Aquí Lucas, en dos mensajes consecutivos, describe tanto la impostada como la auténtica doctrina de la expiación. En esta primera parte explica que la muerte de Jesús no pudo ni jamás podría haber tenido efecto alguno en el estado de desarrollo de las almas de los hombres, ni el derramamiento de su sangre podría hacer que un alma vil y pecadora fuese pura y quedara libre de pecado.
La palabra expiación, tal como se usa en la Biblia y como la interpretan las iglesias y los exégetas y comentaristas de la Biblia, lleva consigo un significado de algún precio que Jesús pagó por la redención de la humanidad de sus pecados y del castigo al que tendrán que someterse por haber cometido pecado; y también la idea de que Dios –cual si fuese un enojado e insaciable Dios– estaba esperando a que se pagara el precio para que Su ira quedara satisfecha y para que el hombre se pudiera presentar ante Él absuelto del pecado y de las consecuencias de la desobediencia.
Este precio, según las enseñanzas de las iglesias y de las citadas personas, tuvo que ser pagado por aquél que, en su bondad y pureza, era capaz de pagar ese precio; es decir, alguien que tenía en él tales cualidades inherentes, y que mediante sus sacrificios fue de tal valor intrínseco como para satisfacer los requisitos de las exigencias de ese –supuestamente– enojado Dios cuyas leyes habían sido desobedecidas. Y asimismo enseñan que la única forma en que se podría haber pagado semejante precio era mediante la muerte en la cruz de Jesús, quien era la única persona en toda la creación que poseía esas cualidades de manera suficiente como para cumplir con esos requisitos; y que por su muerte y el derramamiento de su sangre los pecados fueron expiados y Dios quedó satisfecho. Esta es la creencia ortodoxa o ‘correcta’ de la expiación y del plan de salvación.
En resumen, un ser humano perfecto libre de todo pecado, una muerte en la cruz y un derramamiento de sangre que era necesario para que los pecados de los mortales fueran lavados y sus almas limpiadas y capacitadas para formar parte de la gran familia de Dios.
Pero toda esta concepción de la expiación es errónea, y no está justificada por ninguna enseñanza del Maestro ni por ninguna de las verdaderas enseñanzas de los discípulos a quienes les había explicado el plan de salvación y lo que significa la expiación.
Ya sé que en varias partes del Nuevo Testamento se dice que la sangre de Jesús lava todo pecado, y que su muerte en la cruz satisface la exigencia de justicia del Padre; y allí hay muchas expresiones similares que transmiten la misma idea. Pero estos dichos de la Biblia nunca fueron escritos por las personas a quienes se atribuyen, sino por escritores que, en sus diversas traducciones y presuntas ‘reproducciones’ de esos escritos añadieron a, y eliminaron contenidos de los escritos de los redactores originales –sucesiva y convenientemente eliminados y reemplazados por las ‘copias’–, hasta que la Biblia llegó a estar llena de esas falsas doctrinas y enseñanzas.
Los escritores de la Biblia, tal como existe ahora, eran personas que pertenecían a la iglesia que fue estatalizada en la época de Constantino, y como tales, les habían impuesto el deber de escribir las ideas que los regentes o gobernadores de esa iglesia concebían que debían incorporarse a la Biblia con el propósito de sacar adelante sus ideas, a fin de servir a los intereses de la iglesia y así darle tal poder temporal como el que nunca podría haber tenido bajo las enseñanzas y guía de las puras doctrinas del Maestro.
Durante casi dos milenios esta falsa doctrina de la expiación ha sido creída y aceptada por las llamadas iglesias cristianas, y ha sido promulgada por estas iglesias como la verdadera doctrina de Jesús y la única de la que depende la salvación del hombre. Y las consecuencias han sido que los hombres han creído que las únicas cosas necesarias para su salvación y reconciliación con Dios eran la muerte de Jesús y el lavado de sus pecados por la sangre derramada en el Calvario.
Con sólo que los hombres supieran cuán inútil fue su muerte y cuán ineficaz es su sangre para lavar el pecado y pagar la deuda al Padre, no descansarían inactivamente en la seguridad de que todo lo que tienen que hacer es creer en ese sacrificio y en esa sangre, sino que descubrirían el verdadero plan de salvación y harían todo el esfuerzo que estuviera a su alcance para seguir ese plan, y como consecuencia desarrollarían sus almas para que se pusieran en armonía con el Amor y las leyes del Padre.
La expiación, en su verdadero significado, nunca implicó el pago de una deuda o el apaciguamiento de la supuesta ira de Dios –que ninguna tiene–, sino simplemente llegar a aunarse1 con Él en aquellas cualidades que asegurarán a los hombres la posesión de Su Amor y de la Inmortalidad que Jesús trajo a la luz.
El sacrificio de Jesús no pudo ni podría tener ningún posible efecto sobre el estado de las cualidades del alma del hombre, de ningún hombre, y tampoco el derramamiento de sangre podría hacer que un alma vil y pecadora fuese pura y quedara libre de pecado.
El universo de Dios está gobernado por leyes tan inmutables como perfectas en su funcionamiento, y lo más importante que debe lograrse mediante el plan que Él preparó para la redención de los hombres es que cada hombre entre en armonía con esas leyes, porque justo tan pronto como exista esa armonía no habrá ya más discordia, y la humanidad no conocerá el pecado. Y así pues, sólo aquello que lleve al hombre a esa armonía podrá salvarle de sus pecados y producir el aunamiento que enseñaron Jesús y sus discípulos.
Cuando fue creado, el hombre fue dotado de lo que podría llamarse un amor natural, y este amor, en la medida de la cualidad que poseía, estaba en perfecta armonía con el universo de Dios, y mientras se le permitiera existir en su estado puro era parte de la armonía del universo; pero cuando se contaminó o se impregnó de pecado o de cualquier cosa sin concordancia con las leyes de Dios, se volvió inarmónico y no aunado con Dios, así que la única redención requerida era y es la eliminación de aquellas cosas que causaban y causan la falta de armonía.
Ahora bien; la única manera de eliminar esta inarmonía o falta de armonía era que el amor natural volviera a ser puro y estar libre de aquello que lo contaminaba. El sacrificio en la cruz no podía proporcionar este remedio, ni tampoco podía lograrlo la expiación con sangre, porque el sacrificio y la sangre no tenían ninguna relación con el mal a remediar.
Y así pues afirmo que si estas cosas pagaron la pena y satisficieron a Dios, y por lo tanto Él ya no tenía más demandas sobre el hombre por cualquier deuda que se suponía que debía tener con Él, eso necesariamente implica que Él mantuvo a las almas de los hombres en ese estado de inarmonía y que no permitió que se eliminara hasta que se hubieran satisfecho Sus exigencias de contentamiento y sangre; y que entonces, cuando Él quedara apaciguado, permitiría por Su mero ipse dixit que los hombres volvieran a estar en armonía con Sus leyes y con el funcionamiento de Su universo. En otras palabras, Él estaría dispuesto a permitir que los hombres permanecieran fuera de armonía con Su universo y con el funcionamiento de Sus leyes hasta que Sus exigencias de sacrificio y sangre hubiesen quedado saciadas.
Esto, como resulta evidente para cualquier hombre razonable, sería algo tan insensato que ni un simple hombre, en temas relacionados con sus asuntos terrenales, lo adoptaría como plan para la redención o exculpación de aquellos hijos suyos que hubiesen sido desobedientes.
De modo que a menos que un hombre entre en armonía con Dios en su amor natural, el cual Dios le ha otorgado, y como resultado se vuelva libre del pecado y del error, no puede haber redención para él, y la muerte de Jesús y el derramamiento de su sangre son incapaces de ocasionar esa armonía.
Lo que hasta aquí he dicho se refiere exclusivamente al hombre y a su salvación con respecto a su opción de llegar a ser perfecto en este amor natural, el que todos los hombres tienen. Pero esa no es la gran expiación que Jesús vino a la tierra a enseñar a los hombres, ni es esa la manera en que ésta podría obtenerse, ni el efecto de su consecución.
Dado que este escrito es ya bastante largo, pospondré lo que me queda por decir para otra ocasión.
Vuestro hermano en Cristo, Lucas.
La palabra expiación, tal como se usa en la Biblia y como la interpretan las iglesias y los exégetas y comentaristas de la Biblia, lleva consigo un significado de algún precio que Jesús pagó por la redención de la humanidad de sus pecados y del castigo al que tendrán que someterse por haber cometido pecado; y también la idea de que Dios –cual si fuese un enojado e insaciable Dios– estaba esperando a que se pagara el precio para que Su ira quedara satisfecha y para que el hombre se pudiera presentar ante Él absuelto del pecado y de las consecuencias de la desobediencia.
Este precio, según las enseñanzas de las iglesias y de las citadas personas, tuvo que ser pagado por aquél que, en su bondad y pureza, era capaz de pagar ese precio; es decir, alguien que tenía en él tales cualidades inherentes, y que mediante sus sacrificios fue de tal valor intrínseco como para satisfacer los requisitos de las exigencias de ese –supuestamente– enojado Dios cuyas leyes habían sido desobedecidas. Y asimismo enseñan que la única forma en que se podría haber pagado semejante precio era mediante la muerte en la cruz de Jesús, quien era la única persona en toda la creación que poseía esas cualidades de manera suficiente como para cumplir con esos requisitos; y que por su muerte y el derramamiento de su sangre los pecados fueron expiados y Dios quedó satisfecho. Esta es la creencia ortodoxa o ‘correcta’ de la expiación y del plan de salvación.
En resumen, un ser humano perfecto libre de todo pecado, una muerte en la cruz y un derramamiento de sangre que era necesario para que los pecados de los mortales fueran lavados y sus almas limpiadas y capacitadas para formar parte de la gran familia de Dios.
Pero toda esta concepción de la expiación es errónea, y no está justificada por ninguna enseñanza del Maestro ni por ninguna de las verdaderas enseñanzas de los discípulos a quienes les había explicado el plan de salvación y lo que significa la expiación.
Ya sé que en varias partes del Nuevo Testamento se dice que la sangre de Jesús lava todo pecado, y que su muerte en la cruz satisface la exigencia de justicia del Padre; y allí hay muchas expresiones similares que transmiten la misma idea. Pero estos dichos de la Biblia nunca fueron escritos por las personas a quienes se atribuyen, sino por escritores que, en sus diversas traducciones y presuntas ‘reproducciones’ de esos escritos añadieron a, y eliminaron contenidos de los escritos de los redactores originales –sucesiva y convenientemente eliminados y reemplazados por las ‘copias’–, hasta que la Biblia llegó a estar llena de esas falsas doctrinas y enseñanzas.
Los escritores de la Biblia, tal como existe ahora, eran personas que pertenecían a la iglesia que fue estatalizada en la época de Constantino, y como tales, les habían impuesto el deber de escribir las ideas que los regentes o gobernadores de esa iglesia concebían que debían incorporarse a la Biblia con el propósito de sacar adelante sus ideas, a fin de servir a los intereses de la iglesia y así darle tal poder temporal como el que nunca podría haber tenido bajo las enseñanzas y guía de las puras doctrinas del Maestro.
Durante casi dos milenios esta falsa doctrina de la expiación ha sido creída y aceptada por las llamadas iglesias cristianas, y ha sido promulgada por estas iglesias como la verdadera doctrina de Jesús y la única de la que depende la salvación del hombre. Y las consecuencias han sido que los hombres han creído que las únicas cosas necesarias para su salvación y reconciliación con Dios eran la muerte de Jesús y el lavado de sus pecados por la sangre derramada en el Calvario.
Con sólo que los hombres supieran cuán inútil fue su muerte y cuán ineficaz es su sangre para lavar el pecado y pagar la deuda al Padre, no descansarían inactivamente en la seguridad de que todo lo que tienen que hacer es creer en ese sacrificio y en esa sangre, sino que descubrirían el verdadero plan de salvación y harían todo el esfuerzo que estuviera a su alcance para seguir ese plan, y como consecuencia desarrollarían sus almas para que se pusieran en armonía con el Amor y las leyes del Padre.
La expiación, en su verdadero significado, nunca implicó el pago de una deuda o el apaciguamiento de la supuesta ira de Dios –que ninguna tiene–, sino simplemente llegar a aunarse1 con Él en aquellas cualidades que asegurarán a los hombres la posesión de Su Amor y de la Inmortalidad que Jesús trajo a la luz.
El sacrificio de Jesús no pudo ni podría tener ningún posible efecto sobre el estado de las cualidades del alma del hombre, de ningún hombre, y tampoco el derramamiento de sangre podría hacer que un alma vil y pecadora fuese pura y quedara libre de pecado.
El universo de Dios está gobernado por leyes tan inmutables como perfectas en su funcionamiento, y lo más importante que debe lograrse mediante el plan que Él preparó para la redención de los hombres es que cada hombre entre en armonía con esas leyes, porque justo tan pronto como exista esa armonía no habrá ya más discordia, y la humanidad no conocerá el pecado. Y así pues, sólo aquello que lleve al hombre a esa armonía podrá salvarle de sus pecados y producir el aunamiento que enseñaron Jesús y sus discípulos.
Cuando fue creado, el hombre fue dotado de lo que podría llamarse un amor natural, y este amor, en la medida de la cualidad que poseía, estaba en perfecta armonía con el universo de Dios, y mientras se le permitiera existir en su estado puro era parte de la armonía del universo; pero cuando se contaminó o se impregnó de pecado o de cualquier cosa sin concordancia con las leyes de Dios, se volvió inarmónico y no aunado con Dios, así que la única redención requerida era y es la eliminación de aquellas cosas que causaban y causan la falta de armonía.
Ahora bien; la única manera de eliminar esta inarmonía o falta de armonía era que el amor natural volviera a ser puro y estar libre de aquello que lo contaminaba. El sacrificio en la cruz no podía proporcionar este remedio, ni tampoco podía lograrlo la expiación con sangre, porque el sacrificio y la sangre no tenían ninguna relación con el mal a remediar.
Y así pues afirmo que si estas cosas pagaron la pena y satisficieron a Dios, y por lo tanto Él ya no tenía más demandas sobre el hombre por cualquier deuda que se suponía que debía tener con Él, eso necesariamente implica que Él mantuvo a las almas de los hombres en ese estado de inarmonía y que no permitió que se eliminara hasta que se hubieran satisfecho Sus exigencias de contentamiento y sangre; y que entonces, cuando Él quedara apaciguado, permitiría por Su mero ipse dixit que los hombres volvieran a estar en armonía con Sus leyes y con el funcionamiento de Su universo. En otras palabras, Él estaría dispuesto a permitir que los hombres permanecieran fuera de armonía con Su universo y con el funcionamiento de Sus leyes hasta que Sus exigencias de sacrificio y sangre hubiesen quedado saciadas.
Esto, como resulta evidente para cualquier hombre razonable, sería algo tan insensato que ni un simple hombre, en temas relacionados con sus asuntos terrenales, lo adoptaría como plan para la redención o exculpación de aquellos hijos suyos que hubiesen sido desobedientes.
De modo que a menos que un hombre entre en armonía con Dios en su amor natural, el cual Dios le ha otorgado, y como resultado se vuelva libre del pecado y del error, no puede haber redención para él, y la muerte de Jesús y el derramamiento de su sangre son incapaces de ocasionar esa armonía.
Lo que hasta aquí he dicho se refiere exclusivamente al hombre y a su salvación con respecto a su opción de llegar a ser perfecto en este amor natural, el que todos los hombres tienen. Pero esa no es la gran expiación que Jesús vino a la tierra a enseñar a los hombres, ni es esa la manera en que ésta podría obtenerse, ni el efecto de su consecución.
Dado que este escrito es ya bastante largo, pospondré lo que me queda por decir para otra ocasión.
Vuestro hermano en Cristo, Lucas.
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