Desde que conocí este foro, he leido muchos posts con discusiones entre católicos y evangélicos sobre María, los santos, escritura, etc. Pero al final he llegado a la conclusión de que todas estas diferencias son accesorias y provienen de que el dios de los evangélicos no es el mismo que el Dios del Nuevo Testamento.
Para los evangélicos Dios no es Trinidad, aunque en teoría la admiten. Es un Dios que es capaz de crear hombres predestinados a la condenación. Su relación con los hombres es individual, con cada uno. Cada uno se salva sin relación a los demás. No es raro que con esta concepción las divisiones dentro del evangelismo sean continuas. No me gusta esta congregación, pues me paso a otra, o fundo yo una nueva. Pero, de ser así, no habría hecho falta que Dios se encarnara, no habría hecho falta toda la historia de la salvación, no habría hecho falta la Iglesia, ni la intercesión de los santos, etc. Etc.
Para los católicos Dios es amor. La Trinidad el misterio de la Santísima Trinidad es la expresión de esta verdad inaudita: que Dios es amor. Que Dios no es más que amor. Saber que Dios es "tres", es saber que la vida, para Dios, consiste en preferir a otro ("Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”) en referirse a otro ("El que me envió está conmigo... porque yo hago siempre lo que es de su agrado". "Según le oigo, juzgo”), en dar testimonio de otro ("El Espíritu de verdad... él dará testimonio de Mí”).
El dogma de la Santísima Trinidad nos revela que Dios es totalmente don, movimiento, impulso hacia otro (cual ave que no fuera sino vuelo). El Padre da: "Padre, lo tuyo es mío". Y, por el mismo movimiento, el Hijo restituye: "Y todo lo mío es tuyo". Y esta comunicación entre ambos es algo, tan vivo y tan real que, en sí misma, constituye una persona: el Espíritu Santo, cuyo gozo está en dar testimonio de los otros dos.
Son tres a dar. Y se dan tan totalmente que, empero, son Uno.
De la idea que nos forjemos de la Trinidad procederá, consciente o inconscientemente, la orientación de toda nuestra vida. De la idea que Adán se hizo de la Trinidad –de la vida de Dios dependió la orientación de toda la humanidad. Para ser "como Dios", Adán quiso manumitirse de la necesidad de obedecer, de confiar, de fiar en otro, de no saberlo todo... ¿Soñamos también nosotros con llegar a ser cada vez más fuertes, más suficientes, más capaces de apañarnos solos, más in dependientes más manumitidos, más solitarios? ¿O bien, cada vez más dependientes, más amantes, más conectados a los demás, más vulnerables a los demás, más incapaces de prescindir de los demás?
¿Creéis que Dios se hubiera mostrado más grande de haberse reservado celosamente la salvación de millones de seres aislados, egoístas e impermeables unos a otros?
Dios quiso darnos a conocer el sabor del gozo de Dios, que es el gozo de dar.
Dios quiso darnos el que también nosotros fuéramos Dios. Dios escogió que nos santificáramos los unos por medio de los otros. Quiso tener necesidad de nosotros. No le satisface ser el único que ama, sino lograr que nosotros amemos, verter en nosotros su amor, propagarse con nosotros, por nosotros. Es más fácil hacer por sí mismo que lograr que otros hagan. La obra maestra del amor de Dios es haber arrastrado a los hombres a este movimiento Suyo de amor, a formar con Cristo la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
«Cuerpo de Cristo» significa precisamente participación de los hombres en el servicio de Cristo, de suerte que vienen a ser como sus «órganos» y Cristo no puede ya ni siquiera pensarse sin ellos. Sólo Cristo salva, cierto; pero este Cristo, único que salva, no está nunca solo. Y su acción salvadora tiene su particularidad específica en que no hace simplemente al otro receptor pasivo de un don concluso en sí mismo, sino que lo incorpora a su propia actividad. El hombre se salva al cooperar a la salvación de los otros. Uno se salva siempre, por decirlo así, para los otros y, en este sentido, se salva también por los otros. Ser cristiano no es un carisma individual, sino social. No somos cristianos porque solo los cristianos se salvan, sino porque la diaconía cristiana es necesaria para la historia.
«Ser cristiano es un llamamiento a la magnanimidad del hombre, a su generosidad, a que esté dispuesto a caminar con Simón de Cirene bajo la cruz de Cristo que proyecta su sombra sobre la historia universal. El servicio no es para él grande, porque se salve él mismo y los otros se condenen (eso sería la actitud del hermano envidioso y de los trabajadores de la primera hora), sino porque por él se salvan también los otros».
Para los evangélicos Dios no es Trinidad, aunque en teoría la admiten. Es un Dios que es capaz de crear hombres predestinados a la condenación. Su relación con los hombres es individual, con cada uno. Cada uno se salva sin relación a los demás. No es raro que con esta concepción las divisiones dentro del evangelismo sean continuas. No me gusta esta congregación, pues me paso a otra, o fundo yo una nueva. Pero, de ser así, no habría hecho falta que Dios se encarnara, no habría hecho falta toda la historia de la salvación, no habría hecho falta la Iglesia, ni la intercesión de los santos, etc. Etc.
Para los católicos Dios es amor. La Trinidad el misterio de la Santísima Trinidad es la expresión de esta verdad inaudita: que Dios es amor. Que Dios no es más que amor. Saber que Dios es "tres", es saber que la vida, para Dios, consiste en preferir a otro ("Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”) en referirse a otro ("El que me envió está conmigo... porque yo hago siempre lo que es de su agrado". "Según le oigo, juzgo”), en dar testimonio de otro ("El Espíritu de verdad... él dará testimonio de Mí”).
El dogma de la Santísima Trinidad nos revela que Dios es totalmente don, movimiento, impulso hacia otro (cual ave que no fuera sino vuelo). El Padre da: "Padre, lo tuyo es mío". Y, por el mismo movimiento, el Hijo restituye: "Y todo lo mío es tuyo". Y esta comunicación entre ambos es algo, tan vivo y tan real que, en sí misma, constituye una persona: el Espíritu Santo, cuyo gozo está en dar testimonio de los otros dos.
Son tres a dar. Y se dan tan totalmente que, empero, son Uno.
De la idea que nos forjemos de la Trinidad procederá, consciente o inconscientemente, la orientación de toda nuestra vida. De la idea que Adán se hizo de la Trinidad –de la vida de Dios dependió la orientación de toda la humanidad. Para ser "como Dios", Adán quiso manumitirse de la necesidad de obedecer, de confiar, de fiar en otro, de no saberlo todo... ¿Soñamos también nosotros con llegar a ser cada vez más fuertes, más suficientes, más capaces de apañarnos solos, más in dependientes más manumitidos, más solitarios? ¿O bien, cada vez más dependientes, más amantes, más conectados a los demás, más vulnerables a los demás, más incapaces de prescindir de los demás?
¿Creéis que Dios se hubiera mostrado más grande de haberse reservado celosamente la salvación de millones de seres aislados, egoístas e impermeables unos a otros?
Dios quiso darnos a conocer el sabor del gozo de Dios, que es el gozo de dar.
Dios quiso darnos el que también nosotros fuéramos Dios. Dios escogió que nos santificáramos los unos por medio de los otros. Quiso tener necesidad de nosotros. No le satisface ser el único que ama, sino lograr que nosotros amemos, verter en nosotros su amor, propagarse con nosotros, por nosotros. Es más fácil hacer por sí mismo que lograr que otros hagan. La obra maestra del amor de Dios es haber arrastrado a los hombres a este movimiento Suyo de amor, a formar con Cristo la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
«Cuerpo de Cristo» significa precisamente participación de los hombres en el servicio de Cristo, de suerte que vienen a ser como sus «órganos» y Cristo no puede ya ni siquiera pensarse sin ellos. Sólo Cristo salva, cierto; pero este Cristo, único que salva, no está nunca solo. Y su acción salvadora tiene su particularidad específica en que no hace simplemente al otro receptor pasivo de un don concluso en sí mismo, sino que lo incorpora a su propia actividad. El hombre se salva al cooperar a la salvación de los otros. Uno se salva siempre, por decirlo así, para los otros y, en este sentido, se salva también por los otros. Ser cristiano no es un carisma individual, sino social. No somos cristianos porque solo los cristianos se salvan, sino porque la diaconía cristiana es necesaria para la historia.
«Ser cristiano es un llamamiento a la magnanimidad del hombre, a su generosidad, a que esté dispuesto a caminar con Simón de Cirene bajo la cruz de Cristo que proyecta su sombra sobre la historia universal. El servicio no es para él grande, porque se salve él mismo y los otros se condenen (eso sería la actitud del hermano envidioso y de los trabajadores de la primera hora), sino porque por él se salvan también los otros».