Hola, soy un nuevo ATEO que se incorpora a este foro y quisiera iniciar mi intervención con este tema, el de la muerte como forma de opresión religiosa.
La inmortalidad y la eterna juventud han sido los deseos favoritos de los hombres. Curanderos de las más variadas especies han ideado fórmulas, elixires, ungüentos, bebedizos, aplicaciones, para lograr la eterna belleza y la eterna juventud. Los modernos curanderos siguen esa misma tradición, engañan a las mujeres que no se resignan a envejecer y quieren ser eternamente bellas, les ofrecen lociones, tratamientos, cremas de belleza, aplicaciones contra la celulitis, la esperanza de permanecer físicamente en el mundo sigue inmutable. Los guardianes de la muerte y los vendedores del trasmundo adujeron que la única esperanza de inmortalidad era la suya, la inmortalidad del alma, que el apego materialista a este mundo o el logro de la inmortalidad carnal y la eterna juventud era atentar contra las leyes naturales y solo se podía lograr al precio de pactar con el diablo. Esta misma tensión, con rostro renovado, se nos presenta hoy día.
La conciencia de la muerte es el punto negro más escabroso de nuestra existencia. Somos seres radicalmente existenciales. Con los restantes animales tenemos en común el instinto de supervivencia. Lo que no compartimos con los restantes seres vivos, lo que podemos considerar como más propiamente humano, en nuestro instinto consciente de supervivencia, es nuestro más oculto y manifiesto deseo de no morir, de traspasar la barrera física de la muerte o, simplemente, de echar abajo esa barrera. Los hombres somos por definición los mortales, opuestos a los dioses inmortales.
El materialismo no es en efecto reconfortante, ni para el que busca consuelo por la desaparición de sus seres queridos ni para el que lo busca para saber que va a ser de sí mismo. El materialismo tampoco nos va a liberar del miedo a la muerte ni de nuestra angustiosa conciencia de que un día u otro vamos a desaparecer, de que la observemos como meros espectadores y la veamos como algo ajeno a nosotros mismos que solo sucede al otro o de que inconsciente y secretamente estemos convencidos de nuestra propia inmortalidad y atemporalidad. Y ahí reside precisamente su valor, su firmeza y su profunda dignidad.
Solo en y por el materialismo se puede construir una ética real y libre. La ética sobre la que pesa el miedo y el constreñimiento, su subordinación a alcanzar algún día la felicidad en el Reino de los Cielos o el tormento absoluto en los Infiernos no puede ser jamás una verdadera ética libre, es una ética fundamentalmente represiva, una moral de esclavos. Por eso hemos de destacar el lado positivo de la ética materialista: no hay otra vida más que esta, ¡vivámosla!, dejemos de ser esclavos de alucinaciones, construyamos nuestro futuro, no intentemos sentirnos más de lo que somos o, más bien, podemos ser muchas más cosas de lo que somos pero solo y exclusivamente en este mundo.
El miedo a la muerte es un factor constrictivo con el que viviremos siempre. No se trata de superarlo porque es insuperable. El que no teme a la muerte no es un valiente, es un fanático o un insensato. El auténtico valor moral que tiene afrontar el fin de la existencia es saber controlarlo, saber asumirlo con dignidad y, a fin de que este no sea un tema obsesivo, contrarrestarlo con un mayor apego a la vida como experiencia única e irrepetible. Un gigantesco azar combinó la materia de tal modo que generó estructuras vivientes. Tenemos el privilegio de ser seguramente las únicas criaturas vivientes del Universo. De no ser así la muerte seguirá siendo la mas gigantesca fuente de poder de las Iglesias y demás organizaciones oscurantistas.
La inmortalidad y la eterna juventud han sido los deseos favoritos de los hombres. Curanderos de las más variadas especies han ideado fórmulas, elixires, ungüentos, bebedizos, aplicaciones, para lograr la eterna belleza y la eterna juventud. Los modernos curanderos siguen esa misma tradición, engañan a las mujeres que no se resignan a envejecer y quieren ser eternamente bellas, les ofrecen lociones, tratamientos, cremas de belleza, aplicaciones contra la celulitis, la esperanza de permanecer físicamente en el mundo sigue inmutable. Los guardianes de la muerte y los vendedores del trasmundo adujeron que la única esperanza de inmortalidad era la suya, la inmortalidad del alma, que el apego materialista a este mundo o el logro de la inmortalidad carnal y la eterna juventud era atentar contra las leyes naturales y solo se podía lograr al precio de pactar con el diablo. Esta misma tensión, con rostro renovado, se nos presenta hoy día.
La conciencia de la muerte es el punto negro más escabroso de nuestra existencia. Somos seres radicalmente existenciales. Con los restantes animales tenemos en común el instinto de supervivencia. Lo que no compartimos con los restantes seres vivos, lo que podemos considerar como más propiamente humano, en nuestro instinto consciente de supervivencia, es nuestro más oculto y manifiesto deseo de no morir, de traspasar la barrera física de la muerte o, simplemente, de echar abajo esa barrera. Los hombres somos por definición los mortales, opuestos a los dioses inmortales.
El materialismo no es en efecto reconfortante, ni para el que busca consuelo por la desaparición de sus seres queridos ni para el que lo busca para saber que va a ser de sí mismo. El materialismo tampoco nos va a liberar del miedo a la muerte ni de nuestra angustiosa conciencia de que un día u otro vamos a desaparecer, de que la observemos como meros espectadores y la veamos como algo ajeno a nosotros mismos que solo sucede al otro o de que inconsciente y secretamente estemos convencidos de nuestra propia inmortalidad y atemporalidad. Y ahí reside precisamente su valor, su firmeza y su profunda dignidad.
Solo en y por el materialismo se puede construir una ética real y libre. La ética sobre la que pesa el miedo y el constreñimiento, su subordinación a alcanzar algún día la felicidad en el Reino de los Cielos o el tormento absoluto en los Infiernos no puede ser jamás una verdadera ética libre, es una ética fundamentalmente represiva, una moral de esclavos. Por eso hemos de destacar el lado positivo de la ética materialista: no hay otra vida más que esta, ¡vivámosla!, dejemos de ser esclavos de alucinaciones, construyamos nuestro futuro, no intentemos sentirnos más de lo que somos o, más bien, podemos ser muchas más cosas de lo que somos pero solo y exclusivamente en este mundo.
El miedo a la muerte es un factor constrictivo con el que viviremos siempre. No se trata de superarlo porque es insuperable. El que no teme a la muerte no es un valiente, es un fanático o un insensato. El auténtico valor moral que tiene afrontar el fin de la existencia es saber controlarlo, saber asumirlo con dignidad y, a fin de que este no sea un tema obsesivo, contrarrestarlo con un mayor apego a la vida como experiencia única e irrepetible. Un gigantesco azar combinó la materia de tal modo que generó estructuras vivientes. Tenemos el privilegio de ser seguramente las únicas criaturas vivientes del Universo. De no ser así la muerte seguirá siendo la mas gigantesca fuente de poder de las Iglesias y demás organizaciones oscurantistas.