De la “Santa” Inquisición...

Tobi

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21 Noviembre 2000
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De la “Santa” Inquisición...
y de todas las inquisiciones




UNO: “En la opinión pública la imagen de la Inquisición representa el símbolo del escándalo y de lo opuesto al testimonio. ¿En qué medida esta imagen es fiel a la realidad? Antes de pedir perdón, es necesario tener un conocimiento exacto de los hechos y situar las faltas respecto a las exigencias evangélicas allí donde efectivamente se encuentren” .

Lo dijo, no ha mucho, Juan Pablo II en una carta leída en la rueda de prensa donde se presentaba un libro que recoge las ponencias del Simposio Internacional sobre la Inquisición celebrado en Roma en 1998. En la misiva, Wojtyla declaraba haber “elevado a Dios una plegaria de perdón” (sic) por todo el daño hecho... pero, claro, como puede deducirse de lo dicho, hasta para pedir perdón hay que ser comedido y no pasarse. O, dicho en otras palabras, objetivemos el daño, reduzcámoslo a la mínima expresión posible, a lo estrictamente innegable y quedará “perdonen Vds., ma non troppo” . Borrón y cuenta nueva. Pasemos página y dejémonos ya de remilgos y de culpabilidades que dañan mucho la autoestima y no son éstos tiempos para autocríticas sino para arengas.

DOS: “El recurso a la tortura y las condenas a muerte no fueron tan frecuentes como se ha creído durante mucho tiempo. Como ejemplo puede aducirse que de 1540 a 1700 los tribunales inquisitoriales españoles celebraron 44.674 juicios por herejía de los que sólo se siguieron un 1.8% de ejecuciones mientras un 1.7 % sólo se cumplieron en efigie”.

Lo puntualiza Agostino Borromeo , recopilador de las intervenciones que recoge el libro antes mencionado. Si llamamos en nuestro auxilio a los números y nos ceñimos estrictamente a los muertos de cuerpo presente (que no son demasiados), hechos empíricos y mensurables que constan en los propios archivos inquisitoriales, quedará claro que la cosa estuvo mal pero no fue para tanto (no hay que olvidar que, en ese mismo periodo, los muy piadosos alemanes dieron matarile a cerca de 25000 “brujas”). No hubo suficientes muertos como para justificar tanta leyenda negra y tanta secular maledicencia. Si nos fijamos sólo en las víctimas directas, los árboles no nos dejarán ver el bosque pero el mal quedará reducido a tamaño manejable y digerible. Es una extraña forma de arrepentimiento, un perdón que llega, como siempre, demasiado tarde.

TRES: “La Iglesia no teme a la verdad...Cuando se estudia en nuestro archivo se saca una imagen más positiva del Santo Oficio”.

Lo afirma Alejandro Ligeres , director del Archivo de la Doctrina de la Fe en declaraciones vertidas a un diario local(1). Al fin y al cabo, según acababa diciendo, mucha de esa imagen “más negativa” no era sino el producto del falso mito creado por la “malintencionada propaganda protestante” (sic), injusticia que la Santa Madre no supo, ay, contrarrestar con la eficacia que merecía tamaña calumnia.

Tras esta andanada y aún sin dejarse llevar por paranoias conspirativas, uno acaba sospechando que nos hallamos ante una campaña de revisionismo histórico, orquestada en toda regla y lanzada a varios frentes, cuya finalidad no es sino un lavado de imagen que busca, entre otras cosas, reducir al mínimo la consideración que tenga la opinión pública acerca del daño producido por el augusto Tribunal. Nos hallamos ante un claro ejemplo de cómo la supuesta objetividad busca ocultar la verdad diluyéndola.

DILUYENDO LA VERDAD

Circulando ya por ese, cada vez más ancho carril, el sacerdote Vicente Cárcel Ortí , no tiene empacho (ni vergüenza) en subtitular “Cómo forjó el cristianismo el alma española a lo largo de los siglos” una obra, de marcado carácter apologético (“ Breve Historia de la Iglesia en España”, Planeta, 2003), en la que, entre otras cosas, también abunda en la humanísima y bienintencionada actuación del Santo Oficio tan poco comprendida hoy debido a análisis anacrónicos cuando no a la mala fe o a la ignorancia. Y sin embargo, ahí, en esas palabras, está la clave de todo: en la forja, en el producto final, en el objetivo último real perseguido y conseguido. En la magnífica edición que Muchnik Editores hizo en 1996 del Directorium inquisitotorum (Manual de Inquisidores ) del dominico Nicolau Eymeric (1376) anotado por el canonista Francisco Peña (en 1578), el propio Peña afirma taxativamente: “La finalidad de los procesos y de las condenas a muerte no es salvar el alma del acusado sino mantener el bienestar público y aterrorizar al pueblo” . Más claro, agua. Es eso, precisamente, lo que da cuenta de la terrible cosecha que la siembra inquisitorial buscó y produjo.

Y es que el crimen principal e incalculable en su magnitud que cometió aquí (y no sólo aquí) el Santo Tribunal tiene que ver, ante todo, con las víctimas indirectas, las que no se contabilizan, los daños colaterales que no dejaron impreso testimonio en las actas. Ese crimen fue la degradación, la muerte moral, civil e intelectual (y espiritual, por supuesto) de todo un pueblo durante siglos y cuyas consecuencias aún colean. Un ambiente envenenado por la sospecha, la delación y el terror, del que muy pocos supieron/pudieron sustraerse y en el que se llegó al punto de vivir tan asustados los perseguidores como los perseguidos (Caro Baroja dixit ). Una sociedad policial trufada de delatores, un panorama desolador e irrespirable que esterilizó, aterrorizó y volvió paranoicos a prácticamente todos sus miembros, todos potenciales víctimas y potenciales victimarios, todos con miedo de hablar en público, todos con miedo de comprometer sus carreras y aún sus vidas, todos carceleros, todos esclavos, todos censores, todos censurados. Algo en verdad infinitamente más dañino e ignominioso que lo que puedan indicar las meras, frías y parcas cifras del balance final con las que el Vaticano quiere cerrar, de una vez, el molesto (más que sinceramente doloroso) capítulo. Hasta el doctor Marañón, nada menos, atribuía el origen de, lo que él consideraba, la cobardía y la mezquindad del carácter hispano a la impronta indeleble de la Inquisición.

¿Antes de pedir perdón, es necesario tener un conocimiento exacto de los hechos? Pues bien, ahí los tienen. Atrévanse a encararlos en su terrorífica magnitud porque ese es el fruto podrido (y, ciertamente, inmensurable) de su Inquisición señores romanos. De la suya...y de la nuestra, de sus inquisidores y de los nuestros, de los de ayer, de los de hoy, de los de siempre que en el mundo son y han sido y que, con métodos bastante más incruentos, aún pululan, entre ustedes...y entre nosotros. Ese fruto reseco no es resultado de la fe sino de la devastación del pensamiento, de la abdicación de la dignidad, del nepotismo, la adulación y el servilismo que produce el terror (y el interés) inducido por un sistema que, si entonces mataba poco era, sencillamente, porque no necesitaba más para someter a todos. Pocas armas hay más poderosas que el miedo, el arma de destrucción masiva por excelencia. Ya se sabe: Basta incinerar a uno (aunque sea figuradamente) y la voz corre como aviso de navegantes acobardando y manchando a todos. Envilecidos, asustados, deshonestos (y por tanto amorales), gregarios, educados para la claudicación y para saber mirar hacia otro lado. Listas negras, anatemas, estigmatizaciones, rumores, insidias, puñaladas de guante blanco disfrazadas con palabras piadosas. Es el triunfo apoteósico del fariseo que, irónicamente (o justicia poética, vaya usted a saber), tampoco tiene garantías de no acabar decapitado también por las minas antipersonal que él mismo sembró ya no recuerda cuándo ni dónde. Guardianes de la sana ortodoxia “llenos de fervor y celo por la verdad religiosa, por la salvación de las almas y por la extirpación de la herejía (...) que en sus ojos brillasen el amor a la verdad y la misericordia...” , que así es como se definía al inquisidor ideal en muchos manuales; unos angelitos, vaya. Ese es su verdadero legado, el daño inmenso (no diré imperdonable) que causaron y causan todos los inquisidores, los suyos y los nuestros, los religiosos y los políticos: el envilecimiento de la comunidad toda, culpables e inocentes convertidos ahora todos en culpables por la infamia y la complicidad del miedo, presas todos de un diabólico síndrome de Estocolmo. Es el principio básico del terrorismo...y funciona. Yo soy testigo.

CONCLUSIÓN: ABYECCIÓN

Todo eso es, deliberadamente, lo que, a toro pasado, todas las inquisiciones quieren que se ignore o que se olvide, alegando que son subproductos subjetivos y no cuantificables, no computables como “datos exactos”. Toma forma así no ya el sincero deseo de perdón sino el descarado intento de perpetrar la amnesia colectiva que conviene a unos tiempos que han cambiado. El producto combinado de hechos de antaño y pretensiones de hogaño sólo puede tener un nombre: abyección.

Pero los muertos mal enterrados tienen la macabra costumbre de rondar el mundo de los vivos. Así, pues, quien tenga oídos para oir, oiga...y que no olvide. No por denegación del perdón, no. No por deseos de hurgar en la secular herida, no. Sólo para evitar con la memoria viva, el triunfo final de todos los asesinos de la conciencia. Es por ahí por donde no debemos estar dispuestos a pasar. Sólo quedaría, quizá, el valor de salir fuera y llorar amargamente su mal y el nuestro. Puede ser que sea allí donde nos encontremos, pero no en otro sitio.

En el prólogo del “Manual de Inquisidores” de Eimeric, citado antes, Luis Sala-Molins recapitula sus conclusiones sobre la Inquisición y las inquisiciones con esta demoledora y “ecuménica” frase: “Nada une tanto como lo que divide” . Quizá sea porque todos, llevamos un inquisidor dentro.

Juan Francisco Muela es teólogo, presbítero en Bilbao,y Consejero de Medios de Comunicación del Consejo Evangélico del País Vasco.



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El Correo Español del Pueblo Vasco, Bilbao, 4 de julio de 2004

(c) JF Muela, ProtestanteDigital.com, España, 2004
 
Re: De la “Santa” Inquisición...

Aquí no ha entrado nuestro inquisidor amateur, L.F.P.
Pero a lo dicho hay que añadirle las famosas cruzadas contra Valdenses, Albigenses, Cátaros y demás.
Centenares de miles de muertos.
 
Re: De la “Santa” Inquisición...

Arminio y Arminianos

El arminianismo es una doctrina teológico concerniente a la gracia divina y a la salvación del hombre, que nació en el seno de la comunidad reformada de los Países Bajos, y de allí se extendió a otros países protestantes a fines del s. XVI y principios del XVII. El nombre proviene de Arminio (Jacobo Armenszoon o Harmenszoon, 15601609), pastor protestante en Amsterdam, luego profesor en Leiden, que jugó un importante papel en el conflicto.

1. Precedentes. El protestantismo penetró muy pronto en los Países Bajos a pesar de los esfuerzos de Carlos V y de Felipe 11 para mantener la unidad religiosa en sus Estados, convirtiéndose el calvinismo en la tendencia dominante. Como base doctrinal, se adoptó la Profesión de fe de los Países Bajos (Conjessio belgicci. 1561). Las luchas entre católicos y protestantes fueron encarnizadas, porque a los motivos religiosos se añadía el deseo de independencia. Finalmente siete Provincias del Norte se separaron de España (1579) y el protestantismo se extendió, con una difusión que estuvo acompañada de la represión de las doctrinas disidentes, aun dentro del mismo protestantismo, entre las que está el arminianismo. Calvino v sus seguidores afirmaban de la manera más absoluta la omnipotencia de Dios, su prescieiicia y el libre don de su gracia. Todo aquello que aunque fuera bajo la soberanía divina afirmara una obra humana les hacía el efecto de una impiedad. Enseñaban a los fieles que su salvación no dependía ni de su voluntad, ni de la Iglesia, sino sólo de Dios que desde toda la eternidad ha elegido a aquellos destinados para la salvación eterna. En este contexto se sitúa la teoría de Arminio.

2. Inicio de la controversia. Arminio había sido estudiante en Marburgo, Leiden v Ginebra donde escuchó a Teodoro Beza . Nombrado en 1588 pastor en Amsterdam, le fue encargado el refutar las obras que atacaban la predestinación. Este estudio le inclinó hacia una doctrina que iba a ser el arminianismo. Consideraba que la gracia de Dios es ofrecida a todos y que su aceptación o rechazo dependen también del hombre mismo. A pesar cle esto fue nombrado profesor en Leiden (1603), donde se enfrentó con su colega Francois Gomar, calvinista rígido, que no tardó en acusarle de pelagianismo. Ni el sínodo ni los Estados Generales pudieron poner término a los debates que se extendían v envenenaban a todo el país. Arminio murió en 1609. Sus partidarios, para justificarse ante las acusaciones de las que eran objeto, dirigieron a los Estados en 1610 una Remonstraiztia (manifestación) con cinco artículos, de donde viene el nombre de remostrantes con el que todavía se los designa hoy día. Declaraban que: l) Dios ha decidido desde toda la eternidad destinar para la salvación a aquellos que creyeran en El; 2) Cristo murió por todos los hombres, pero de manera que sólo los fieles gozaran verdaderamente de su perdón; 3) El hombre no recibe la fe salvadora más que por la gracia divina; 4) pero se puede resistir a esa gracia y prepararse para recibirla; 5) No se excluye la posibilidad de perder la gracia. Los arminianos se separaron de los protestantes rígidos al afirmar que se puede resistir a la gracia v que se puede perder. El jurista Hugo Grocio los apoyaba. Una asamblea de teólogos redactó una contraremonstrantia en términos muy impetuosos. Se constituyeron dos partidos. Uno quería imponer a todos el calvinismo más estricto; el otro, el de Arminio, quería atenuar la doctrina calvinista sobre la predestinación. De otra parte un complicado sistema repartía el poder entre el Consejero Pensionario de Holanda, lean Barnevelt, uno de los fundadores de la República, y el Stathouder Mauricio de Nassau, príncipe de Orange, hijo de Guillermo el Taciturno. Ambas potestades pronto se hicieron rivales. Detrás del consejero estaba la burguesía, más cultivada v menos rigurosa, que aceptaba las doctrinas de Arminio Con los príncipes de Orange se alineaban los marinos, los campesinos y los extranjeros que, habiendo escapado a la persecución, eran calvinistas ardientes. Los Estados, considerando que no había herejía, quisieron imponer la paz. Pero el partido popular y orangista se negó a someterse y decidió convocar un sínodo general con los representantes de las comunidades calvinistas de Europa, para terminar definitivamente con la cuestión,

3. El sínodo de Dordrecht. Comenzó en noviembre de 1618 y duró seis meses. Se reunieron 28 delegados llegados de Inglaterra, Escocia, Alemania v Suiza (los franceses fueron retenidos por Luis XIII). Los remonstrantes fueron citados a comparecer como acusados. El profesor Simón Episcopio (1583-1643) expuso sus tesis. El hecho de que negaran a sus adversarios el derecho a ser juez y parte a la vez irritó a la asamblea, que los expulsó. El sínodo fijó entonces la doctrina calvinista en los cánones de Dordrecht (1619) y condenó a los arminianos. Siguió una verdadera persecución político-religiosa a la que ayudó la reacción orangista. El consejero Barnevelt murió en el patíbulo, Episcopio se exilió, Grocio escapó a la reclusión huyendo, 200 pastores fueron depuestos, 80 marcharon al extranjero, acompañados a menudo de sus fieles.

4. Desarrollo posterior del arminianismo. En los Palses Bajos. Debida al espíritu de partido y empañada de violencias, la obra de Dordrecht fue efímera. El pueblo y el gobierno volvieron pronto a cierta tolerancia, Habiendo muerto Mauricio de Nassau en 1625, su hermano llamó a los remonstrantes. Tuvieron derecho a establecerse en todos los lugares, escribir, erigir iglesias y escuelas. Sin embargo, su número tendió a disminuir. En nuestros días no son más de 25.000 repartidos en 33 comunidades. La principal razón es la infiltración gradual de sus ideas en el seno del calvinismo.

La influencia de los teólogos arminianos. fue considerable. Entre ellos destacan, además del ya citado Episcopio, J. Vytenbogaert' (1557-1644); J. Limborch (m. 1714); l. le Clerc (m. 1736), uno de los más grandes eruditos de su tiempo; J. l. Wettstein (m. 1754), autor de una edición crítica del N. T. En el s. XIX, los remonstrantes conocieron un nuevo avance. Citemos a J. Tideman y C. P Tiele, autor de una historia comparada de las religiones.

Entre los remonstrantes actuales reina un espíritu que recuerda al humanismo erasmiano: cristianismo adogmático centrado en la Biblia y en la práctica, en el amor universal de Dios más que en el pecado, y en la tolerancia. Sin embargo, no se han quedado apartados de la teología contemporánea basada en Cristo, con K. H. Roessingh y G. J. Heering, como lo muestran una profesión de fe (1940) y una doctrina de la Iglesia (1950).

En Inglaterra, influyó en miembros de la High Church como el arzobispo W. Laud (m. 1645), l. Taylor, H. Hales, convertido al arminianismo en el sínodo en el que era observador. En el s. XIX se encuentran las ideas de A. en el seno del Broad Church party.

En Francia, el calvinismo se unió a las decisiones de Dordrecht (sínodo de Alés, 1620). Esto no impidió la extensión del arminianismo, debido a la presencia de refugiados holandeses (Grocio especialmente). Encontró allí una forma atenuada y original en la enseñanza de Moise Amyraut (1596-1664) en la academia de Saumur, Este intentó una especie de síntesis entre el calvinismo estricto y los elementos positivos de la doctrina de Arminio. Insiste sobre la voluntad general de Dios que tiende a la salvación de todos; pero Dios no da la fe, por un decreto especial, más que a aquellos que serán salvados. Se ha llamado a esta doctrina, expuesta en el Bref traité de la prédestination (1634), universalismo hipotético, o amyraldismo. Suscitó una gran oposición en el país (Pierre du Moulin, A. Rivet, etc.) y en el extranjero. Amyraut, citado ante los sínodos de Alenzón (1637) y de Charenton (1645) que deseaban mantener la paz, se mostró conciliador y la asamblea, satisfecha de sus explicaciones, le dio su confianza. Continuó difundiendo sus ideas en sus escritos y en sus enseñanzas. Fue estimado por católicos como Richelieu y Mazarino. Su doctrina ganó terreno en Francia gracias al apoyo de hombres eminentes, como Jean Daillé. Este último propuso en 1651 el universalismo hipotético como base de entendimiento con los luteranos. La moderación de los sínodos, el hecho de que los reformados fueran una minoría oprimida, evitaron a este país las violencias de los Países Bajos.

En Suiza. La evolución religiosa de este país fue diferente. Hubo un reforzamiento del integrismo en el momento en que un espíritu de comprensión triunfaba en los Países Bajos. Los cantones protestantes no habían sufrido gravemente, pero rodeados por guerras y constantemente amenazados, vivieron a la defensiva en cuanto a teología. Ginebra se mantuvo en la más estricta ortodoxia, se negó a someter a debate cualquier cuestión, aplaudió las decisiones de Dordrecht, y sus delegados, l. Diodati y T. Tronchin se mostraron muy severos con los arminianos. El prof. Benito Turrettini, hijo de un noble italiano exiliado por la persecución, era un ultracalvinista; asistió al sínodo francés de Alés para combatir la doctrina de Arminio. Cuando Amyraut comenzó a enseñar en Sauniur un semi-arminianismo, parte de los pastores ginebrinos adoptaron sus ideas, especialmente A. Morus, L. Tronchin, Ph. Mestrezat. Les fue prohibido predicar o enseñar la universalidad de la gracia. Los otros cantones suizos que luchaban también contra las tendencias liberales se inquietaron por la influencia de Arminio. en Ginebra. J. H. Heidegger (1633-98) y F. Turrettini (hijo de Benito) prepararon una profesión de fe para cortar el camino a las ideas francesas. Este texto, hecho más exclusivo por otros colaboradores, se convirtió en la Formilla cotisensus helvetica (1675), fórmula de concordia, que fue impuesta en los cantones con más o menos éxito. Los estudios doctrinales suscitaron numerosas controversias y crearon problemas a muchos fieles. En el siglo siguiente, en el que se buscaba una «ortodoxia razonable», se dejó de exigir a los pastores la firma de la profesión de fe.



BIBL.: P. J. BLOCK, Geschiedenis van het Nederlandsche volk, Ill, 3 ed. Leiden 1923-26; J. ARNIINII, Opera theologica, Francfort 1635; J. N. B,,kKHUIZEN, De Nederlandsche Beliidezzisgeschriften, Amsterdam 1940 (textos latinos, franceses y holandeses); H. MARIINIER, Arminius, Amsterdam 1906; E. MANGENOT, Arminius, en DTC I, 1968-1971; H. D. FOSTER, Liberal Calvinism: The Remonstransts, «Harvard Theological Review» (1923); E. G. LEONARD, Historia general del Protestantismo, II, Barcelona 1967: TH. VAN OPPENRAY, La doctrina de la prédestination dans l'Eglise réformée des Pays-Bas depuis I'origine jusqu'au Synode de Dordrecht en 1618 et 1619, Lovaina 1906; l. MOLTMANN, Prüdestination und Heilsgeschichte be¡ Amyraut, «Zeitschrift für Kirchengeschichte» (1954) 270-303; F. LAPLANCHE, L'enseigizement de M. Amyraut, París 1965; W. K. JORDAN, The Development of religious Toleration in England, II-IV, Londres 1932-41; J. COURVOISIER, L'Église de Genéve de Theodore de Béze a J. A. Turrettini, Ginebra 1942; H. VUILLEUMIER, Histoire de L'Église réformée du pays de Vaud, II-IV, Lausana 1927-33; L. AUBERT, Neuchátel et le Consensus, Basilea 1932.

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