamente de ellas, prefieren introducirlas en su habitación, antes que mostrarlas al mundo. Es en virtud de esta metáfora por lo que la esposa espiritual, después de haber declarado: "Yo soy negra, pero bella", agrega enseguida: "Es por eso por lo que el rey me ama y me introduce en su habitación".
Ella establece, de este modo, la relación de causa y efecto: porque es bella, el rey la ama; porque es negra, la introduce en su habitación. Bella, como dije, por sus virtudes interiores, a las cuales el esposo es sensible; negra por la sucesión de adversidades que la ha marcado exteriormente. Esta negrura, efecto de las turbaciones corporales, aleja fácilmente el espíritu de los cristianos del amor de los bienes terrenales y dirige los deseos hacia la vida eterna. Muchas veces los conduce a abandonar una época tumultuosa por las soledades de la contemplación. Fue de este modo como, según San Jerónimo, el apóstol Pablo abrazó el primero la vida monacal, la nuestra. La bastedad de nuestra vestimenta nos convida a una existencia retirada antes que mundana; es la mejor custodia de la pobreza y del silencio que conviene a nuestra profesión. Nada impulsa más a una vida pública que la elegancia en el vestido. Con ésta, no se busca otra cosa más que una vana gloria y las pompas del siglo. "Nadie se maquilla para permanecer oculto, dice San Gregorio, sino para ser visto".
Pedro Abelardo. Correspondencia con Heloísa.