El teólogo Lynn Anderson recuerda que en cierta ocasión un destacado novelista llegó al pequeño pueblo canadiense donde había vivido de niño. El escritor visitó a la familia de Anderson, y preguntó a Lynn:
—¿De verdad cree que la Biblia es un libro verídico? ¿Que vírgenes dan a luz y los muertos resucitan?
—Así es. Es lo que creo —respondió Lynn.
—Daría cualquier cosa por creer, porque las únicas personas que se ven realmente felices son las que afirman tener fe en lo que usted cree. Pero yo no consigo creer, porque se me interpone el intelecto.
Este argumento lo he oído muchas veces. Sin embargo, tal como respondió Anderson al periodista Lee Strobel, lo que sucede en muchos casos no es que la gente no pueda creer en Dios; es que no quiere.
En su libro The Case for Faith (argumentos a favor de la fe) Strobel pide a Anderson que le aclare lo que quiere decir. Anderson dice: "Empecé a repasar mentalmente lo que el novelista perdería si se hiciera seguidor de Jesucristo. Por ejemplo, él pertenecía a una asociación de eminentes escritores; y todos concordaban que la religión era absurda. No me cabe duda de que el orgullo profesional y el rechazo de sus colegas habrían sido un precio muy elevado que pagar."
Lamentablemente, el de este escritor no es un caso aislado. Anderson concluye: "Por detrás de las apariencias, hay voluntad de creer o no la hay." La Biblia lo corrobora. Abraham es conocido como el padre de la fe, y no porque nunca dudara, sino porque jamás dio a Dios por imposible. Josué dijo: "Escogeos hoy a quién sirváis" [Josué 24:15].
Anderson añade: "En el fondo, la fe proviene de una decisión, es algo voluntario". Y, en efecto lo es.
Mortimer Adler, uno de los más destacados intelectuales del siglo XX, confesó que le gustaría abrazar la fe cristiana, pero que ello le exigiría efectuar unos cambios excesivamente grandes en su vida. Más adelante, sin embargo, superó sus reservas y llegó a ser un creyente muy activo.
Malcolm Muggeridge, periodista que abrazó la fe en la última etapa de su vida, podría ser llamado el santo patrono de los incrédulos. De joven, predijo que su epitafio rezaría: "Aquí yace alguien cuya alma ardía en grandes deseos, y a quien a veces se le entreabrió la cortina del infinito, pero le faltó valor para aprovechar la oportunidad". Sin embargo, Muggeridge se convirtió en un cristiano devoto.
Si el lector tiene un amigo que afirma que no puede superar las objeciones intelectuales que le impiden tener fe en Dios, ahonde un poco. Averigüe qué le impide creer a su amigo. Luego, hágale ver de un modo cordial que lo que le impide tener fe no es la mente, sino el corazón.
Seguidamente, ruegue a Dios que, como Malcolm Muggeridge, su amigo tenga por fin el valor para ser consecuente.
Lo mejor y más hermoso del mundo no se puede ver ni tocar. Debe sentirse con el corazón.
Helen Keller (1880-1968)
No nos contengamos, cuando la verdad es que Dios nos ofrece maravillas, posibilidades que la fe puede hacer realidad.
¡Lancémonos de lleno! ¡Echemos mano a lo que nos ofrece! El que vacila pierde fe y con ello las muchas posibilidades que esta le ofrece.
Nuestra fe no se fundamenta en presunciones huecas ni en imaginaciones imprecisas, sino en un Dios vivo y real que siempre cumple Su palabra.
—¿De verdad cree que la Biblia es un libro verídico? ¿Que vírgenes dan a luz y los muertos resucitan?
—Así es. Es lo que creo —respondió Lynn.
—Daría cualquier cosa por creer, porque las únicas personas que se ven realmente felices son las que afirman tener fe en lo que usted cree. Pero yo no consigo creer, porque se me interpone el intelecto.
Este argumento lo he oído muchas veces. Sin embargo, tal como respondió Anderson al periodista Lee Strobel, lo que sucede en muchos casos no es que la gente no pueda creer en Dios; es que no quiere.
En su libro The Case for Faith (argumentos a favor de la fe) Strobel pide a Anderson que le aclare lo que quiere decir. Anderson dice: "Empecé a repasar mentalmente lo que el novelista perdería si se hiciera seguidor de Jesucristo. Por ejemplo, él pertenecía a una asociación de eminentes escritores; y todos concordaban que la religión era absurda. No me cabe duda de que el orgullo profesional y el rechazo de sus colegas habrían sido un precio muy elevado que pagar."
Lamentablemente, el de este escritor no es un caso aislado. Anderson concluye: "Por detrás de las apariencias, hay voluntad de creer o no la hay." La Biblia lo corrobora. Abraham es conocido como el padre de la fe, y no porque nunca dudara, sino porque jamás dio a Dios por imposible. Josué dijo: "Escogeos hoy a quién sirváis" [Josué 24:15].
Anderson añade: "En el fondo, la fe proviene de una decisión, es algo voluntario". Y, en efecto lo es.
Mortimer Adler, uno de los más destacados intelectuales del siglo XX, confesó que le gustaría abrazar la fe cristiana, pero que ello le exigiría efectuar unos cambios excesivamente grandes en su vida. Más adelante, sin embargo, superó sus reservas y llegó a ser un creyente muy activo.
Malcolm Muggeridge, periodista que abrazó la fe en la última etapa de su vida, podría ser llamado el santo patrono de los incrédulos. De joven, predijo que su epitafio rezaría: "Aquí yace alguien cuya alma ardía en grandes deseos, y a quien a veces se le entreabrió la cortina del infinito, pero le faltó valor para aprovechar la oportunidad". Sin embargo, Muggeridge se convirtió en un cristiano devoto.
Si el lector tiene un amigo que afirma que no puede superar las objeciones intelectuales que le impiden tener fe en Dios, ahonde un poco. Averigüe qué le impide creer a su amigo. Luego, hágale ver de un modo cordial que lo que le impide tener fe no es la mente, sino el corazón.
Seguidamente, ruegue a Dios que, como Malcolm Muggeridge, su amigo tenga por fin el valor para ser consecuente.
Lo mejor y más hermoso del mundo no se puede ver ni tocar. Debe sentirse con el corazón.
Helen Keller (1880-1968)
No nos contengamos, cuando la verdad es que Dios nos ofrece maravillas, posibilidades que la fe puede hacer realidad.
¡Lancémonos de lleno! ¡Echemos mano a lo que nos ofrece! El que vacila pierde fe y con ello las muchas posibilidades que esta le ofrece.
Nuestra fe no se fundamenta en presunciones huecas ni en imaginaciones imprecisas, sino en un Dios vivo y real que siempre cumple Su palabra.