Ni este breve ensayo ni su título versan sobre un capítulo de las sagas de La guerra de las galaxias, Star Trek o Battlestar Galactica. Pese a todo, se refiere a un posicionamiento ideológico de ciertos individuos que hacen tanto hincapié en sus fantasías como los más fieles seguidores de las mencionadas sagas, con las que comparte el interés por hipotéticas civilizaciones extraterrestres y su relación con la raza humana.
Una de las enseñanzas más hermosas de Jesucristo, de gran utilidad para la salud mental de las personas, tiene que ver con los peligros de la obsesión por el mañana. «No os angustiéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido?» (Mat. 6:25). Por todos son conocidas sus ilustraciones de las aves, que subsisten pese a no sembrar, y de los lirios, que lucen hermosos colores pese a no buscar atavío. Naturalmente, Jesús no quiso decir ni que anduviéramos desnudos para lucir el cuerpo ni que viviésemos de lo que otros siembren. Su enseñanza es, más bien, que Aquel que nos formó cuidará de nosotros con más interés aún que el que tiene por las aves, que no se obsesionan por su sustento, o por las plantas que crecen en las más inhóspitas regiones.
No parece que la práctica de la indolencia sea muy compatible con las enseñanzas de la Biblia. Antes de narrar la trágica entrada del pecado en el mundo, la Biblia dice que Dios puso al hombre «en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo cuidara» (Gén. 2:15). No sabemos exactamente qué tipo de trabajo “manual” realizarán los habitantes del cielo, pero todo parece indicar que Dios previó que los habitantes de este planeta o, en su caso, de otros similares, realizaran algún tipo de trabajo sistemático provechoso, cuyas primeras facetas, según señala el Génesis, tenían que ver con la labranza y, en el caso de Abel, con la ganadería. Al parecer, no formaba parte de los planes de Dios que los seres humanos, ni siquiera en Edén, se pasasen el día tumbados debajo de una higuera comiendo sus frutos y considerando lo interesante y placentero que resultaba el entorno en el que vivían, ni ocupando su tiempo de trabajo con cavilaciones interminables de la más variopinta naturaleza.
Esta sencilla lección de laboriosidad encuentra un pintoresco mentís en el escenario planteado en las publicaciones habituales de la organización adventista del séptimo día, que afirma ser “entendida” en profecías. Según dicho planteamiento, en el curso de la historia humana, y no precisamente cuando esta hubiera terminado, había de llegar un momento en el que se produciría un magno ajuste de cuentas, ante la vista de todo el universo, en el que se decidiría la suerte de cuantas personas hayan pertenecido al “pueblo de Dios” y, además, se dictaminarían la sabiduría y la justicia del mismísimo Dios, dado que, por lo visto, estas estaban en entredicho entre las «las inteligencias celestiales» y «los habitantes de los mundos no caídos».
La necesidad imperiosa de zanjar tan vitales cuestiones a satisfacción de los incontables seres inteligentes de esos «mundos no caídos» conlleva la participación de tales seres en la “investigación” que se realiza en un “santuario celestial” desde el 22 de octubre de 1844. Según explican los escritos adventistas, la “investigación” en cuestión —dejando a un lado el hecho de que el principal imputado no es otro que el mismísimo Dios— empezó por Adán y sus primeros descendientes y habría de proseguir con las generaciones posteriores hasta que les tocara el turno a los vivos, con lo que el “juicio investigador” “previo al advenimiento” se realizaría ya en tiempo real. Cuando se acabara de juzgar al último humano vivo, acabarían el juicio investigador y el “tiempo de gracia” y, poco después, se produciría la “segunda venida” de Cristo.
Si hemos de creernos las afirmaciones de la profetisa visionaria del adventismo, el juicio de los difuntos, empezando por Adán, se produjo a un ritmo no desdeñable. En 1882 Ellen White publicó Early Writings. La página 89 de la edición más habitual de este libro en español (Primeros escritos) contiene la siguiente “filtración” judicial: «Tomás Paine, cuyo cuerpo se ha reducido a polvo y quien ha de ser llamado al fin de los mil años, cuando se produzca la segunda resurrección, para que reciba su recompensa y sufra la segunda muerte, es representado por Satanás como si estuviera en el cielo, en posición muy exaltada». Se habla de Thomas Paine, revolucionario y librepensador norteamericano fallecido el 8 de junio de 1809. En la página 293 del mismo libro, la autora en cuestión menciona a otro presunto colega de Paine en el bando de los perdidos: «Entonces Jesús y los santos ángeles, acompañados por los santos redimidos, regresan a la ciudad y los amargos lamentos y llantos de los impíos condenados llenan el aire. Vi que Satanás reanudaba entonces su obra. Recorrió las filas de sus vasallos para fortalecer a los débiles y flacos diciéndoles que él y sus ángeles eran poderosos. Señaló los incontables millones que habían resucitado, entre quienes se contaban esforzados guerreros, reyes muy expertos en la guerra y conquistadores de reinos. También se veían poderosos gigantes y capitanes valerosos que nunca habían perdido una batalla. Allí estaba el soberbio y ambicioso Napoleón cuya presencia había hecho temblar reinos». Napoleón Bonaparte falleció el 5 de mayo de 1821.
Así, según los planteamientos adventistas, desde el inicio de sus sesiones el 22 de octubre de 1844 hasta 1882, en un lapso de aproximadamente 38 años, el “juicio investigador” había determinado, por acción u omisión, la suerte de los seres humanos que habían vivido desde los tiempos de Adán hasta 1821. Si redondeamos el supuesto lapso histórico juzgado en esos 38 años a 6.000 años, obtenemos un respetable lapso de aproximadamente siglo y medio de historia por año de “juicio investigador” hasta 1882. Naturalmente, un par de años más de ese “juicio investigador” no deberían tener una productividad muy alejada de tres siglos de historia; es decir, de continuar esas deliberaciones celestes e interplanetarias a un ritmo comparable al de la encomiable laboriosidad prenapoleónica, en 1884 debería haberse llegado al último hombre vivo no solo del propio 1884, sino que ¡habría sobrado tiempo para juzgar incluso a los no nacidos hasta el primer cuarto del siglo XXII!
Dejando a un lado su total falta de fundamento bíblico, resulta palmario que el planteamiento adventista no se caracteriza por su tino en los asuntos de este mundo. Pero la situación es más grave aún para los intereses de los «mundos no caídos». Produce desasosiego pensar en el impacto que un “juicio investigador” que se prolonga, según el imaginario adventista, 169 años pueda tener en la economía y la sociedad de esos mundos. Es sumamente dudoso que una población dubitativa, vivamente interesada en convencerse de la bondad de Dios, dedicada en cuerpo y alma durante más de siglo y medio a ponderar la vida de miles de millones de seres humanos, sea capaz de realizar con eficacia las tareas necesarias para su propio sustento. Que sistemas planetarios enteros de todos los confines del universo estén inmersos en un magno chismorreo intergaláctico no puede conducir a nada bueno. Una inoperancia judicial de tal calibre solo puede conducir a una parálisis universal. Máxime cuando cabe la posibilidad de que la explosión demográfica de este mundo haya desequilibrado irreversiblemente la relación entre años de historia y años de “juicio investigador”. Matemáticamente, es planteable que los primeros siglos de historia humana pudieran ser juzgados por esas «inteligencias celestiales» y «los habitantes de los mundos no caídos» a una velocidad vertiginosa, dado que el planeta estaba comparativamente despoblado en aquellos tiempos. Sin embargo, cabe postular que en algún momento posterior a 1882 la relación entre año de historia y año de juicio investigador llegase a 1:1 y que, después, el devenir histórico haya superado al de la capacidad de juzgarlo. De ser así, ese “juicio investigador” no acabará hasta que alguna calamidad natural o provocada por el hombre ponga fin a la historia de este mundo. Quizá entonces «los habitantes de los mundos no caídos» puedan dejar su indolente ocupación actual y volver a ocuparse de sus propios asuntos. Así evitarán la consecuencia inevitable anunciada por el sabio:
«La mano negligente empobrece» (Prov. 10:4). «La pereza hace caer en profundo sueño y la persona negligente padecerá hambre» (19:15).
Una de las enseñanzas más hermosas de Jesucristo, de gran utilidad para la salud mental de las personas, tiene que ver con los peligros de la obsesión por el mañana. «No os angustiéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido?» (Mat. 6:25). Por todos son conocidas sus ilustraciones de las aves, que subsisten pese a no sembrar, y de los lirios, que lucen hermosos colores pese a no buscar atavío. Naturalmente, Jesús no quiso decir ni que anduviéramos desnudos para lucir el cuerpo ni que viviésemos de lo que otros siembren. Su enseñanza es, más bien, que Aquel que nos formó cuidará de nosotros con más interés aún que el que tiene por las aves, que no se obsesionan por su sustento, o por las plantas que crecen en las más inhóspitas regiones.
No parece que la práctica de la indolencia sea muy compatible con las enseñanzas de la Biblia. Antes de narrar la trágica entrada del pecado en el mundo, la Biblia dice que Dios puso al hombre «en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo cuidara» (Gén. 2:15). No sabemos exactamente qué tipo de trabajo “manual” realizarán los habitantes del cielo, pero todo parece indicar que Dios previó que los habitantes de este planeta o, en su caso, de otros similares, realizaran algún tipo de trabajo sistemático provechoso, cuyas primeras facetas, según señala el Génesis, tenían que ver con la labranza y, en el caso de Abel, con la ganadería. Al parecer, no formaba parte de los planes de Dios que los seres humanos, ni siquiera en Edén, se pasasen el día tumbados debajo de una higuera comiendo sus frutos y considerando lo interesante y placentero que resultaba el entorno en el que vivían, ni ocupando su tiempo de trabajo con cavilaciones interminables de la más variopinta naturaleza.
Esta sencilla lección de laboriosidad encuentra un pintoresco mentís en el escenario planteado en las publicaciones habituales de la organización adventista del séptimo día, que afirma ser “entendida” en profecías. Según dicho planteamiento, en el curso de la historia humana, y no precisamente cuando esta hubiera terminado, había de llegar un momento en el que se produciría un magno ajuste de cuentas, ante la vista de todo el universo, en el que se decidiría la suerte de cuantas personas hayan pertenecido al “pueblo de Dios” y, además, se dictaminarían la sabiduría y la justicia del mismísimo Dios, dado que, por lo visto, estas estaban en entredicho entre las «las inteligencias celestiales» y «los habitantes de los mundos no caídos».
La necesidad imperiosa de zanjar tan vitales cuestiones a satisfacción de los incontables seres inteligentes de esos «mundos no caídos» conlleva la participación de tales seres en la “investigación” que se realiza en un “santuario celestial” desde el 22 de octubre de 1844. Según explican los escritos adventistas, la “investigación” en cuestión —dejando a un lado el hecho de que el principal imputado no es otro que el mismísimo Dios— empezó por Adán y sus primeros descendientes y habría de proseguir con las generaciones posteriores hasta que les tocara el turno a los vivos, con lo que el “juicio investigador” “previo al advenimiento” se realizaría ya en tiempo real. Cuando se acabara de juzgar al último humano vivo, acabarían el juicio investigador y el “tiempo de gracia” y, poco después, se produciría la “segunda venida” de Cristo.
Si hemos de creernos las afirmaciones de la profetisa visionaria del adventismo, el juicio de los difuntos, empezando por Adán, se produjo a un ritmo no desdeñable. En 1882 Ellen White publicó Early Writings. La página 89 de la edición más habitual de este libro en español (Primeros escritos) contiene la siguiente “filtración” judicial: «Tomás Paine, cuyo cuerpo se ha reducido a polvo y quien ha de ser llamado al fin de los mil años, cuando se produzca la segunda resurrección, para que reciba su recompensa y sufra la segunda muerte, es representado por Satanás como si estuviera en el cielo, en posición muy exaltada». Se habla de Thomas Paine, revolucionario y librepensador norteamericano fallecido el 8 de junio de 1809. En la página 293 del mismo libro, la autora en cuestión menciona a otro presunto colega de Paine en el bando de los perdidos: «Entonces Jesús y los santos ángeles, acompañados por los santos redimidos, regresan a la ciudad y los amargos lamentos y llantos de los impíos condenados llenan el aire. Vi que Satanás reanudaba entonces su obra. Recorrió las filas de sus vasallos para fortalecer a los débiles y flacos diciéndoles que él y sus ángeles eran poderosos. Señaló los incontables millones que habían resucitado, entre quienes se contaban esforzados guerreros, reyes muy expertos en la guerra y conquistadores de reinos. También se veían poderosos gigantes y capitanes valerosos que nunca habían perdido una batalla. Allí estaba el soberbio y ambicioso Napoleón cuya presencia había hecho temblar reinos». Napoleón Bonaparte falleció el 5 de mayo de 1821.
Así, según los planteamientos adventistas, desde el inicio de sus sesiones el 22 de octubre de 1844 hasta 1882, en un lapso de aproximadamente 38 años, el “juicio investigador” había determinado, por acción u omisión, la suerte de los seres humanos que habían vivido desde los tiempos de Adán hasta 1821. Si redondeamos el supuesto lapso histórico juzgado en esos 38 años a 6.000 años, obtenemos un respetable lapso de aproximadamente siglo y medio de historia por año de “juicio investigador” hasta 1882. Naturalmente, un par de años más de ese “juicio investigador” no deberían tener una productividad muy alejada de tres siglos de historia; es decir, de continuar esas deliberaciones celestes e interplanetarias a un ritmo comparable al de la encomiable laboriosidad prenapoleónica, en 1884 debería haberse llegado al último hombre vivo no solo del propio 1884, sino que ¡habría sobrado tiempo para juzgar incluso a los no nacidos hasta el primer cuarto del siglo XXII!
Dejando a un lado su total falta de fundamento bíblico, resulta palmario que el planteamiento adventista no se caracteriza por su tino en los asuntos de este mundo. Pero la situación es más grave aún para los intereses de los «mundos no caídos». Produce desasosiego pensar en el impacto que un “juicio investigador” que se prolonga, según el imaginario adventista, 169 años pueda tener en la economía y la sociedad de esos mundos. Es sumamente dudoso que una población dubitativa, vivamente interesada en convencerse de la bondad de Dios, dedicada en cuerpo y alma durante más de siglo y medio a ponderar la vida de miles de millones de seres humanos, sea capaz de realizar con eficacia las tareas necesarias para su propio sustento. Que sistemas planetarios enteros de todos los confines del universo estén inmersos en un magno chismorreo intergaláctico no puede conducir a nada bueno. Una inoperancia judicial de tal calibre solo puede conducir a una parálisis universal. Máxime cuando cabe la posibilidad de que la explosión demográfica de este mundo haya desequilibrado irreversiblemente la relación entre años de historia y años de “juicio investigador”. Matemáticamente, es planteable que los primeros siglos de historia humana pudieran ser juzgados por esas «inteligencias celestiales» y «los habitantes de los mundos no caídos» a una velocidad vertiginosa, dado que el planeta estaba comparativamente despoblado en aquellos tiempos. Sin embargo, cabe postular que en algún momento posterior a 1882 la relación entre año de historia y año de juicio investigador llegase a 1:1 y que, después, el devenir histórico haya superado al de la capacidad de juzgarlo. De ser así, ese “juicio investigador” no acabará hasta que alguna calamidad natural o provocada por el hombre ponga fin a la historia de este mundo. Quizá entonces «los habitantes de los mundos no caídos» puedan dejar su indolente ocupación actual y volver a ocuparse de sus propios asuntos. Así evitarán la consecuencia inevitable anunciada por el sabio:
«La mano negligente empobrece» (Prov. 10:4). «La pereza hace caer en profundo sueño y la persona negligente padecerá hambre» (19:15).