Martín-Miguel Rubio Esteban
LA RAZON
sábado 31 de julio de 2004
La Historia nos ha enseñado con excesivo dolor que los infortunios y
desgracias de los judíos se convierten en prosperidad para los bárbaros,
pero tal hecho ha perjudicado siempre seriamente a Occidente. Ojalá otro
heroico Razis no lance sus propias entrañas contra una multitud de
gentiles que ha vuelto a equivocarse. Pues sería ya un error alevoso. El
muro que hoy construye Israel para separarse de sus enemigos es el
«limes» que separa la civilización y la barbarie. Tiene toda la razón
Ariel Sharon cuando pide a los judíos franceses que emigren
inmediatamente a Israel, su patria de materia espiritual, para defender
la civilización occidental en primera línea de batalla, máxime cuando la
Francia de Chirac, como la del primer rey Borbón francés, es la
principal potencia aliada del islam, y desde Lepanto sigue jugando a dos
barajas.
Francia expulsó a los judíos un siglo antes que España, en 1394, y
siempre procuró tener buenas relaciones con el islam hasta el sincero
racionalismo del primer Bonaparte. Pero Jesús fue judío, el judío más
genuino que ha existido, y todo antijudaísmo en la tierra de Juana de
Arco es una traición al propio Jesús y, por ende, a Francia. En
realidad, toda Europa odió a los judíos hasta que no llegó la gran
ilustración revolucionaria de los Estados Unidos. El conde francés
Arthur Gobineau, mucho antes de la Alemania nazi, preparó la primera
teoría racista que abría el camino al exterminio judío. Efectivamente,
el Estado de Israel –el acontecimiento más importante de la historia
judía desde la destrucción de Jerusalén y su templo– nunca ha sido bien
visto por la Europa cristiana; y mucho menos por el propio Vaticano.
Pero personalidades como Maimónides, Sem Tob de Carrión, Simone Weil,
Edith Stein, Hannah Arendt, Hermann Cohen, Martín Buber, Franz
Rosenzweig, Leo Baeck, Max Brod, Hans Joachim Schoeps, Sigmund Freud,
Albert Einstein, Franz Kafka o Ernst Bloch constituyen no sólo la
esencia auténtica del judaísmo, sino que también son pilares esenciales
de Occidente.
Nadie puede negar el infinito dolor que sufre el noble pueblo palestino
–de origen indoeuropeo, por cierto, y no agareno–, y el intolerable
tormento que padece desde hace medio siglo y del que todo hombre honrado
debe sentir compasión, pero hay que decir que le ocurre lo que le suele
ocurrir a los pueblos gobernados por terroristas y caprichosos
autócratas. ¿Cuándo han elegido como su presidente absoluto a Arafat los
palestinos? ¿Cuándo ha necesitado Arafat la aquiescencia de su pueblo
para nombrar a sus más directos colaboradores? Y esto más que nadie
debía entenderlo la proverbial «finesse» de los franceses. Hay
criminales palestinos que creen que ser perseguidos es marca de su
verdad. A Charles De Gaulle, desde luego, no le convencieron. Pensar los
dirigentes palestinos que pueden conseguir sus fines con la sola fuerza
frente a los judíos no sólo constituye una idea criminal, sino que es
una locura. Israel es una democracia –con los tres poderes clásicos del
Estado perfectamente separados– que se defiende. ¿Quién puede dudar ese
hecho?
LA RAZON
sábado 31 de julio de 2004
La Historia nos ha enseñado con excesivo dolor que los infortunios y
desgracias de los judíos se convierten en prosperidad para los bárbaros,
pero tal hecho ha perjudicado siempre seriamente a Occidente. Ojalá otro
heroico Razis no lance sus propias entrañas contra una multitud de
gentiles que ha vuelto a equivocarse. Pues sería ya un error alevoso. El
muro que hoy construye Israel para separarse de sus enemigos es el
«limes» que separa la civilización y la barbarie. Tiene toda la razón
Ariel Sharon cuando pide a los judíos franceses que emigren
inmediatamente a Israel, su patria de materia espiritual, para defender
la civilización occidental en primera línea de batalla, máxime cuando la
Francia de Chirac, como la del primer rey Borbón francés, es la
principal potencia aliada del islam, y desde Lepanto sigue jugando a dos
barajas.
Francia expulsó a los judíos un siglo antes que España, en 1394, y
siempre procuró tener buenas relaciones con el islam hasta el sincero
racionalismo del primer Bonaparte. Pero Jesús fue judío, el judío más
genuino que ha existido, y todo antijudaísmo en la tierra de Juana de
Arco es una traición al propio Jesús y, por ende, a Francia. En
realidad, toda Europa odió a los judíos hasta que no llegó la gran
ilustración revolucionaria de los Estados Unidos. El conde francés
Arthur Gobineau, mucho antes de la Alemania nazi, preparó la primera
teoría racista que abría el camino al exterminio judío. Efectivamente,
el Estado de Israel –el acontecimiento más importante de la historia
judía desde la destrucción de Jerusalén y su templo– nunca ha sido bien
visto por la Europa cristiana; y mucho menos por el propio Vaticano.
Pero personalidades como Maimónides, Sem Tob de Carrión, Simone Weil,
Edith Stein, Hannah Arendt, Hermann Cohen, Martín Buber, Franz
Rosenzweig, Leo Baeck, Max Brod, Hans Joachim Schoeps, Sigmund Freud,
Albert Einstein, Franz Kafka o Ernst Bloch constituyen no sólo la
esencia auténtica del judaísmo, sino que también son pilares esenciales
de Occidente.
Nadie puede negar el infinito dolor que sufre el noble pueblo palestino
–de origen indoeuropeo, por cierto, y no agareno–, y el intolerable
tormento que padece desde hace medio siglo y del que todo hombre honrado
debe sentir compasión, pero hay que decir que le ocurre lo que le suele
ocurrir a los pueblos gobernados por terroristas y caprichosos
autócratas. ¿Cuándo han elegido como su presidente absoluto a Arafat los
palestinos? ¿Cuándo ha necesitado Arafat la aquiescencia de su pueblo
para nombrar a sus más directos colaboradores? Y esto más que nadie
debía entenderlo la proverbial «finesse» de los franceses. Hay
criminales palestinos que creen que ser perseguidos es marca de su
verdad. A Charles De Gaulle, desde luego, no le convencieron. Pensar los
dirigentes palestinos que pueden conseguir sus fines con la sola fuerza
frente a los judíos no sólo constituye una idea criminal, sino que es
una locura. Israel es una democracia –con los tres poderes clásicos del
Estado perfectamente separados– que se defiende. ¿Quién puede dudar ese
hecho?