La institución de la Cena del Señor debe ser considerada por todo cristiano espiritual como una prueba particularmente conmovedora de los misericordiosos cuidados del Señor y de su considerado amor por su Iglesia. Desde el tiempo en que fue instituida hasta el día de hoy, la Cena del Señor fue un firme, aunque silencioso, testigo de esta verdad, que el enemigo ha procurado corromper y destruir por todos los medios a su alcance:
Que la redención es un hecho cumplido del que todo creyente en Jesús, aun el más débil, puede regocijarse.
Ya han transcurrido dos mil años desde que el Señor Jesús estableció el pan y la copa como los símbolos de su cuerpo partido y de su sangre derramada por nosotros, respectivamente.
Es verdad que el enemigo, en una vasta sección del cuerpo profesante, logró envolverla en un manto de oscura superstición; logró presentarla de tal manera que quedó oculta de la vista de los participantes la gran realidad eterna que conmemora.
El enemigo, efectivamente, tuvo éxito en reemplazar a Cristo y a su sacrificio cumplido, por una ineficaz ordenanza, la que por el mismo modo de su administración prueba su completa inutilidad y su oposición a la verdad.
Sin embargo, a pesar del fatal error del Catolicismo Romano referente a la ordenanza de la Cena del Señor, ella todavía declara a todo oído circunciso y a toda mente espiritual la misma verdad preciosa y profunda:
“Anuncia la muerte del Señor hasta que él venga.”
El cuerpo fue partido y la sangre derramada una vez, y nunca más se ha de repetir; y el partimiento del pan no es más que el memorial de esta verdad emancipadora.
¡Con qué profundo interés y agradecimiento, pues, el creyente puede contemplar “el pan y la copa”!
Qué dulce es pensar, cuando nos reunimos el primer día de la semana alrededor de la Mesa del Señor, que apóstoles, mártires y santos se reunieron en torno a esta fiesta, y hallaron allí, en su medida, frescura y bendición.
Muchas cosas tuvieron lugar con el correr de los siglos:
1. Muchas escuelas de teología surgieron, florecieron y desaparecieron;
2. Doctores y padres amontonaron cuantiosos y ponderosos volúmenes de teología;
3. Funestas herejías obscurecieron la atmósfera y fragmentaron por completo a la Iglesia profesante;
4. La superstición y el fanatismo introdujeron sus infundadas teorías y extravagantes ideas;
Los cristianos profesantes se dividieron en innumerables partidos o sectas; pero, a pesar de las tinieblas y la confusión que reinaron, la Cena del Señor ha subsistido siempre, y nos habla de una manera simple, aunque poderosa:
“Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1.ª Corintios 11:26).
CUANDO DEBE CELEBRARSE LA CENA DEL SEÑOR
Aunque la Cena no fue instituida el primer día de la semana, el capítulo 24 de Lucas y el capítulo 20 de los Hechos son harto suficientes para demostrar, a una mente sumisa, a la Palabra de Dios, que ese es el día en que debe ser celebrada.
El Señor partió el pan con sus discípulos “el primer día de la semana” (Lucas 24:1, 30); y en los Hechos leemos:
“El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan...” (Hechos 20:7).
Estos pasajes son plenamente suficientes para demostrar que los discípulos no deben reunirse una vez al mes, cada tres meses o cada seis meses, para partir el pan, sino al menos una vez a la semana y, además, el primer día de la semana.
Uno comprende también fácilmente que hay una razón particular, moralmente conveniente, de celebrar la Cena el primer día de la semana:
Es el día de la resurrección, el día de la Iglesia, en contraste con el séptimo día que era el día de Israel.
En la institución de la Cena, el Señor apartó los pensamientos de sus discípulos de todas las cosas judías, diciéndoles que no bebería más del fruto de la vid —de la copa pascual— e introduciendo un nuevo orden de cosas; y así también nosotros, el día mismo en que la Cena debe ser celebrada, observamos el mismo contraste entre las cosas celestiales y las terrenales.
Solo en el poder de Su resurrección podemos anunciar la muerte del Señor de la manera que conviene.
Cuando la batalla terminó, Melquisedec sacó pan y vino, y bendijo a Abraham en el nombre del Señor.
Así también, nuestro Melquisedec, cuando la batalla llegó a su fin y la victoria fue ganada, se hizo presente en resurrección con pan y vino, para fortalecer y consolar los corazones de los suyos, y para alentarles con esa paz que tanto le costó obtener.
Si, pues, el primer día de la semana es el día en que los discípulos, como nos lo enseña la Escritura, se reunían para partir el pan, está claro que ninguna persona tiene el derecho de cambiar este día y de partir el pan una vez al mes, o cada seis meses.
Un cristiano en cuyo corazón los sentimientos de amor por la persona del Señor son verdaderamente vivos y fervientes, no querrá más que anunciar la muerte del Señor tan a menudo como sea posible.
Parecería, como lo vemos al principio del libro de los Hechos, que los discípulos partían el pan diariamente.
Esto parece inferirse de la expresión:
“Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas” (Hechos 2:46).
Sin embargo, de lo que no caben dudas es de que el primer día de la semana es el día en que los discípulos se reunieron para partir el pan, tal como se nos enseña claramente en Hechos 20:7, y podemos ver también la belleza y la conveniencia moral de celebrar la Cena ese día.
LA MANERA EN QUE HA DE CELEBRARSE LA CENA DEL SEÑOR
En lo que concierne a la manera de celebrar la fiesta, los cristianos deberían ante todo dar la prueba de que el partimiento del pan es el objeto más elevado de su reunión el primer día de la semana.
Deberían mostrar que no se reúnen para la predicación o la instrucción, sino que el partimiento del pan es su principal objeto.
Es la obra de Cristo lo que mostramos en la Cena, y por ello le debemos dar el primer lugar en la asamblea.
Y cuando esto se ha llevado a cabo debidamente, se dará libre curso a la acción del Espíritu Santo para el ministerio.
El oficio del Espíritu Santo es anunciar y glorificar el Nombre, la Persona y la obra de Cristo; y si se le permite dirigir y poner orden en las asambleas de los cristianos —derecho que sin duda le pertenece—, podemos estar seguros de que siempre dará el primer lugar a Cristo y a su obra.
Que la redención es un hecho cumplido del que todo creyente en Jesús, aun el más débil, puede regocijarse.
Ya han transcurrido dos mil años desde que el Señor Jesús estableció el pan y la copa como los símbolos de su cuerpo partido y de su sangre derramada por nosotros, respectivamente.
Es verdad que el enemigo, en una vasta sección del cuerpo profesante, logró envolverla en un manto de oscura superstición; logró presentarla de tal manera que quedó oculta de la vista de los participantes la gran realidad eterna que conmemora.
El enemigo, efectivamente, tuvo éxito en reemplazar a Cristo y a su sacrificio cumplido, por una ineficaz ordenanza, la que por el mismo modo de su administración prueba su completa inutilidad y su oposición a la verdad.
Sin embargo, a pesar del fatal error del Catolicismo Romano referente a la ordenanza de la Cena del Señor, ella todavía declara a todo oído circunciso y a toda mente espiritual la misma verdad preciosa y profunda:
“Anuncia la muerte del Señor hasta que él venga.”
El cuerpo fue partido y la sangre derramada una vez, y nunca más se ha de repetir; y el partimiento del pan no es más que el memorial de esta verdad emancipadora.
¡Con qué profundo interés y agradecimiento, pues, el creyente puede contemplar “el pan y la copa”!
Qué dulce es pensar, cuando nos reunimos el primer día de la semana alrededor de la Mesa del Señor, que apóstoles, mártires y santos se reunieron en torno a esta fiesta, y hallaron allí, en su medida, frescura y bendición.
Muchas cosas tuvieron lugar con el correr de los siglos:
1. Muchas escuelas de teología surgieron, florecieron y desaparecieron;
2. Doctores y padres amontonaron cuantiosos y ponderosos volúmenes de teología;
3. Funestas herejías obscurecieron la atmósfera y fragmentaron por completo a la Iglesia profesante;
4. La superstición y el fanatismo introdujeron sus infundadas teorías y extravagantes ideas;
Los cristianos profesantes se dividieron en innumerables partidos o sectas; pero, a pesar de las tinieblas y la confusión que reinaron, la Cena del Señor ha subsistido siempre, y nos habla de una manera simple, aunque poderosa:
“Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1.ª Corintios 11:26).
CUANDO DEBE CELEBRARSE LA CENA DEL SEÑOR
Aunque la Cena no fue instituida el primer día de la semana, el capítulo 24 de Lucas y el capítulo 20 de los Hechos son harto suficientes para demostrar, a una mente sumisa, a la Palabra de Dios, que ese es el día en que debe ser celebrada.
El Señor partió el pan con sus discípulos “el primer día de la semana” (Lucas 24:1, 30); y en los Hechos leemos:
“El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan...” (Hechos 20:7).
Estos pasajes son plenamente suficientes para demostrar que los discípulos no deben reunirse una vez al mes, cada tres meses o cada seis meses, para partir el pan, sino al menos una vez a la semana y, además, el primer día de la semana.
Uno comprende también fácilmente que hay una razón particular, moralmente conveniente, de celebrar la Cena el primer día de la semana:
Es el día de la resurrección, el día de la Iglesia, en contraste con el séptimo día que era el día de Israel.
En la institución de la Cena, el Señor apartó los pensamientos de sus discípulos de todas las cosas judías, diciéndoles que no bebería más del fruto de la vid —de la copa pascual— e introduciendo un nuevo orden de cosas; y así también nosotros, el día mismo en que la Cena debe ser celebrada, observamos el mismo contraste entre las cosas celestiales y las terrenales.
Solo en el poder de Su resurrección podemos anunciar la muerte del Señor de la manera que conviene.
Cuando la batalla terminó, Melquisedec sacó pan y vino, y bendijo a Abraham en el nombre del Señor.
Así también, nuestro Melquisedec, cuando la batalla llegó a su fin y la victoria fue ganada, se hizo presente en resurrección con pan y vino, para fortalecer y consolar los corazones de los suyos, y para alentarles con esa paz que tanto le costó obtener.
Si, pues, el primer día de la semana es el día en que los discípulos, como nos lo enseña la Escritura, se reunían para partir el pan, está claro que ninguna persona tiene el derecho de cambiar este día y de partir el pan una vez al mes, o cada seis meses.
Un cristiano en cuyo corazón los sentimientos de amor por la persona del Señor son verdaderamente vivos y fervientes, no querrá más que anunciar la muerte del Señor tan a menudo como sea posible.
Parecería, como lo vemos al principio del libro de los Hechos, que los discípulos partían el pan diariamente.
Esto parece inferirse de la expresión:
“Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas” (Hechos 2:46).
Sin embargo, de lo que no caben dudas es de que el primer día de la semana es el día en que los discípulos se reunieron para partir el pan, tal como se nos enseña claramente en Hechos 20:7, y podemos ver también la belleza y la conveniencia moral de celebrar la Cena ese día.
LA MANERA EN QUE HA DE CELEBRARSE LA CENA DEL SEÑOR
En lo que concierne a la manera de celebrar la fiesta, los cristianos deberían ante todo dar la prueba de que el partimiento del pan es el objeto más elevado de su reunión el primer día de la semana.
Deberían mostrar que no se reúnen para la predicación o la instrucción, sino que el partimiento del pan es su principal objeto.
Es la obra de Cristo lo que mostramos en la Cena, y por ello le debemos dar el primer lugar en la asamblea.
Y cuando esto se ha llevado a cabo debidamente, se dará libre curso a la acción del Espíritu Santo para el ministerio.
El oficio del Espíritu Santo es anunciar y glorificar el Nombre, la Persona y la obra de Cristo; y si se le permite dirigir y poner orden en las asambleas de los cristianos —derecho que sin duda le pertenece—, podemos estar seguros de que siempre dará el primer lugar a Cristo y a su obra.