Mi incursión en una congregación calvinista aquí en Lima, tras mi pasado mormón, ha resultado ser una experiencia bastante... particular. La verdad es que, a menudo, el tedio me envuelve. Los cánticos, para mi gusto, carecen de la profundidad y la madurez que busco, son demasiado elementales, casi infantiles. Y las prédicas, aunque se esfuerzan por apegarse a la escritura, no logran cautivarme; las encuentro superficiales, desprovistas de ese sustento teológico que me invite a la reflexión. En esencia, siento que asisto a una lectura bíblica, algo que, con toda franqueza, puedo hacer con mayor provecho y análisis en la tranquilidad de mi hogar.
La logística de estas congregaciones pequeñas es otro desafío. La ausencia de estacionamiento es la norma, obligándonos a buscar un hueco en la calle. Y así fue como la fortuna me jugó una mala pasada: me estacioné en lo que parecía un espacio libre, sin percatarme de una desvaída línea amarilla que apenas se intuía, señal de una zona rígida. El desenlace era predecible: mi camioneta fue remolcada. Aquella misma tarde, la recuperación me costó unos 200 dólares, sin contar el engorro de desplazarme hasta el depósito y lidiar con la burocracia.
Fue inevitable que, en medio de la frustración, me asaltaran pensamientos de arrepentimiento. 'Esto no habría sucedido', me decía a mí mismo, 'si simplemente hubiéramos ido a la capilla mormona más cercana, o mejor aún, si me hubiera quedado en casa disfrutando de la paz de mi domingo'. Sin embargo, mi familia insiste en asistir a este lugar, una decisión que aún no logro comprender del todo, ya que no tienen lazos sociales allí y, curiosamente, siempre regresan con alguna crítica sobre lo dicho por el predicador de turno.
Y así, en la quietud de mi mente, surge la pregunta: ¿Acaso el Dios calvinista, ese que ya ha dictado nuestro destino, muestra una predilección especial por los peatones, relegando a quienes poseen un automóvil? ¿O solo odia a los mormones agnosticos como yo?
La logística de estas congregaciones pequeñas es otro desafío. La ausencia de estacionamiento es la norma, obligándonos a buscar un hueco en la calle. Y así fue como la fortuna me jugó una mala pasada: me estacioné en lo que parecía un espacio libre, sin percatarme de una desvaída línea amarilla que apenas se intuía, señal de una zona rígida. El desenlace era predecible: mi camioneta fue remolcada. Aquella misma tarde, la recuperación me costó unos 200 dólares, sin contar el engorro de desplazarme hasta el depósito y lidiar con la burocracia.
Fue inevitable que, en medio de la frustración, me asaltaran pensamientos de arrepentimiento. 'Esto no habría sucedido', me decía a mí mismo, 'si simplemente hubiéramos ido a la capilla mormona más cercana, o mejor aún, si me hubiera quedado en casa disfrutando de la paz de mi domingo'. Sin embargo, mi familia insiste en asistir a este lugar, una decisión que aún no logro comprender del todo, ya que no tienen lazos sociales allí y, curiosamente, siempre regresan con alguna crítica sobre lo dicho por el predicador de turno.
Y así, en la quietud de mi mente, surge la pregunta: ¿Acaso el Dios calvinista, ese que ya ha dictado nuestro destino, muestra una predilección especial por los peatones, relegando a quienes poseen un automóvil? ¿O solo odia a los mormones agnosticos como yo?