¿Cuando sucedió la visitación de los sabios de oriente al niño Jesús?
Los "sabios de Oriente" (conocidos como los reyes magos) no son mencionados directamente en el libro de Daniel, pero es posible que conocieran sus profecías sobre el Mesías. Su historia se narra en el Nuevo Testamento (Mateo 2:1-12), donde se describe que viajaron desde Oriente guiados por una estrella para adorar al recién nacido Jesús. La conexión entre ambos se basa en la creencia de que estos sabios, que probablemente eran astrónomos y estudiosos de las escrituras antiguas, pudieron haber interpretado las profecías de Daniel y otros profetas para saber cuándo y dónde nacería el Mesías. Pero ¿cuanto tiempo tardaron en hallar al niño?
He aquí el relato de los Magos del Oriente, tejido con las palabras del Evangelio según Mateo, y adornado con las antiguas memorias conservadas en el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio armenio de la Infancia, la Crónica de Zuqnīn y el Opus Imperfectum in Matthaeum:
En los días en que Augusto César decretó que todo el mundo fuese empadronado, y cuando Quirino gobernaba la Siria, nació Jesús en Belén de Judá, en una cueva junto al camino, pues no había lugar para ellos en la posada.
Y la cueva se llenó de luz como en pleno mediodía, y una estrella más grande que todas las estrellas se detuvo sobre la entrada de la gruta, de modo que ni los pastores ni los ángeles podían apartar sus ojos de ella.
Lejos, en las tierras del Oriente, en el reino de los persas, vivían tres príncipes-sacerdotes, descendientes de los discípulos de Zaraṯuštra, guardianes del fuego eterno y intérpretes de los libros secretos del cielo. Sus nombres eran:
Melkon, rey de Persia;
Baltasar, rey de la India;
y Gaspar, rey de Arabia.
Ellos velaban en la torre del silencio, en el monte Victorial, cuando de repente apareció en el firmamento una estrella desconocida, con forma de virgen resplandeciente que llevaba en sus brazos a un niño de luz. Y una voz salió de la estrella y les dijo:
«Levantaos, tomad oro, incienso y mirra, e id a Judá, porque ha nacido el Salvador, que es Cristo el Señor».
Entonces Melkon, Baltasar y Gaspar se ciñeron sus coronas, vistieron sus mantos de púrpura y oro, y partieron con gran séquito: mil quinientos camellos, caballos de Bactriana y elefantes cargados de tesoros. La estrella iba delante de ellos día y noche, y nunca se ocultaba, ni siquiera al mediodía.
Cuando llegaron a Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Y dijeron los Magos:
«¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo».
Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él. Y reunidos los príncipes de los sacerdotes y los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Cristo.
Ellos respondieron:
«En Belén de Judá, porque así está escrito por el profeta:
Y tú, Belén, tierra de Judá,
de ningún modo eres la menor entre los príncipes de Judá;
porque de ti saldrá un Príncipe
que apacentará a mi pueblo Israel».
Entonces Herodes llamó en secreto a los Magos y, con malicia, les preguntó el tiempo exacto en que la estrella se les había aparecido. Y los envió a Belén diciendo: «Id y preguntad con diligencia por el niño; y cuando lo halléis, avisadme, para que yo también vaya a adorarlo».
Ellos, habiendo oído al rey, partieron. Y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo sobre la cueva donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de un gozo inmenso.
Y entrando en la cueva, hallaron al niño con María su madre. La cueva estaba llena de luz, y los bueyes y los asnos adoraban en silencio. Los Magos se postraron rostro en tierra y adoraron al niño. Luego abrieron sus tesoros y le ofrecieron:
Melkon, el rey de los persas, presentó treinta monedas de oro puro, diciendo: «Recibe, Señor, el tributo de los reyes, pues tuyo es el reino eterno».
Baltasar, el rey de los indios, ofreció incienso precioso, diciendo: «Recibe, Dios escondido en carne, el perfume que sube hasta tu trono en los cielos».
Gaspar, el rey de los árabes, presentó mirra amarga, diciendo: «Recibe, oh Hombre de dolores, el ungüento que embalsamará tu cuerpo en el día de tu sepultura».
Y la Virgen tomó los dones y los puso a los pies del niño. Y he aquí que el niño extendió su mano y bendijo a los tres reyes.
Aquella misma noche, un ángel del Señor se apareció en sueños a los Magos y les dijo:
«No volváis a Herodes, porque busca al niño para matarlo».
Entonces ellos, adorando una vez más al niño, partieron por otro camino hacia su tierra. La estrella los acompañó hasta los confines de Persia, y cuando llegaron a sus palacios, mandaron escribir en sus crónicas:
«Hemos visto al Rey de reyes, y nuestros ojos han contemplado al Salvador del mundo».
Y desde aquel día, los magos de Persia, de la India y de Arabia guardaron la memoria del Niño nacido en la cueva de Belén, y encendieron fuegos nuevos en sus altares, diciendo:
«El Fuego eterno ha bajado a la tierra, y la Luz verdadera ha nacido de la Virgen».
Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.