Experiencia del Espíritu

26 Abril 2001
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Experiencia del Espíritu
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Cuando se da una esperanza total que prevalece sobre todas las demás esperanzas particulares, que abarca con su suavidad y con su silenciosa promesa todos los crecimientos y todas las caídas,

cuando se acepta y se lleva libremente una responsabilidad donde no se tienen claras perspectivas de éxito y de utilidad,

cuando un hombre conoce y acepta su libertad última, que ninguna fuerza terrena le puede arrebatar,

cuando se acepta con serenidad la caída en las tinieblas de la muerte como el comienzo de una promesa que no entendemos,

cuando se da como buena la suma de todas las cuentas de la vida que uno mismo no puede calcular pero que Otro ha dado por buenas, aunque no se puedan probar,

cuando la experiencia fragmentada del amor, la belleza y la alegría, se viven sencillamente y se aceptan como promesa del amor, la belleza y la alegría, sin dar lugar a un escepticismo cínico como consuelo barato del último desconsuelo,

cuando el vivir diario, amargo, decepcionante y aniquilador, se vive con serenidad y perseverancia hasta el final, aceptado por una fuerza cuyo origen no podemos abarcar ni dominar,

cuando se corre el riesgo de orar en medio de tinieblas silenciosas sabiendo que siempre somos escuchados, aunque no percibimos una respuesta que se pueda razonar o disputar,

cuando uno se entrega sin condiciones y esta capitulación se vive como una victoria,

cuando el caer se convierte en un verdadero estar de pie,

cuando se experimenta la desesperación y misteriosamente se siente uno consolado sin consuelo fácil,

cuando el hombre confía sus conocimientos y preguntas al misterio silencioso y salvador, más amado que todos nuestros conocimientos particulares convertidos en señores demasiado pequeños para nosotros,

cuando ensayamos diariamente nuestra muerte e intentamos vivir como desearíamos morir: tranquilos y en paz, cuando... podríamos continuar durante largo tiempo.

Allí está Dios y su gracia liberadora, allí conocemos a quien nosotros, cristianos, llamamos Espíritu Santo de Dios,

allí se hace una experiencia que no se puede ignorar en la vida, aunque a veces esté reprimida, porque se ofrece a nuestra libertad con el dilema de si queremos aceptarla o si, por el contrario, queremos defendernos de ella en un infierno de libertad al que nos condenamos nosotros mismos.

Esta es la mística de cada día, el buscar a Dios en todas las cosas. Aquí está la sobria embriaguez del Espíritu de la que hablan los Padres de la Iglesia y la liturgia antigua y a la que nos esta permitido rehusar o despreciar por su sobriedad.

KARL RAHNER
 
Diafanía
(fragmento de Frei Betto)

Identificar el ideal de la vida cristiana con la figura tradicional del místico, del anacoreta, del monje, es proponer al pueblo de Dios una dedicación al universo religioso y una radicalidad ascética incompatible con la vida actual, la familia, la profesión.
Es dividir la vida cristiana entre un pequeño grupo de selectos llamados a la perfección y los demás, obligados a contentarse con una vida mediocre.

Rahner hablaba de la “mística de la cotidianidad” y de la “experiencia intensa de la Transcendencia”.
Metz enfatiza la “mística de los ojos abiertos”.
Levinas resaltaba el carácter ético de la espiritualidad al afirmar que “la voz de Dios es el rostro del prójimo”.

Tenemos que aprender con Jesús a conciliar la proclamación del Reino en medio de la multitud y los momentos de intimidad solitaria con el Padre.
Oración y acción como caras de la misma moneda.

Así, si fuéramos capaces de reconocer el carácter sacramental de la naturaleza y de encontrar el tesoro escondido en el rostro de quien se identificó con los condenados de la tierra (Mt 25, 31), entonces habremos encontrado el Agua Viva que brota de nuestro propio pozo.

Todo lo dicho hasta ahora y todo lo que me gustaría expresar, me parece resumido en este texto que Teilhard de Chardin escribió en China entre noviembre de 1926 y marzo de 1927:

“La manifestación de lo Divino no modifica el orden real y aparente de las cosas, del mismo modo que la consagración eucarística no modifica ante nuestros ojos las especies santas.

Dado que el conocimiento psicológico en sus comienzos consiste únicamente en la aparición de una tensión interna o un deslumbramiento profundo, las relaciones entre criaturas permanecen exactamente las mis-mas. Sencillamente se encuentran más marcadas en su sentido.

Como esas materias translúcidas que quedan iluminadas por un rayo de luz que en ella se encierra, el mundo, para el místico cristiano, aparece bañado de luz interna que le intensifica el relieve, la estructura y las profundidades.
Esta luz no es el matiz superficial que puede ser captado por una grosera sensación. Tampoco es el brillo crudo que hace desaparecer los objetos y ciega la vista.
Ella es el sereno y poderoso resplandor generado por la síntesis de todos los elementos del mundo en Jesús.

Cuanto más acabados, según su naturaleza, son los seres en los cuales brilla, más próximo y sensible parece ese resplandor; y cuanto más sensible se vuelve, más distintos en sus contornos y distantes en su fondo se vuelven los objetos que él ilumina.

Si nos es permitido modificar ligeramente una expresión sagrada, diremos que el gran misterio del cristianismo no es exactamente la Aparición sino la Transparencia de Dios en el Universo.

¡Oh! Sí, Señor, no sólo el rayo de luz que pasa rozando, sino el rayo que penetra.
No tu Epifanía, Jesús, sino tu Diafanía”.
 
¡Palabra del Espíritu!
¡Espíritu de la Palabra!

José Cristo Rey García-Paredes


Hemos sido agraciados con un gran regalo: ¡la Palabra de Dios! Dios ha querido dirigirnos su Palabra y no nos ha arrojado en el país del silencio. A través de su Palabra, Dios nos expresa su intimidad, realiza sus pensamientos e imaginaciones, da cauce a su infinita creatividad:
«El lo dijo y existió, lo mandó y surgió» (Sal 33,9).

A través de su Palabra nos conduce, nos educa, nos convoca.
Sin su Palabra nuestra humanidad sería un caos. Nos ha confiado el ministerio de su Palabra. Por eso, nos ha regalado su Espíritu.

La Palabra de Dios ha ido llegando a nosotros en fragmentos:
«muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas» (Heb 1,1); su discurso fragmentado no expresaba, no revelaba todo su querer, toda su intimidad. «En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,2).

El Hijo de Dios aparece como Palabra, la Palabra que todo lo dice y todo lo actúa. La Palabra es un ser humano. Nos habla con el lenguaje de una comunidad-humanidad y desde una conciencia humana.

Jesús es la Palabra encarnada. Toda su historia es incarnatio continuata. De ahí su crecimiento: «Y el niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría» (Lc 2, 40.53).
La Palabra de Dios tiene en Jesús una historia. Jesús inicia un nuevo lenguaje cuando asume una nueva forma de vida y de artesano se convierte en profeta itinerante.

La Palabra se hace Evangelio viviente, anuncio de buena noticia para los pobres, palabra eficaz que pasa haciendo el bien y de la que emerge una energía que a todos cura. Los evangelios describen la impresión de novedad que Jesús causaba: «Un nuevo modo de enseñar con autoridad» (Mc 1,27); «nadie ha hablado nunca como este hombre» (Jn 7,46).

El prólogo de Juan, refiriéndose a toda la existencia de Jesús, anuncia lo nunca oído: que la Palabra fuera vista como carne. Podemos decir que en Jesús la Palabra cobra progresivamente más personalidad. Unos acogieron la Palabra; otros la rechazaron y quisieron enmude-cerla para siempre. Pero entonces, en la cruz, la palabra se hizo palabra de amor para siempre.

La evangelización prolonga la encarnación de la Palabra. La fuerza creadora y proféitca de la Palabra, actúa en cada evangelizador, en cada acontecimiento de evangelización. Más allá de nuestras personas, más allá de nuestras iniciativas, la Palabra sigue configurando el mundo, haciendo presente el Reino.

La Palabra es tal porque tiene Espíritu.
Sin Espíritu no puede ser proferida.
Sin Espíritu no tiene objetivo, ni meta.

El Espíritu se comunicó en Pentecostés en el símbolo de lenguas como de fuego, es decir, en una especie de lenguaje divino, comunicado a los discípulos evangelizadores, que todos entienden y a todos llega.

Sin espíritu la palabra es letra muerta, sonido inerte.
Cuando la Palabra entrega el Espíritu, Jesús, la Palabra, muere. Sin la palabra el espíritu es esbozo, intención inacabada, parto frustrado. Los profetas no solo recibieron una palabra que transmitir, sino un espíritu para mover y crear: por eso, ¡entraban en trance!, ¡quedaban enajenados!

La Palabra de Dios es concebida en la tierra por obra del Espíritu (Jn 1,14). También otras palabras menores son concebidas por obra del Espíritu: en la oración, el Espíritu ora con gemidos inenarrables (Rom 8,26ss); la palabra del testimonio procede del Espíritu: «no hablaréis... el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros: Mt 10,20).

El Espíritu es el suspiro de Dios, más penetrante que su Palabra; el Espíritu actúa para que las bocas prediquen la Palabra y los corazones se abran a ella y la entiendan y acojan.

Evangeliza quien siente en su corazón dos pasiones: el Espíritu y la Palabra.