Invocación

18 Noviembre 1998
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Escrito por Ángel, siervo de Dios

Invocación
Miércoles, 14 de marzo de 2001

Nada que acontezca en tu vida, por duro que pudiera parecer, se asemeja a la situación de aquel que desconoce a su Dios. Así como la Biblia elogia a David porque prometió no darse descanso hasta encontrar un lugar para el Arca del Señor (Sal 132,4-5), así todo corazón verdaderamente cristiano vive una especie de agonía de amor, viendo que en muchas vidas no hay lugar para el amor inmenso de Dios.

A ti ya te parece natural que empiece a hablarte diciendo: "en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". Este saludo a Dios, que contiene el reconocimiento admirado del misterio trinitario cerca de ti, casi parece un saludo a ti, de la misma familiaridad que ya tienes con el Santo Nombre. Pero esa misma expresión no suena familiar sino extraña o incluso odiosa a los oídos de millones y millones de tus hermanos los hombres. Los corazones de estos hermanos tuyos son como tierra agreste, que desconoce o expresamente rechaza la semilla de eternidad que trae Dios como regalo para ellos.

¡Dios es un extraño para su creatura bienamada! ¡No hay lugar para el Hacedor de todo, y, lo que es más triste, muchos de quienes debieran interesarse por remediar tal tragedia, duermen despreocupados sobre la almohada de su salvación, que, al parecer, consideran ya segura!

El Nombre de Dios debe resonar como música amable en el alma de todo hombre. Las invocaciones a Dios deben ser el reloj interno de tus días y noches, lo mismo que en los días y noches de tus hermanos. Tú puedes ser llamado "templo", según hizo el apóstol Pablo (1 Cor 3,16) ante todo porque albergas el Nombre divino. No puede, en efecto, decirse bien que Dios "habita" donde no se le invoca, pues es esta invocación la que marca la diferencia entre la presencia que Dios tiene como Creador y la que tiene como Padre Redentor y Santificador.

La invocación es el reconocimiento de la inteligencia y el asentimiento de la voluntad; es una expresión de fe, una raíz firme para la esperanza, y un principio cierto de amor. La invocación es apertura, disposición para escuchar, atender y obedecer. La invocación es conciencia del propio límite, acto de sensatez, de humildad y comienzo verdadero de la confianza. La invocación, en fin, te une a las multitudes de necesitados que acuden sin pausa al Rey Bondadoso de todo y de todos.

Mira que, mientras que la posesión de los bienes causa recelo, la petición de gracias y mercedes causa unión. Los hombres no llaman "hermanos" a los que tienen lo que ellos no tienen, en cambio sí se consideran hermanos de los que necesitan y suplican lo que ellos mismos suplican porque necesitan. De este modo se ve que la invocación no sólo te pone en camino hacia Dios, sino también en la ruta hacia tu hermano.

Los que nada invocan nada esperan. Fue el pecado que cometió aquel rey inseguro, Ajaz, al que Isaías le dijo: «pide una señal» (Is 7,11), y él no quiso. Obró así porque estaba herido en la esperanza, y prefería morir metido en el guacal de sus exiguas fuerzas, antes que abrirse al riesgo de confiar en Dios.

Precisamente en ese pasaje es notable lo que añade el profeta: «Dios, por su cuenta, te da una señal» (Is 7,14). Ese "por su cuenta" alude a la distancia que separa la generosidad de Dios, que llega al desperdicio, en contraste con el temor del hombre, que llega a la mezquindad. Dios prefiere dar, aunque pierda algo; el hombre carnal prefiere retener, aunque se pierda a sí mismo. Ambos están dispuestos a perder: Dios, por exceso de amor; el hombre, por exceso de temor. Finalmente, en Cristo, el exceso de Dios resultó más fuerte que el exceso del hombre. Es lo que ves en la muerte de la Santísima Cruz.

Bueno, ya que esto aprendes, medítalo, agradécelo, practícalo y predícalo. Para ti será el Reino de los Cielos.