

Vivimos una generación que ha reemplazado la oración por decretos.
Ya no se arrodilla… exige.
Ya no suplica… ordena.
Ya no busca la voluntad de Dios… impone la suya.
El discurso moderno de la “declaración positiva” suena a fe, pero es soberbia espiritual vestida de teología.
Se anuncia como poder celestial, pero brota del orgullo humano.
Y lo más alarmante: se predica desde los púlpitos como si fuera evangelio.

Esta doctrina no nació en Jerusalén, sino en los laboratorios del pensamiento humanista.
Sus raíces se hunden en el movimiento del “Nuevo Pensamiento” del siglo XIX, que enseñaba que las palabras moldean la realidad porque el ser humano contiene una “chispa divina”.
Con el tiempo, figuras como E. W. Kenyon y Oral Roberts mezclaron esas ideas con lenguaje cristiano y emoción pentecostal.
Así nació una fe adulterada: una teología donde el hombre habla y Dios obedece.

Pero la Escritura no enseña a dar órdenes al cielo, sino a rendirse ante el Padre.
No dice: “declara y se cumplirá”, sino: “pide, y se te dará conforme a Su voluntad”.
Jesús mismo, en Getsemaní, no proclamó victoria sobre la cruz; se sometió a ella.
Dijo: “Padre, si es posible, pase de mí esta copa… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.”
Esa oración derrumba toda teología de la declaración positiva.
La fe verdadera *no controla*, *obedece.*

El mensaje del “declara, decreta y recibe” gira en torno al poder humano, no al carácter de Dios.
Promete salud, riqueza, éxito y prosperidad, pero ignora que el camino de Cristo también pasa por la cruz.
No toda enfermedad es falta de fe.
No toda escasez es maldición.
Y no toda victoria se grita: algunas se conquistan en silencio, con lágrimas y fidelidad.

Cuando crees que tus palabras controlan la realidad, ya no estás practicando fe... estás practicando brujería cristianizada.
El poder no está en tus decretos, sino en la voz del Dios soberano.
La fe no consiste en manipular resultados con frases poderosas, sino en descansar en la sabiduría de un Padre que sabe más.

La cruz no se declara: se lleva sobre los hombros.
El cristianismo no se trata de repetir fórmulas, sino de morir al ego.
La oración que transforma no exige, se rinde.

La “declaración positiva” halaga al oído pero envenena el alma.
Promete poder, pero roba humildad.
Promete milagros, pero destruye la dependencia del hombre en Dios.
El cristiano no necesita decretar su destino; necesita confiar en el Autor de su historia.

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sino que se inclina y susurra:
“Hágase Tu voluntad, Señor.”