La oposición clérigo-laico constituye una situación patológica dentro de la Iglesia. Ella es el reflejo de otras oposiciones como sagrado/profano, poder/desposesión, Iglesia/mundo, etc., que carecen de justificación teológica y es la punta del iceberg de una estructura de dominación multisecular.
Pero es necesario eliminar también los términos mismos de la oposición, clérigos y laicos, entre los cuales existe una relación causal. El término griego kleros de donde proviene clero clérigo, aparece dos veces en el Nuevo Testamento, pero con un significado muy diferente al que tiene hoy. Hch 1, 17 utiliza la palabra kleros al hablar de la elección de Matías como sustituto de Judas en el grupo de los Doce. De Matías se dice que obtuvo un puesto en el servicio del apostolado. 1 Pd. 5, 3 designa con esa palabra a las partes de la comunidad confiadas a los responsables.
Con Orígenes, kleros comienza a emplearse en referencia a los servidores eclesiásticos y en contraposición a laico. Ese será el significado que terminará por imponerse La palabra laico (del griego laos) significa, etimológicamente, la pertenencia a un pueblo. No aparece en el Nuevo Testamento y es utilizada, por primera vez en la carta de Clemente de Roma a los Corintios y posteriormente por otros autores (Clemente de Alejandría, Tertuliano, Orígenes ... ) para referirse al pueblo creyente en cuanto distinto de los oficiantes del culto, o a los fieles en contraposición a los diáconos y sacerdotes.
La teología del laicado encierra importantes limitaciones al mantener, e incluso aumentar «el planteamiento esencialmente negativo de la división “clero-laicado”. El propio iniciador de esa teología, Congar, era bien consciente de que en el fondo sólo puede haber una teología del laicado válida: «una eclesiología total”.
Efectivamente, una teología del laicado al margen de la yuxtapuesta a la teología del pueblo de Dios suena más a ideología legitimadora del status clerical patriarcal, que a verdadera teología integradora de todos los creyentes, mujeres y varones.
Toda la Iglesia es laica
Hay una tendencia teológica que considera la laicidad no como una propiedad específica de un grupo de cristianos -de los llamados Laicos-, sino como una dimensión inherente a toda la Iglesia, a todos los cristianos. Con ello queremos decir lo siguiente:
1. Toda la Iglesia debe reconocer la autonomía de las realidades temporales en la línea del Vaticano 11 y de la modernidad, sin intentar confesionalizar algunas parcelas del mundo. Ello comporta asumir críticamente, pero con lealtad y sin subterfugios, la laicidad de la sociedad y de sus instituciones.
2. Todos los cristianos tienen una responsabilidad común a la que no pueden renunciar: colaborar en la construcción de una sociedad justa, fraterna y solidaria. La animación de las realidades temporales y el testimonio del evangelio no son dos tareas yuxtapuestas que haya que asignar por separado a diferentes categorías de creyentes; constituyen un mismo y único esfuerzo, una misma y única tarea.
3. Es necesario crear dentro de la Iglesia unas relaciones fraternas, un clima de diálogo horizontal, respetar el pluralismo v reconocer los derechos humanos de los cristianos.
Comunidad carismática y ministerios en la perspectiva de los pobres
Superadas las categorías clérigos/laicos, hay que partir de otras que engloben a todos los cristianos y cristianas: pueblo de Dios, comunidad de creyentes, fraternidad, sororidad, etc. Todas ellas apuntan a una idea: la igualdad radical de todos los seguidores de Jesús, mujeres y varones. Desde esa igualdad, desde la común pertenencia al pueblo de Dios cabe proponer creativamente el binomio comunidad/ministerios.
Mas para no deslizarnos inconscientemente por caminos sin salida, conviene evitar la división entre ministerios clericales y ministerios laicales, entre estado clerical y estado laical, entre espiritualidad clerical y espiritualidad laical. Todos los ministerios están al servicio de la comunidad y del mundo. En la comunidad cristiana no existen mas que un único estado y una única espiritualidad: la del seguimiento de Jesús vivido desde radicalidad evangélica. Aunque las formas son distintas.
La teología de los ministerios ha de integrarse en una eclesiología tal, que recupere la dimensión comunitaria de la fe. Su primer cometido consiste en mostrar que los carismas, y no la voluntad de poder o el sexo, constituyen el principio estructural de la Iglesia. «Los carismas -asevera. Küng- no son un fenómeno primariamente extraordinario, sino ordinario; no son un fenómeno uniforme, sino multiforme; no son un fenómeno circunscrito a un determinado núcleo de personas, sino absolutamente universal en la Iglesia.. No son una realidad posible y real en la Iglesia primitiva, sino lo más presente y actual; no algo periférico, sino muy central y esencial en la Iglesia. En este sentido es preciso hablar de una estructura carismática de la Iglesia que abraza y basa la estructura de gobierno».
Los carismas no pueden limitarse a un sexo -al masculino-; son dones del Espíritu y no conocen reglamentación alguna; tampoco por razones de sexo. La exclusión de las mujeres de las responsabilidades ministeriales supone legalizar los carismas, someterlos a una ley, según la cual se determina que unos seres humanos, por razón del sexo, no pueden prestar a la comunidad un servicio eclesial conforme a su capacidad y disponibilidad. Lo que se esconde detrás de esta exclusión es una visión sacral a la que, en opinión de Schillebeeckx, están vinculados ciertos tabúes sexuales y femeninos todavía muy arraigados en nuestra Iglesia.
En un trabajo sobre lo carismático en la Iglesia, escrito cinco años antes de comenzar el Vaticano lI, Rahner recordaba algo que todavía hoy tiene vigencia: si, a lo largo de la historia, se ha intentado defender a la institución frente a los carismas, la preocupación actual ha de ser cómo proteger a los carismas y a quienes los ejercen de los posibles excesos de la institución.
Según esto, hay que redescubrir los múltiples y variados carismas, servicios, ministerios, que el Espíritu hace surgir en la comunidad. Entre ellos -y no al margen o por encima- están los ministerios ordenados, que deben ser liberados de su fuerte carga cultual, clerical, patriarcal y autoritaria. Se hace preciso recuperar su dimensión comunitaria, devolviendo a la comunidad la responsabilidad que le corresponde en su elección y redescubriendo su lazo de unión con la comunidad local. Una revisión crítica de los ministerios ordenados lleva derechamente a cuestionar de raíz los criterios de acceso a los mismos, así como sus formas de selección y elección. Por lo mismo, quienes ejercen tales ministerios no pueden monopolizar las múltiples y variadas manifestaciones del Espíritu ni erigirse en jueces y árbitros absolutos.
Por lo demás, la riqueza y pluralidad de los carismas no se agotan en los ministerios ordenados y quizá no tengan ni siquiera su despliegue evangélico en ellos. Hay que redimensionar, revalorizar y dinamizar ministerios como el profético, el de la palabra, el de la enseñanza, el de la educación en la fe, el de la coordinación intercomunitaria, el de la animación, el del acompañamiento, el de la solidaridad y tantos otros como el Espíritu despliega hoy entre los creyentes. Los diferentes contextos socioculturales y eclesiales en que viven las comunidades cristianas exigen un alto grado de creatividad a la hora de diseñar los ministerios eclesiales, como sucedía en las iglesias del Nuevo Testamento. Si entonces no existía un único modelo organizativo, hoy con menos motivo, dada la diversidad cultural y eclesial reinante.
Un peligro a evitar es cualquier pretensión de establecer jerarquías rígidas que lleven a la supervaloración o absolutización de unos ministerios y a la devaluación o marginación de otros, o al control despótico de unos sobre otros.
Una teología de los ministerios en la línea aquí apuntada habrá de insistir en su carácter de servicio, en su dimensión funcional y en su perspectiva relacionar. Los ministerios no son algo absoluto; remiten a una realidad mayor y englobante de nuestra fe, que es el reino de Dios, a la Iglesia como mediación histórica de salvación, al mundo como espacio privilegiado de realización del reino, a los pobres como lugar preferencial de la revelación de Dios. Es, en definitiva, en los pobres donde se encuentra el criterio de estructuración ministerial. Pero los pobres no entendidos como una cara de la Iglesia, cuya otra cara serían los ricos, sino como el centro de la totalidad de la Iglesia, en expresión afortunada de Jon Sobrino. Es en el horizonte de los pobres donde hay que situar la nueva configuración de la Iglesia en torno al binomio comunidad/ministerios.
Ni clerigos ni laicos
Como conclusión de esta exposición bien podemos decir que en la Iglesia no deben existir ni clérigos ni laicos, pues la existencia de ambos y, la relación estructural de superioridad y subordinación de los primeros sobre los segundos responden a una eclesiología jurídica verticalista y son un resto patológico de la concepción estamental de la época feudal.
La Iglesia es una comunidad de hermanas y hermanos iguales en dignidad, solidarios en la común responsabilidad de trabajar por la justicia con carismas, ministerios y funciones diferentes, que se ejercen en el seno de la comunidad y al servicio de los pobres.
Pero es necesario eliminar también los términos mismos de la oposición, clérigos y laicos, entre los cuales existe una relación causal. El término griego kleros de donde proviene clero clérigo, aparece dos veces en el Nuevo Testamento, pero con un significado muy diferente al que tiene hoy. Hch 1, 17 utiliza la palabra kleros al hablar de la elección de Matías como sustituto de Judas en el grupo de los Doce. De Matías se dice que obtuvo un puesto en el servicio del apostolado. 1 Pd. 5, 3 designa con esa palabra a las partes de la comunidad confiadas a los responsables.
Con Orígenes, kleros comienza a emplearse en referencia a los servidores eclesiásticos y en contraposición a laico. Ese será el significado que terminará por imponerse La palabra laico (del griego laos) significa, etimológicamente, la pertenencia a un pueblo. No aparece en el Nuevo Testamento y es utilizada, por primera vez en la carta de Clemente de Roma a los Corintios y posteriormente por otros autores (Clemente de Alejandría, Tertuliano, Orígenes ... ) para referirse al pueblo creyente en cuanto distinto de los oficiantes del culto, o a los fieles en contraposición a los diáconos y sacerdotes.
La teología del laicado encierra importantes limitaciones al mantener, e incluso aumentar «el planteamiento esencialmente negativo de la división “clero-laicado”. El propio iniciador de esa teología, Congar, era bien consciente de que en el fondo sólo puede haber una teología del laicado válida: «una eclesiología total”.
Efectivamente, una teología del laicado al margen de la yuxtapuesta a la teología del pueblo de Dios suena más a ideología legitimadora del status clerical patriarcal, que a verdadera teología integradora de todos los creyentes, mujeres y varones.
Toda la Iglesia es laica
Hay una tendencia teológica que considera la laicidad no como una propiedad específica de un grupo de cristianos -de los llamados Laicos-, sino como una dimensión inherente a toda la Iglesia, a todos los cristianos. Con ello queremos decir lo siguiente:
1. Toda la Iglesia debe reconocer la autonomía de las realidades temporales en la línea del Vaticano 11 y de la modernidad, sin intentar confesionalizar algunas parcelas del mundo. Ello comporta asumir críticamente, pero con lealtad y sin subterfugios, la laicidad de la sociedad y de sus instituciones.
2. Todos los cristianos tienen una responsabilidad común a la que no pueden renunciar: colaborar en la construcción de una sociedad justa, fraterna y solidaria. La animación de las realidades temporales y el testimonio del evangelio no son dos tareas yuxtapuestas que haya que asignar por separado a diferentes categorías de creyentes; constituyen un mismo y único esfuerzo, una misma y única tarea.
3. Es necesario crear dentro de la Iglesia unas relaciones fraternas, un clima de diálogo horizontal, respetar el pluralismo v reconocer los derechos humanos de los cristianos.
Comunidad carismática y ministerios en la perspectiva de los pobres
Superadas las categorías clérigos/laicos, hay que partir de otras que engloben a todos los cristianos y cristianas: pueblo de Dios, comunidad de creyentes, fraternidad, sororidad, etc. Todas ellas apuntan a una idea: la igualdad radical de todos los seguidores de Jesús, mujeres y varones. Desde esa igualdad, desde la común pertenencia al pueblo de Dios cabe proponer creativamente el binomio comunidad/ministerios.
Mas para no deslizarnos inconscientemente por caminos sin salida, conviene evitar la división entre ministerios clericales y ministerios laicales, entre estado clerical y estado laical, entre espiritualidad clerical y espiritualidad laical. Todos los ministerios están al servicio de la comunidad y del mundo. En la comunidad cristiana no existen mas que un único estado y una única espiritualidad: la del seguimiento de Jesús vivido desde radicalidad evangélica. Aunque las formas son distintas.
La teología de los ministerios ha de integrarse en una eclesiología tal, que recupere la dimensión comunitaria de la fe. Su primer cometido consiste en mostrar que los carismas, y no la voluntad de poder o el sexo, constituyen el principio estructural de la Iglesia. «Los carismas -asevera. Küng- no son un fenómeno primariamente extraordinario, sino ordinario; no son un fenómeno uniforme, sino multiforme; no son un fenómeno circunscrito a un determinado núcleo de personas, sino absolutamente universal en la Iglesia.. No son una realidad posible y real en la Iglesia primitiva, sino lo más presente y actual; no algo periférico, sino muy central y esencial en la Iglesia. En este sentido es preciso hablar de una estructura carismática de la Iglesia que abraza y basa la estructura de gobierno».
Los carismas no pueden limitarse a un sexo -al masculino-; son dones del Espíritu y no conocen reglamentación alguna; tampoco por razones de sexo. La exclusión de las mujeres de las responsabilidades ministeriales supone legalizar los carismas, someterlos a una ley, según la cual se determina que unos seres humanos, por razón del sexo, no pueden prestar a la comunidad un servicio eclesial conforme a su capacidad y disponibilidad. Lo que se esconde detrás de esta exclusión es una visión sacral a la que, en opinión de Schillebeeckx, están vinculados ciertos tabúes sexuales y femeninos todavía muy arraigados en nuestra Iglesia.
En un trabajo sobre lo carismático en la Iglesia, escrito cinco años antes de comenzar el Vaticano lI, Rahner recordaba algo que todavía hoy tiene vigencia: si, a lo largo de la historia, se ha intentado defender a la institución frente a los carismas, la preocupación actual ha de ser cómo proteger a los carismas y a quienes los ejercen de los posibles excesos de la institución.
Según esto, hay que redescubrir los múltiples y variados carismas, servicios, ministerios, que el Espíritu hace surgir en la comunidad. Entre ellos -y no al margen o por encima- están los ministerios ordenados, que deben ser liberados de su fuerte carga cultual, clerical, patriarcal y autoritaria. Se hace preciso recuperar su dimensión comunitaria, devolviendo a la comunidad la responsabilidad que le corresponde en su elección y redescubriendo su lazo de unión con la comunidad local. Una revisión crítica de los ministerios ordenados lleva derechamente a cuestionar de raíz los criterios de acceso a los mismos, así como sus formas de selección y elección. Por lo mismo, quienes ejercen tales ministerios no pueden monopolizar las múltiples y variadas manifestaciones del Espíritu ni erigirse en jueces y árbitros absolutos.
Por lo demás, la riqueza y pluralidad de los carismas no se agotan en los ministerios ordenados y quizá no tengan ni siquiera su despliegue evangélico en ellos. Hay que redimensionar, revalorizar y dinamizar ministerios como el profético, el de la palabra, el de la enseñanza, el de la educación en la fe, el de la coordinación intercomunitaria, el de la animación, el del acompañamiento, el de la solidaridad y tantos otros como el Espíritu despliega hoy entre los creyentes. Los diferentes contextos socioculturales y eclesiales en que viven las comunidades cristianas exigen un alto grado de creatividad a la hora de diseñar los ministerios eclesiales, como sucedía en las iglesias del Nuevo Testamento. Si entonces no existía un único modelo organizativo, hoy con menos motivo, dada la diversidad cultural y eclesial reinante.
Un peligro a evitar es cualquier pretensión de establecer jerarquías rígidas que lleven a la supervaloración o absolutización de unos ministerios y a la devaluación o marginación de otros, o al control despótico de unos sobre otros.
Una teología de los ministerios en la línea aquí apuntada habrá de insistir en su carácter de servicio, en su dimensión funcional y en su perspectiva relacionar. Los ministerios no son algo absoluto; remiten a una realidad mayor y englobante de nuestra fe, que es el reino de Dios, a la Iglesia como mediación histórica de salvación, al mundo como espacio privilegiado de realización del reino, a los pobres como lugar preferencial de la revelación de Dios. Es, en definitiva, en los pobres donde se encuentra el criterio de estructuración ministerial. Pero los pobres no entendidos como una cara de la Iglesia, cuya otra cara serían los ricos, sino como el centro de la totalidad de la Iglesia, en expresión afortunada de Jon Sobrino. Es en el horizonte de los pobres donde hay que situar la nueva configuración de la Iglesia en torno al binomio comunidad/ministerios.
Ni clerigos ni laicos
Como conclusión de esta exposición bien podemos decir que en la Iglesia no deben existir ni clérigos ni laicos, pues la existencia de ambos y, la relación estructural de superioridad y subordinación de los primeros sobre los segundos responden a una eclesiología jurídica verticalista y son un resto patológico de la concepción estamental de la época feudal.
La Iglesia es una comunidad de hermanas y hermanos iguales en dignidad, solidarios en la común responsabilidad de trabajar por la justicia con carismas, ministerios y funciones diferentes, que se ejercen en el seno de la comunidad y al servicio de los pobres.