Originalmente enviado por Luis Fernando:
<STRONG>No, Lola no dice la verdad, aunque lo que dice, no lo dice porque ella haya estudiado el tema sino porque se lo han contado quienes yo me sé.
Y si quieres que te diga quiénes son los que le han dicho eso, con mucho gusto lo haré. Que verás qué bien nos lo vamos a pasar</STRONG>
¡¡¡ Pues vaya, Luis, la Historia de la Iglesia dice LO CONTRARIO !!!
http://www.sobreestapiedra.com/libros/concilios/apendice_01/apendice_01.htm
LA CONSTITUCION ANTIGUA DE LA IGLESIA
«El Papa y el Concilios, por Döllinger (cap. III; scc. 5)
Para abarcar el panorama que proyecta la enorme diferencia que media entre la posición del Primado –o sea la autoridad suprema del Papa en cuestiones de fe, moral y gobierno eclesiástico–, tal como existía en el Imperio Romano y lo que llegó a ser durante la Edad Media, basta con mencionar los siguientes hechos:
1) Los Papas no tuvieron ninguna intervención en la convocatoria de los concilios. Todos los grandes concilios fueron convocados por los emperadores, y concurridos por obispos venidos de diversos países. Los Papas tampoco fueron consultados de antemano. Si éstos consideraban que era necesario convocar un concilio ecuménico, peticionaban a la corte imperial que lo hiciera, como lo hizo Inocencio I en el caso de Crisóstomo, y León I después del Sínodo del año 449, llamado el «Latrocinius» de Efeso. Y no siempre obtenían lo que solicitaban, como tuvieron que aprenderlo por experiencia los dos Papas mencionados.
2) No siempre se permitió a los Papas presidir Los concilios ecuménicos, ya fuera personalmente o por delegación, aunque nadie les negó el primer lugar en la Iglesia. Otras personas presidieron el Concilio Ecuménico, o general, de Nicea del año 325; los dos de Efeso, de 431 y 449, y el Quinto Ecuménico de 553. Los delegados papales presidieron solamente en el de Calcedonia de 451 y en el de Constantinopla de ó80. También resulta evidente que los Papas jamás pretendieron que éste fuera su derecho exclusivo. Cuando León I envió sus delegados a Efeso, en el año 449, sabía que el emperador había nombrado al obispo de Alejandría para que presidiera el concilio.
3) Ni las decisiones dogmáticas, ni las disciplinarías, emanadas de estos concilios, necesitaron la confirmación papal para darles validez, porque la fuerza y autoridad de las mismas dependían del consentimiento de la Iglesia expresado por los Sínodos y, además por el hecho de que eran aceptadas universalmente. Lo de que el Papa Silvestre I confirmó lo que se resolvió en Nicea en el año 325, es un cuento que se inventó en Roma, porque los hechos que ya se perpetuaban no coincidían con lo que se había enseñado y practicado hasta entonces.
4)
Durante los primeros mil años del cristianismo, ningún Papa promulgó doctrina alguna destinada y dirigida a toda la Iglesia. Cuando se pronunciaba en alguna doctrina, ya fuera en ocasión de condenar herejías nuevas o contestar requisiciones de uno o más obispos, siempre la sometía a un sínodo. Tales dictámenes se convertían en normas de fe una vez que habían sido leídos, examinados y aprobados por un concilio ecuménico.
5) Los Papas no poseían ninguno de los tres poderes que son los atributos propios de toda soberanía, o sea el legislativo, el administrativo y el judicial. Con todo, el Concilio de Sárdica, del año 343, les dio pretexto para hacer progresar su poder judicial. Allí se decretó por vez primera y como privilegio personal concedido al entonces Papa Julio I, que quedaba autorizado para nombrar jueces en el caso de que un obispo hubiese de escuchar algún caso en segunda instancia, con la asistencia de un legado romano. Pero ni la Iglesia Oriental ni la Iglesia Africana Jamás admitieron semejante reglamentación. La primera nunca la observó y la segunda la rechazó de plano, y nunca se impuso de un modo general en la Iglesia hasta después que se fraguaron las famosas Decretales de Isidoro. Los obispos africanos escribieron al papa Bonifacio I, en el año 419, diciéndole que «ellos estaban resueltos a no admitir estas arrogantes pretensiones». «Non sumus jam istum typhum passurv, reza la declaraeión en latín. (Epist. Pontif. Edit. Coust. p. 113).
Los Papas no intentaron en modo alguno el ejercicio del poder legislativo en aquellos tiempos. En Occidente no se impusieron durante muchísimo tiempo ninguna clase de cánones sino los del Concilio de Nicea, según propias declaraciones pontificias, y en Oriente, los de los sínodos de esa parta del mundo. Las declaraciones u ordenanzas emanadas de los Papas, como respuesta a problemas particulares de los obispos, no pueden ser consideradas como leyes generales de la Iglesia, por la simple razón de que fueron conocidas solamente por las iglesias u obispos afectados por las mismas. La difusión de los llamados escritos Dionisianos, con una segunda parte compuesta por documentos papales, comenzó a abrirse camino gradualmente después del siglo sexto, para dar paso a la idea de que ciertas decretales emanadas de los obispos romanos, tienen fuerza de ley, aunque su autoridad estaba limitada todavía, como es el caso de la Iglesia española, por los decretos de los sínodos romanos, o como en otros casos dependían de la aceptación expresa de las Iglesias Nacionales.
Aunque los Papas hubieran pretendido ejercer un gobierno formal sobre la Iglesia en aquellos tiempos, les hubiera resultado totalmente imposible. El gobierno no puede llevarse a cabo mediante sínodos ocasionales, y no existía otra forma de gobierno. Los Papas hubiesen necesitado una corte, un sistema de empleados eclesiásticos, congregaciones y elementos semejantes; pero entonces no se soñaba, ni remotamente, en todo esto. El clero romano estaba organizado como cualquier otro; entonces no eximia necesidad ni ocasión de todos los puestos y funciones que aparecieron más tarde convertidos en funciones de una corte.
ó) Nadie pensó en conseguir dispensas de las leyes eclesiásticas por medio de los obispos romanos, ni se pagó ningún tributo o impuesto a la Sede Romana, puesto que todavía no exista allí la Curia. Hubiera parecido un absurdo y un crimen formular leyes de las cuales se pudiera dispensar por medio de dinero. Se creía universalmente que el poder de las lleves, o sea atar y desatar, pertenecía todos los obispos por igual.
7) Los obispos de Roma, no podían excluir ni a individuos ni a iglesias de la comunión con la Iglesia Universal. Podían retirar su propia iglesia de la comunión con obispos o iglesias particulares, y lo hicieron a menudo, pero esto en nada afectó a su relación con les otros obispos o iglesias, como sucedió, entre otros casos, con el largo cisma antioqueno que duró desde el año 3ó1 hasta el 413. Y, por otra parte, si ellos admitían en su propia comunión a un excomulgado de otras iglesias, tal comunión no lo ligaba a ninguna otra Iglesia.
8) Por mucho tiempo nade se supo en Roma acerca de derechos definidos que Pedro hubiera, legado a sus sucesores. Nada que no fuera el cuidado de la Iglesia y el deber de velar por la observancia de los cánones. Fue solamente después del Concilio de Sárdica, y no de Nicea, con el cual fue confundido con toda intención, que apareció el derecho de oír apelaciones. El mismo Inocencio I (402-417), que trató de dar la más amplia difusión al canon sárdico y pretendió tener fuerza para hacerlo y el derecho de interponerse en todos los asuntos graves de la Iglesia, fundó su decisión enteramente sobre «los Padres» y el Sínodo. Igual cosa sucedió con Zósimo (417-418): fueron «los Padres» quienes dieron a la Sede de Roma el privilegio de la decisión final de las apelaciones (Mansi, Concil., il, 3óó). Pero muy poco tiempo después, en el Concilio de Efeso, los delegados romanos declararon que Pedro, a quien Cristo dio el poder de atar y desatar, vive y emite juicios por medio de sus sucesores (Ibíd, IV, 129ó). Nadie presentó esta pretensión con mayor frecuencia y más energía que León I. Pero cuando el Concilio de Calcedonia (año 451) declaró, en su famoso canon 28, que los Padres adjudicaron el primado de Roma, debido a la dignidad política de la ciudad, León no se atrevió a contradecirlas, aunque resistió con empeño la parte principal del canon que elevó la Sede de Constantinopla al primer rango después de la de Roma, y con iguales derechos. No fue la desconsideración para con la sede romana la que le hizo rehusar su asentimiento al canon de Calcedonia sino la injuria perpetrada, según su parecer, contra los patriarcas orientales y el canon de Nicea, porque el sexto canon de Nicea, refiriéndose a los derechos de la sede romana sobre la Iglesia italiana, había dado los mismos derechos a los obispos de Alejandría y Antioquia, en cuanto a sus propios patriarcados. Pero León había inducido años antes al emperador Valentiniano III a que dictara un edicto a favor de la Sede de Roma, por el cual sujetaba al Papa a todos los obispos del entonces muy reducido imperio occidental, o sea, estrictamente hablando a los de Italia y las Galias, y cuyo edicto, si hubiera ejercido pleno poder, habría cambiado totalmente la constitución de la Iglesia Occidental. Además del canon de Sádica y de la grandeza de la ciudad, este edicto menciona «el mérito de San Pedro» como el primer requisito de semejante poder y por el cual los oficiales imperiales obligarían a los obispos a aceptarlo. Pero cuando León tenía que vérselas con Bizancio y Oriente, ya no se atrevía a emplear este argumento –que habría puesto al descubierto y anulado el oído canon 28 de Calcedonia. En cambio, prefirió apelar al Concilio de Nicea, aunque a los griegos debe haberles parecido que las inferencia del sexto canon eran insostenible. La oposición de su sucesor fue igualmente infructuosa. El canon cobró todo su vigor y, desde aquel día hasta el presente ha determinado la forma y constitución de la Iglesia Oriental y sus puntos de vista sobre las prerrogativas de Roma.
9) Gregorio el Grande, el mejor y más eminente de todos los Papas repudió, horrorizado, lo que después se dio en Llamar el sistema papal. De acuerdo con esta teoría, el Papa tiene la suma del poder, todos los obispos son sólo sus sirvientes y auxiliares; de él emana todo el poder y es el concurrente ordinario en cada diócesis. Así interpretó Gregorio el titulo de «Patriarca ecuménico», y por eso no quiso tolerar que «título tan perverso y blasfemo» le fuera dado a él ni a ninguna otra persona (Lib. V. Ep. 18 ad Joan ; Lib. VIIll Ep. 30 ad Eulog ; etc.).
10) Existieron muchas iglesias nacionales que nunca estuvieron bajo el dominio de Roma, ni nunca mantuvieron ni siquiera correspondencia epistolar con Roma, sin que esto sea un defecto o haya causado dificultades en cuanto a la comunión entre las iglesias. Una iglesia autónoma, como la de Armenia, siempre independiente de Roma, era la más antigua de aquellas fundadas fuera de los limites del Imperio, en la que la dignidad primacial continuó durante mucho tiempo en la familia de Gregorio el Iluminado, el Apóstol Nacional. La gran iglesia siro-persa de Mesopotamia, y la parte occidental del reino de los sasánidas, con sus miles de mártires, fueron y siempre permanecieron libres de toda influencia de Roma desde el principio de su vida religiosa. En los anales de su rica literatura no se hallan rastros que indiquen que el brazo de Roma llegara hasta ellos. Lo mismo puede decirse de la iglesia de Etiopía o Abisinia que estaba unida a la sede de Alejandría, pero en cuyo seno nunca se oyeron las pretensiones de Roma, a no ser, quizás, por algún eco muy lejano. En el Occidente la Iglesia de Irlanda y la antigua Iglesia Británica permanecieron autónomas durante siglos y sin ninguna clase de influencia de la de Roma.
Si colocamos en forma positiva este relato negativo de la posición de los Papas antiguos, conseguimos el cuadro que sigue con respecto de la organización de la Iglesia antigua: Cada Iglesia administró sus propios asuntos con perfecta libertad e independencia, sin perjuicio en lo tocante a todos los puntos esenciales con la Iglesia Universal, y mantuvo sus propios usos tradicionales y disciplina; y todos los asuntos que no concernían a la totalidad de la Iglesia o eran de poca importancia, fueron solucionados localmente. La Iglesia estaba organizada en diócesis, provincias y patriarcados (las iglesias nacionales fueron agregadas más tarde en Occidente), con el obispo de Roma a la cabeza como primer patriarca, el centro y representante de la unidad y, como tal, el lazo entre el Oriente y el Occidente, entre las iglesias de habla griega y latina, el centinela principal y guardián de las hasta entonces muy contadas leyes de la Iglesia. Por mucho tiempo las únicas fueron las de Nicea. Pero no se entrometió en los derechos de los patriarcas metropolitanos y obispos. Las leyes y artículos de fe, de obligación universal, fueron expedidos solamente por la totalidad de la Iglesia, concentrada y representada en un concilio ecuménico.
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