Cartas de Ángel

18 Noviembre 1998
12.218
21
blogs.periodistadigital.com
Para no ir abriendo un epígrafe por cada carta, abro una para todas las que crea conveniente compartir con todos en este foro.

Semillas De Invierno
Lunes, 5 de marzo de 2001

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

El miedo es la reacción característica ante un peligro inminente. Es una de las sensaciones más comunes en la especie humana, de modo que casi podemos considerar un mentiroso al que diga que nunca ha tenido miedo o que a nada teme.

El miedo es ambiguo en el alma humana. Por una parte, llevados del terror los hombres desarrollan hechos prodigiosos que se reflejan en sus huidas o combates. Por otra, el miedo paraliza, corta la reflexión, impide la deliberación.

Nadie puede vivir ante un miedo permanente, pero sí hay vidas profundamente marcadas por el temor. Son caracteres apocados, de iniciativas cortas y lenguaje confuso e inseguro. Su miedo se ha convertido en una nube que no logran apartar de sus ojos y que los convierte en prisioneros sin capacidad de gobernar su propio barco.

El miedo, lo mismo que la tristeza, son útiles en ciertos parajes del camino hacia la conversión. Puesto que toda tentación se apoya en un bien exagerado, unilateral o aparente, la superación de la tentación requiere de una renuncia a ese bien menor en busca de un bien mayor. De ordinario este rompimiento conlleva la tristeza de descubrir los males que tenía el bien menor o el miedo ante los males que se ve que traerá.

Sin embargo, este miedo o tristeza "buenos" llevan el doble sello de la humildad y la esperanza. El miedo o la tristeza malos van señalados por la soberbia y la desesperación. Y así como Dios intenta infundir en el alma el miedo bueno y la tristeza buena, el diablo quiere plantar el miedo malo y la tristeza mala.

Cristo en su pasión tuvo miedo y tuvo tristeza. De su Corazón brotan estos afectos santos que están generosamente en las genuinas conversiones. Los enemigos de Cristo, en cambio, abundaron en soberbia y en desesperación. Es una buena idea, entonces, que no rechaces el sentir miedo ni huyas miedoso de la tristeza; es mejor que al verte visitado de estos sentimientos acudas a Cristo Paciente y le hables con franqueza de lo que te pasa, suplicando de su misericordia que tome lo que hay en tu alma y lo acerque a lo que hay en su alma. De este modo, lejos de pecar, superarás la ocasión de pecado, e incluso expiarás algunas de tus culpas pasadas.

Otro tanto hay que predicar al pueblo de Dios. No pretendas que sean irrompibles, porque Cristo en la Cruz está bastante roto y desgarrado. A nadie pidas que no tenga miedo ni enseñes que la gente debe vivir siempre campante y risueña. ¡No estaba muy risueño nuestro Santísimo Señor en las horas graves de su terrible Pasión! Lo importante es que la alegría tenga siempre su semilla en tu corazón y el de tus hermanos. Así como las semillas de la siembra de otoño parecen muertas cuando llega el invierno, y sin embargo estallan de vida y color en la primavera, así también el corazón de un cristiano sabe enterrar sus semillas de pascua mientras el frío del mundo cubre de muerte y dolor todas las cosas.

Un buen sacerdote, especialmente si es director de almas, sabe descubrir esas semillas de gozo, incluso cuando las lágrimas bañan el rostro con el aspecto de una noche interminable. Un buen sacerdote es un despertador que sabe recordar a su alma propia y al corazón de los hermanos que quien ha recibido la semilla de Cristo tiene la vida de Cristo.

Aférrate a esa vida y la victoria será tuya, no importa cuántas noches sobrevengan, cuánto frío se abalance sobre tu huerta, cuánta nieve y cuánto hielo quieran matar el resplandor tu sonrisa. Para ti será el Reino de los Cielos.
 
La Revelación de la Verdad
Miércoles de Ceniza, 28 de febrero de 2001

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

El tiempo de aquella Cuaresma inolvidable para la Iglesia de Cristo ha terminado, y tú has visto cómo lo que fue jubileo para todos, algo de continua cuaresma tuvo para ti. Tu jubileo, tu gran jubileo no ha llegado todavía, y precisamente una de las razones de mi presencia explícita en tu vida es conducirte a tu verdadero jubileo.

Ahora bien, una alegría verdadera sólo puede nacer de una verdad alegre, y por eso para permanecer en la verdadera alegría hay que encontrar primero cuál es esa verdad que es siempre gozosa y que por eso puede alimentarte siempre de alegría. La búsqueda de la alegría debe pasar por la búsqueda de la verdad, porque de otro modo esa alegría no merecerá su nombre sino el de trivialidad, ensueño, mentira, y por lo tanto: traición.

Sólo de las verdades profundas nacen las alegrías profundas. Allí donde despunta algo profundo, hay siempre algo que se revela. La alegría es una revelación; es un secreto; es una caricia discreta que sólo entienden los que comparten la atmósfera de un mismo amor. ¿Has visto a una madre cuando camina por la acera con su bebé en los brazos? ¡No es una grúa que lleva un saco! Movimientos casi imperceptibles van arrullando al pequeñito mientras es transportado.

En primer lugar, está el movimiento del corazón. ¡Cómo se te va a olvidar que esa mujer tiene un corazón, y que ese corazón palpita! De lejos no se ve; si no estás junto a la piel de aquella madre no lo sientes, pero el bebé está ahí precisamente, ahí donde ese ritmo misterioso y entrañable sigue bombeando amor, como en los días de la dulce estadía en el vientre materno...

El corazón palpita de modo distinto a una máquina. Si un extraño se acerca a esta madre cariñosa, ella teme instintivamente que algo pudiera pasarle al bebé, y entonces su corazón de mujer se acelera. Si el peligro pasa, un nuevo compás, más sereno y hondo sigue transmitiendo al niño las emociones de aquel momento, que quizá a nadie le importe.

Luego está el movimiento de la respiración. El pecho se expande, y el aire entra. El pecho se contrae, y el aire sale. Sencillo, ¿verdad? Tan sencillo como la vida y como la muerte. Un día el aire comenzó a entrar: era la hora de nacer; otro día habrá de salir por última vez: será la hora de la muerte. En cada respiración llevas la vida y la muerte.

Cuando el pecho se expande, envuelve al niño que se recuesta un poquito más entre los senos de la madre. Cuando el pecho se contrae, entrega al niño, a quien le queda una cuna un poco menor, porque el aire ha salido. Así, mientras la mamá respira, quizá distraída, va acogiendo y ofreciendo a su hijo. Es cosa de milímetros, es asunto de instantes. Pero la vida entera está atravesada por los milímetros y nada transcurre en ella sino por instantes.

El niño es recibido y el niño es entregado. Es el dinamismo del amor. El amor te acoge y el amor te envía. El amor te protege y el amor te expone. El amor te sana, porque te has herido, pero luego te hace volver al combate, aunque te hieran. Necesitas amor que te escuche, como recibiéndote, pero necesitas también amor que te interpele y te haga avanzar, como poniéndote en medio de la obra. Aquella mujer, en un acto de amor, recibió la semilla que la hizo madre. Fue tal vez un momento muy bello en que se sintió muy amada. Llegará otro momento, sombrío quizá, en el que tendrá que sembrar al que fue sembrado en ella; deberá entregarlo un día.

Hay otro ritmo aún: los pasos. La mujer camina y por eso se va apoyando sucesivamente en cada pie. ¡Qué poco me has aprendido de aquello que te he pedido: que crezcas en la admiración! ¿No es admirable cosa el caminar? El cuerpo se va balanceando, los zapatos suenan contra la acera, la luz y el paisaje van cambiando poco a poco. El bebé siente una danza, y su mamá es su pareja, o mejor: su profesora. Le está enseñando a abrirse un camino en el mundo, y a no dejarse llevar por las dudas.

En efecto, si tomas una fotografía al que está caminando verás que casi todas sus posiciones son "imposibles". Nadie puede quedarse parado en ningún momento de esa secuencia que sin embargo realizáis con perfecta naturalidad. Si alguien dudara y dijera: "¿Será que esta posición en la que me encuentro en este instante es perfectamente estable?", si alguien se preguntara eso, nunca podría caminar. Caminar es un pequeño, bello y alegre milagro, y los bebés lo saben.

Entonces, ¿vas a volver a ser niño, como te dijo Cristo en el Evangelio? Para ti será el Reino de los Cielos.
 
Más Allá Del Recuerdo
Domingo, 4 de marzo de 2001

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Así como hay recuerdos amargos, recuerdos tristes y recuerdos deshonestos, hay también recuerdos hermosos, recuerdos dulces y recuerdos saludables. Pero más allá de lo que directamente puede recordar la mente humana, es bueno aprender a agradecer lo que no se recuerda y que sin embargo hizo bien. Este ejercicio, del que te quiero hablar hoy, levanta al alma hacia una gratitud singular y una humildad profunda.

En efecto, mucho antes de que pudieras empezar a recordar nada, una sucesión ininterrumpida de maravillas fue poblando la historia de tu vida. El salmista dice: «mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra; mi embrión tus ojos lo veían...» (Sal 139,15-16). En un despliegue de prodigios sin cuento, a partir de un comienzo minúsculo, Dios fue construyendo todas las maravillas de tu cuerpo. ¿Cuánta biología y cuánta química se necesita para describir, solamente describir cabalmente, lo que entonces aconteció? Como tú lo has dicho pocas veces, porque también lo has pensado pocas veces, yo le digo hoy a nuestro Dios, a nombre tuyo:

Papá Dios,
en mi vida,
antes que lenguaje de las palabras,
fue el lenguaje de las obras;
porque antes de obrar era necesario ser,
y no podía yo ser si Tú no me dabas ser.

Por eso te agradezco, en primer lugar,
que me hayas concedido la existencia:
ningún rincón de mi cuerpo te es ajeno,
nada pasa en mí sin que Tú lo sepas;
nada me sucede fuera del ámbito de tu designio de amor.

Padre,
yo no puedo recordar lo que entonces sucedió,
cuando me tejiste en lo profundo de la tierra,
pero tu tejido soy yo mismo,
y esta voz que te alaba con acción de gracias,
antes que con sus significados,
con el solo hecho de su existencia está cantando.

Padre, padre mío,
yo no sé recordar lo que entonces hiciste,
y por esa flaqueza de mi ser de creatura entiendo
que lo más profundo de tu obrar se me escapa.
Pues no voy a decir que ahora veo todas tus obras en mí,
ni voy a presumir de conocer el tamaño de tu poder
o el alcance de tu piedad.

Más bien debo decir
que todavía hoy, en lo profundo de la tierra,
más allá de lo que ven mis ojos
o los ojos de mis hermanos,
Tú sigues haciendo maravillas escondidas,
y preparas caminos inesperados,
sendas insondables de sabiduría que me sobrepasa,
recodos de indescriptible belleza;
son las sorpresas que el mejor de los papás
tiene siempre para sus niños pequeñitos.

¡Gracias, gracias, gracias!,
¡Gracias por lo que veo, por lo que entiendo, por lo que recuerdo,
pero sobre todo: gracias por lo que no veo,
lo que no entiendo o no comprendo!
Gracias, Padre, amado Padre, amable Padre, amoroso Padre,
Padre amigo, Padre amante de los que aún no te aman,
y bondadoso con los que aún no te reconocen.
Recibe mi gratitud, Padre,
recibe mi amor que de tu amor ha nacido.
Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.

En la próxima semana, di esta oración cada día, varias veces al día. La costumbre de pensar y orar así te hará bien, y te dispondrá a vivir mejor en el universo de la divina gracia. Para ti será el Reino de los Cielos.
 
Un Cuadrado De Luz
Sábado, 3 de Marzo de 2001

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

El arte musulmán es uno de los bienes culturales de la Humanidad. Cultivaron los seguidores de Mahoma la radical ausencia de toda imagen, y por ello, para decorar sus edificios sagrados, se valieron ante todo de las formas puras de la geometría. Preciosos mosaicos y admirables teselaciones van recubriendo de luces y colores la arquitectura propia de este modo de arte.

Quiero que atiendas a la forma más simple de ese paraíso geométrico tan propio del Islam. Te hablo del humilde cuadrado.

Cuadradas suelen ser las baldosinas ordinarias, y con una repetición de ellas puedes cubrir cualquier superficie plana, por grande que sea. Si se trata de superficies curvas, siempre es posible pensar en cuadrados más pequeños, de modo que aproximen con la precisión deseada la forma que te ocupe. Al darle un límite a la superficie, precisamente circunscribiéndola a un cuadrado, tienes como un resumen y una llave de comprensión de toda superficie. Puedes decir incluso que "entender" al cuadrado, en principio te dice algo sobre cualquier superficie, no importa su tamaño o distancia.

Y puedes también abordar este pensamiento de otro modo: la superficie más grande está hecha de superficies pequeñas, del mismo modo que el más grande de los océanos a nada debe su grandeza, sino a sus millones de goticas.

Imagina un inmenso embaldosinado que recubriera, por ejemplo, la Tierra. En esa imagen cada baldosín tiene frontera sólo con otros cuatro. Su "mundo" es pequeño, pero la suma de todos esos pequeños mundos puede ser del tamaño mismo de este mundo, que te parece inmenso. Algo así es lo que sucede en la sociedad humana. Cada cuadradito debe saber proteger con amor y embellecer con generosidad a sus cuatro cuadraditos, que a su vez deben cuidar, amar y embellecer a sus otros cuatro, en un movimiento expansivo que es capaz de cubrir superficies tan grandes como el mundo entero. Puedes decir que ésta es una imagen matemática de lo que significa "amarás a tu prójimo como a ti mismo".

Vuelve ahora a mirar al mundo recubierto por ese gigantesco e imponente embaldosinado. Imagínate que uno de los cuadraditos se rebela y decide por su cuenta y riesgo que ya no quiere estar como está, sino que va a ponerse en diagonal. Obstinado en su terquedad, empieza a herir con sus vértices a sus cuatro vecinos, entrándose a deshoras en los terrenos que pertenecen a ellos. Éstos se quejan e intentan oponerle resistencia, pero el cuadradito porfiado sigue luchando contra ellos e hiriendo sus segmentos de recta con sus vértices puntudos. ¿Qué pasará en este caso?

Hay varios desenlaces posibles. Es posible que finalmente el cuadradito tozudo entre en razón. Es posible que los otros persistan en su dureza, de modo que, si el otro quiere rotar, le toque volverse más pequeño, limando sus vértices y aristas contra los duros segmentos de los vecinos, dejando entonces algunos vacíos en el conjunto. Es posible, en tercer lugar, que sean estos vecinos los que cedan y entreguen una parte de lo suyo al molestoso. O es posible, finalmente, que también estos, para evitarse problemas, empiecen a rotarse en diagonal, o achicarse y agrandarse, creando entonces malestar en otros vecinos, y así sucesivamente. No es difícil para ti deducir de esta parábola cuáles son los principales tipos de conflictos que se dan entre los seres humanos, ni qué caminos suelen seguir en estos conflictos.

Cada cuadrado tiene un color. Tú tienes un color en tu espíritu, que es semejante pero distinto al de tus vecinos. Tus vecinos y tú, unidos a todos los vecinos de todo el mundo y de todos los tiempos, constituyen un inmenso mosaico en el que está descrito, con caracteres de siglos y acentos de estrellas, el amor de Dios, como Él quiso mostrarlo en la Historia de los hombres.

El mosaico está en construcción. Hay horribles rebeldías, algunas de ellas con muchísimos seguidores. Hay sectores limpios y sanos, y otros que producen infinita compasión y gran tristeza.

Y hay un cuadradito de luz, que se llama Jesús. De él brota un temblor de amor que se llama gracia, y que a todos convoca y mueve, para que adquieran su tamaño digno, su lugar precioso y su mejor color. Hazle caso. Para ti será el Reino de los Cielos.
 
El Secreto De Cristo
Viernes, 2 de marzo de 2001

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

No se detiene el agua del manantial, aunque tú dejes de mirarla; no dejan de hacer sus nidos primorosos y mullidos los pajaritos, aunque nadie los aplauda; los más bellos atardeceres suceden ante playas desiertas, y los secretos más íntimos de la materia todavía no han sido formulados ni contemplados ni agradecidos por nadie, pero ¡ahí están!

¿Qué te dicen estos ejemplos, mi pequeño amigo? Que tu bondad debe realizarse en lo escondido, en ese "secreto" del que te habló Nuestro Señor Jesucristo, allí donde Dios ve y paga (Mt 6,4.6.18). Ahora bien, en ese pasaje Cristo no dijo que la paga fuera en secreto, pero sí es cierto que una parte de la paga es en secreto. De eso quiero hablarte hoy.

Si miras la vida de Cristo "desde fuera", te resulta incomprensible. Un ritmo extenuante de trabajo; gente que demanda más y más atención, más y más cuidado, más y más amor; sin el sosiego de un hogar, la caricia de una esposa solícita, o la remuneración afectiva que dan los hijos con su saludo, su sonrisa y su abrazo. Incomprendido por los discípulos, odiado por sus enemigos, urgido por todos. Sobrecargado con una misión intransferible y trascendental como ninguna; solo en medio de las multitudes; a menudo llamado pero pocas veces acogido de verdad. Torturado por el anhelo de la gloria divina en ese barro irresponsable que es la existencia humana; quemado por la sed, falto de alimento, escaso de provisiones, privado a menudo de un buen descanso. Todos esperan de Él sin que le sea permitido esperar mayor cosa de nadie; todos quieren apoyarse en Él sin que se le autorice confiar y apoyarse realmente en nadie; debe ser todo para todos, aun sabiendo que muchos lo tratarán como si no fuera nada, como si no valiera la pena, como si no fuera nadie. Y para desenlace de semejante vida, una avalancha de traiciones, un aguacero de insultos, una tormenta de blasfemias, el alud de un castigo inhumano y cruel, el silencio de los Cielos y el espanto de la Cruz. Es incomprensible; es absurdo; parece simplemente ridículo o demencial... si lo ves desde fuera.

Mas en Cristo existe un "adentro". Él, que a todos enseñó que el Padre veía "en lo secreto", lo dijo porque lo sabía, porque lo había vivido. Habló así porque en su propio secreto había sentido como nadie la dulce presencia del amor del Padre.

Los hombres del mundo tienen sólo exterioridad. Toda su felicidad se juega en las cosas que se ven, se palpan, se compran o se venden, se aplauden o se denigran. En su interior hay apenas un poquito de espacio, donde tienen que hacer caber su poquito de podredumbre: lo que quieren llevarse a la eternidad.

Cristo es exactamente lo contrario. Su exterior, como el de la Cruz, es rugoso e incomprensible. Da amor, produce bienes, ofrece bondad, pero al mirarle fijamente, desconcierta y deja espantada a la inteligencia humana. Por el contrario, su interior es palacio deslumbrante; altar incandescente de finísimo incienso; casa amplia donde todo tiene su lugar y donde todos son acogidos con un amor que no cabe en palabras de hombres ni de ángeles.

Por eso hace tanto bien el amor devoto al Corazón de Jesús, porque con esa palabra y en ese nombre hay como una puertecita que te lleva hacia ese secreto de Cristo Jesús.

Dios Padre vio y conoció ese "secreto" de Cristo, y por eso dijo con voz que resonó a modo de trueno: "en Él me complazco" (Mt 3,17; 17,5; Mc 1,11). Nuestro Señor, terminada la dura jornada se iba solo a la montaña a hacer oración, es decir: acudía a ese "secreto", a esa intimidad de amor con el Padre. En lugar de los rostros desfigurados por la enfermedad o el pecado, allí le esperaba el rostro hermoso por excelencia; en lugar de las voces destempladas de los odios o miserias de los hombres, allá le aguardaba la palabra dulce que sólo sabe decirle "¡Hijo, Hijo mío!"; en lugar del elenco repetido de las traiciones y envidias humanas, allí venía, como a su igual, el Amor. ¿No es bello el secreto de Cristo?

Ese secreto no ha quedado en secreto. Se ha abierto para ti hoy. Recíbelo. Para ti será el Reino de los Cielos.
 
Unidad
Jueves, 1 de marzo de 2001

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Como decía en su tiempo el apóstol Pablo, te digo yo ahora: No me cansa repetirte las mismas cosas (cf. Flp 3,1). Considero que es salud para tu mente enseñarte de mil modos y con mil ejemplos cómo has de descubrir la unidad en la creación, la unidad en la redención y la unidad que hay en el plan que une la creación y la redención.

La pluralidad es bella, y ha sido querida por Dios, pero no como un fin último, al modo de la dispersión, sino como un lenguaje que conduce finalmente hacia la unidad que sólo se halla en Él mismo.

Así ves multitud de especies animales y vegetales que abruman y casi oprimen tus sentidos. La mente humana, sin embargo, como levantándose por encima de lo que pueden percibir los sentidos, se esfuerza en encontrar un nombre único para cada cosa. Detecta las diferencias contrastándolas con lo que ve que es constante, y entonces investiga el por qué de tales diferencias.

Por este camino no tarda en descubrir que hay una tendencia profunda hacia la vida, de modo que en la diversidad impresionante de seres puede encontrarse por todas partes el amor al hecho mismo de ser. Este amor, si bien se medita, es principio de otros muchos interrogantes que en últimas conducen hacia los designios del Creador. En ellos la mente alcanza la unidad que buscaba, y entonces, cuando se vuelve con nuevos ojos a la pluralidad inicial, la contempla no como un caos inhóspito, sino como un lenguaje, como una casa, como un abrazo.

Algo parecido sucede con la redención. Si lees la Escritura, encuentras una pluralidad de historias en las que no faltan extremos de virtud o de vicio. Las intervenciones mismas de Dios resultan desconcertantes al corazón humano, por lo menos al principio. Mas a medida que se va descubriendo el amor que hay detrás de toda esa inmensa y abigarrada serie de hechos, épocas y personas, entonces todo cobra unidad, y la mente se alegra viendo lo mismo aunque no de la misma forma.

Este género de meditaciones y contemplaciones hacen mucho bien al alma humana, porque la disponen para el Cielo. El Cielo no es una larga clase de historia sagrada ni una larga exposición de ciencia natural. Es una mirada que descubre en asombrosa unidad al Amor que es Fuente y al Amor que es Meta. Una canción que recorre en el instante de un acorde magistral la grandeza de la obertura y la majestad de la conclusión. Una luz penetrante y sobrecogedora como el relámpago, dulce y cariñosa como una mañana fresca en el verano. A todo esto te preparan los ejercicios de unidad, que comienzan, como te he dicho de varios modos, en descubrir lo pequeño en lo grande y lo grande en lo pequeño.

El enemigo malo, el demonio, detesta la unidad. Para ruina suya no puede sostener ni siquiera el talante de sus propias mentiras y por ello es espectador indefenso de sus propias contradicciones, cuyo fin es el caos que le envuelve y domina. Pero desde su fondo de contradicción no calla y desde su incoherencia esencial no se detiene en sí mismo, sino que con desvergüenza y odio enconado se lanza por las calles del universo publicando con cinismo su mensaje de división, tratando con todas sus fuerzas que el hombre, en quien resplandece la ternura de la misericordia divina, se confunda y diga la frase estúpida: "o Dios o la creación". Pronunciada esta frase por boca humana, estalla la carcajada del infierno, porque ante el falso enigma la mente del hombre desfallece y se quiebra, de modo que, pudiendo ser fuerte con la fuerza de Dios, se entrega miserablemente a quien no sabe sino odiarlo. Esta ha sido su estrategia desde antiguo. Es la única mentira que sabe y que repite sin cesar.

Tú no tienes que obedecerle. No fuiste creado para eso. Obedece a Dios. Para ti será el Reino de los Cielos.
 
Las Manos De Dios
18 de febrero del 2000

Ángel:

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Por las manos puedes conocer mucho de las personas. Gruesas y fuertes las del campesino; toscas y hábiles las del albañil; finas y ágiles las del citarista; expresivas, casi patéticas, las del pensador; gráciles y elocuentes las del predicador.

Con esta consideración en mente eleva tú la mente hacia las manos de Cristo, el amor de tu alma.

Cristo tiene de campesino, por su origen, por la humildad de aquella Galilea y porque ha venido a sembrar de gracia los surcos y terrones oscuros de la historia humana.

Cristo tiene de albañil porque Él es Aquel que puede “construir la casa”, ya que, sin su bendición, «en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1), y además, fue Él quien dijo que si el templo era destruido Él lo reedificaría en tres días.

Cristo tiene de músico, pues sólo en Él la Humanidad alcanza la melodía y la letra de ese «cántico nuevo» tantas veces proclamado en los antiguos salmos (Sal 33,3; 40,4; 96,1; 98,1; 144,9; 149,1). Si ya David pudo tañer suaves melodías que ahuyentaban los malos espíritus del lado de Saúl (cf. 1 Sam 16,15-21), cuánto más Jesucristo, cuyas manos pudieron alejar con poder a la enfermedad y echar con vigor al Enemigo.

Cristo tiene de aquella profundidad que ha hecho célebres a los pensadores, y en verdad a todos supera, pues sólo de Él se ha dicho que es la «sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24). Y no hay, comparado con Él, predicador elocuente, pues su enseñanza ha tocado esas regiones del corazón humano adonde nadie había podido llegar.

¿Cómo son, pues, esas manos, donde toda súplica humana se vuelve oración, y toda dádiva celeste se vuelve bendición? ¿Cómo son, si es verdad que en ellas se resume todo el trabajo de los hijos de los hombres y toda la ternura del Padre de los Cielos? ¿Cómo son las manos que pueden comunicar a la vez la delicadeza más fina y la fortaleza más grande? ¿Cómo son, si en ellas cabe el cansancio de los más desconsolados y el vigor de los más robustos? ¿Cómo has de mirarlas en tu mente enamorada, si a la vez están próximas a recorrer el mundo en busca de los enfermos y a fijarse a la Cruz esperando a los pecadores?

¿Qué dirás de estas manos que no recibieron compasión y sí regalaron misericordia? ¿Qué poema cantaría la belleza de las manos del Autor de la Belleza? ¿Qué elegía podría llorar como se debe el horro de estas manos ultrajadas, amarradas, perforadas, ensangrentadas no de otro sino de sí mismo?

¡Manos de Cristo, Altar de Dios que lleváis con varonil fortaleza el peso de la miseria del mundo y la Sangre que lava esta miseria! ¡Manos de Cristo, hospital de los tristes, de los acongojados y de los moribundos, oratorio singular de los ruegos más fervientes, testigos sublimes del amor que prefirió hacerse violencia y destrozarse antes que levantarse contra el hermano! ¡Manos de Cristo, suave poesía del madero enhiesto, hontanares bellos de la gracia bella, pequeños jardines con sólo una rosa roja!

No dejes, hermano, que reposen tus manos, hasta que un día, dulcemente atrapadas por las manos de Cristo, todo suelten de esta tierra y se abran en alabanza de los Cielos.

Deja que te invite a la alegría; Dios te ama, su amor es eterno
 
12 de enero del 2000
Ángel:

Bienes Invisibles

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Es escandaloso y motivo de dolor para todo el que ame a Dios ver con cuánta facilidad los hijos de los hombres encuentran acuerdo en lo que es bello y bueno, cuando se trata de los bienes de la creación, mientras que sus voces vacilan con cobardía cuando se habla de la redención. Coinciden fácilmente en que un día de sol es hermoso o un bebé tierno, pero divergen cuando se trata de enseñar a ese bebé quién es Aquel que más le ha amado, qué ha hecho por él y qué vida se sigue de tanta bondad y tan esplendorosa gracia.

Tú has de saber que una de las señales manifiestas del progreso de la santidad en el alma es la capacidad de acoger con gratitud los bienes visibles de la creación, y al mismo tiempo proclamar con serena firmeza la grandeza incomparable de la redención que os otorga Jesucristo. Una virtud mediocre no sabe sostener a la vez estas dos cosas, pues, o desprecia la creación o no pregona la superioridad de la redención.

¿Por qué es difícil el acuerdo en los bienes invisibles? Porque son ellos los que gobiernan el curso de la vida. Mientras que la salud y la riqueza parecen deseables a todos o casi todos, porque luego cada uno hará con su cuerpo y con su dinero lo que le parezca, el bien sublime de la santidad no autoriza ese mismo género de autodeterminación, tan a menudo llamada "libertad". Lo cierto es que la gente se cree libre en el marco de los bienes propios de la creación visible y se cree esclava en el ámbito de los bienes invisibles. Falta a esas mentes la luz para reconocer que es peor la esclavitud inconsciente del que ha renunciado a dar rumbo responsable a su existencia.

En efecto, estos tales llaman "libertad" a dejarse gobernar por los impulsos que en cada caso les muevan, sin darse cuenta que esos impulsos mismos son gobernados por otras personas y otros intereses. Pero como no ven, ni quieren ver, las manos de sus amos, ni oyen chirrido de cadenas ya con eso se consideran libres y cantan himnos a su indolencia y a los dorados destellos de sus jaulas.

Para salir de tal estado es preciso reconocer el propio espacio de responsabilidad, y reconocer que dentro de ese espacio hay inmensas y hermosas posibilidades, así como terribles amenazas y seguramente vergonzosas incoherencias y defectos. Por este camino el hombre entra en sí mismo y descubre que el motor de sus afectos no está solamente en lo exterior y sensible, pues el amor que lleva a renunciar con paz a un bien visible es necesariamente invisible.

Dando un paso más, llega a ver con claridad que si hay amores invisibles que gobiernen incluso sobre las seducciones de lo visible y sensible, entonces Aquel que es el sumamente invisible es también el supremo Gobernador de todos.

Y tal ha de ser el ideal de la comunidad de los creyentes: una firmísima unidad en aquello que nadie ha viso ni puede ver, pero que se ha hecho manifiesto en la gracia eficacísima de la Cruz de Jesucristo. ¡Bendito se Dios!

Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
 
El Pecado Acobarda

El pecado es cobarde y acobarda. Hay siete razones para ello.

La primera es porque el pecado tiene su cimiento en la mentira, que es como la arena. El pecado supone una traición al propio ser, traición que sin embargo no cambia el ser sino sólo lo que de él se dice, y por eso es constitutivamente una mentira. Para sostenerse en una mentira es preciso decir otra mentira, y así en una sucesión desesperada y cada vez más absurda, que engendra un profundo vacío en el corazón. Esa “nada” viviendo en el alma hace cobarde al alma.

La segunda es porque el pecado destruye toda posible alianza. Es lo que sucede cuando una banda de maleantes asalta un banco. Mientras están en el asalto cada uno necesita de la colaboración de los otros porque solo no hubiera podido aventurarse a semejante empresa. Pero una vez conseguido el objetivo, los aliados se convierten en enemigos, porque cuanto mayor sea su número menor será lo que reciba al codicia de cada uno.

Lo mismo podrías decir de los demás pecados, porque todos suponen la despótica posesión de cosas creadas, y por consiguiente no pueden interesarse en el bien de los demás, sino que tienen que concentrarse en el suyo propio. El efecto es el mismo que el del asalto: el prójimo es necesario y a la vez es estorboso. En esta diabólica perspectiva hay que utilizarlo pero no amarlo. Con un esquema así, nadie es tan tonto como para creer que mientras se esfuerza en usar a los demás de ellos puede esperar amor, comprensión o siquiera justicia. El resultado es que cada uno está solo y por lo tanto teme que, como de hecho sucede en más de una ocasión, los demás hagan complot contra él.

La tercera es porque el pecado supone una fractura dentro del propio pensamiento. El pecador tiene como primer mandamiento traicionarse, aun antes de traicionar a los demás. En efecto, en cuanto hambriento de placeres, honores o victorias, el pecador necesita querer eficazmente un bien; pero en cuanto discípulo de las tinieblas tiene que rechazar el bien mayor, que es Dios y sus promesas. Así se priva a sí mismo de su bien propio y se engaña a sí mismo por lo que vale menos. Cada pecador es como ese reino en guerra civil del que habló Nuestro Señor Jesucristo (Mt 12,25), y en lo profundo de su corazón sabe que su peor enemigo es él mismo, y por lo tanto, el primero en quitarse sus propias fuerzas. Esto acobarda.

La cuarta es que el pecado va aproximando a regiones oscuras donde la propia inteligencia ve cada vez menos. Al principio, no por el pecado sino por el bien que aún queda en el alma, no parece sino que las decisiones son lógicas y necesarias, como cuando el ladrón hurta por primera vez. Pero el tiempo pasa y pronto hay que añadir a los robos mentiras, a las mentiras traiciones, y a las traiciones violencia verbal y luego física. Cuando el que empezó como un pelafustán ladronzuelo se ve a sí mismo tomando decisiones sobre a quién hay que matar se va sintiendo cada vez más extraño a sí mismo, y cada vez menos seguro de que cada nuevo paso hacia las tinieblas sea el que hay que dar. Esto lo hace inseguro y lo llena de temor.

La quinta es la proximidad con Satanás. La tiniebla no es sólo la privación del bien, que ya es nociva para el alma: es la cercanía a seres malos y poderosos, que pronto hacen sentir su autoridad a base de amenazas y terror. Todo criminal sabe que puede ser burlado por otro criminal más astuto, y como en eso de astucias y arterías no se ha escrito la última palabra, necesariamente tiene que temer que un día sus habilidades le fallen, la enfermedad o los años lo hayan debilitado o las circunstancias no sean propicias. Esa sensación, cuando ya se presiente el tufo del infierno paraliza de miedo al corazón.

La sexta es por el número creciente de enemigos. Cuando el pecado ya no es un accidente sino una forma de vida, es inevitable engendrar más y más enemigos. El pecador sabe que está rodeándose de adversarios que cada vez están menos dispuestos a tolerarle o a ser sus cómplices. Esta fue una de las causas de la locura de algunos Emperadores de la antigüedad. Por eso tenían que temer que el mundo un día se cansaría de ellos y con hastío habría de expulsarlos en medio de ignominias sin cuento.

La séptima razón es la desesperación creciente ante la certeza de la derrota final. Dios no cambia; permanece Señor y Rey mientras las fuerzas del pecador se agrietan y su alma se agita y agota. Desde la tierra donde pretendió mandar, mordiendo el polvo que ahora le humilla, el pecador ve cómo Dios sigue amaneciendo en las vidas de los justos, y sabe y no puede negar que ese Reino no se ha preparado para él. Lleno de miedo ante Dios, puede llegar incluso a rechazar al único que podría hacerle bien, es decir, el mismo Dios, que es tardo a la ira y rico en misericordia (Éx 34,6; Núm 14,18; Neh 9,17; Sal 7,12; 86,15; 103,8; 145,8; Jl 2,13; Jon 4,2; Nah 1,3).

Mira, pues, que el pecado acobarda. Cólmate de la gracia divina, que es tu heredad. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
 
Del amor del Espíritu en Cristo

Escrito por Ángel el 30 de enero del 2000
Mientras que el amor guiado por los intereses de la carne busca en qué deleitarse, el amor guiado por el Espíritu Santo -ese amor que ves en Jesucristo- busca en dónde hacer su buena obra y esparcir su bien. Por eso parecen opuestos estos amores, porque el primero buscará lo bueno para disfrutarlo, y el segundo buscará lo malo para sanarlo. Con los ojos del mundo no es posible entender cómo alguien sano busca al que no lo está, o cómo alguien interesante e inteligente busca al que es torpe e inservible, o cómo el que es puro se acerca a los que están manchados y sucios. Sin embargo, todo esto es exactamente lo que ves que hace Jesucristo.

El amor que tiene su fuente en el Espíritu Santo goza de una plenitud interior que le permite buscar no para ser completado sino para completar, o como dice el Evangelio, no para ser servido, sino para servir (Mt 20,28). Sin el Espíritu Santo este tipo de amor no sólo es imposible, sino inimaginable. Por ello dijo Pablo: «El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas» (1 Cor 2,14).

Cuando llega, en cambio, el don del Espíritu, lo "normal" y lo "lógico" es obrar como obró Cristo. A esto alude, con una frase sorprendente a tus oídos, el apóstol Juan: «como Él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Jn 4,17). La frase es impresionante no sólo por lo cercano que te hace al Hijo del Dios vivo, sino porque supone una plenitud de amor y una fortaleza en la opción de vida que resulta del todo inusitada para las fuerzas humanas.

El hombre por sus propias fuerzas se cansa de ser bueno. Antes de declarar su cansancio lleva estricta cuenta de todo lo que ha hecho, como aquel Job que conocía sólo la justicia de la Antigua Ley y no poseía el don el Espíritu. Por eso dijo a su propio favor todas las obras de piedad y los esfuerzos de paciencia y de dominio propio que podía recordar (Job 31,16-34). La caridad, por el contrario, «es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal» (1 Cor 13,5). ¡Tal cosa escapa a las fuerzas humanas!

El hombre se agota de ser bueno, y por ello, «en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,7-8). ¡Dios no se agota! Allí donde el ser humano pregunta: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21), está mostrando que su paciencia está llegando al límite, es decir, está mostrando su propia finitud. Dios es infinito y por medio del don de su Espíritu hace infinitos a los hombres otorgándoles por gracia lo que por naturaleza no tienen. Esta es la razón de la fortaleza de los mártires, de la caridad inagotable de tantos hombres y mujeres, del vigor incontenible de tantos misioneros, del esfuerzo sostenido de tantos pastores y doctores. ¡Ellos no luchaban con sus propios recursos! Llevaban dentro de sí el manantial que les hacía abundar para sí mismos y para los demás.

Desde luego el primer testimonio de esta gracia es el mismo Jesucristo. No debes mirar sus fuerzas como el resultado de un entrenamiento particular o de una naturaleza privilegiada; ni siquiera como el fruto de un ambiente apropiado o de una familia santa. Dar estas razones como explicación del amor del Nazareno es un grave error, porque aleja al Salvador de los hombres de los hombres que más necesitan ser salvados, a saber, aquellos que han carecido de ese hogar sano o del tesón para afrontar un entrenamiento así exigente.

Debes entender y debes enseñar que Cristo no es el fruto de una construcción hecha por los hombres, sino el regalo de Dios a los hombres. Sus maravillosos dones son gracia ya en Él mismo, y por esto su humildad es genuina, y no algo así como un papel que Él representara para dar ejemplo a los hombres. Cristo contempla con gozo la obra del Evangelio, un Evangelio que en primer lugar es regalo para Él mismo.

Por esto Él no se considera protagonista de nada, sino que dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44); y también: «Yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16,7). Estas no son las palabras de quien tuviera un arte para enseñar, o quien fuera simplemente resultado de una familia o de un pueblo. Son las palabras sinceras de alguien que se reconoce pequeño ante el don que le acompaña. ¡Cristo no se volvió "mágicamente" pequeño a la hora de la Cruz! Vivió como un pequeño, como un chiquillo admirado y admirable, capaz de extasiarse ante los caminos de la Providencia de Papá Dios, como cuando te enseña Lucas que «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito."» (Lc 10,21).

Para guiaros a la absoluta confianza en el Padre y para enseñaros a vivir en la pura gratuidad, Él mismo tenía que ser el primero en gozarse de esta gratuidad, y precisamente eso es lo que te cuenta el Evangelio. Por eso te digo siempre, y hoy te repito: Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
 
Una Siembra Generosa
24 de febrero del 2000

Ángel:

Hay dos maneras de medir los esfuerzos. Según el tamaño de tus posibilidades, y según el tamaño de las necesidades. Los principiantes y los mediocres, todo lo miden de acuerdo con sus recursos, y no piensan en otra cosa, como si Dios tuviera que obrar según las medidas humanas. Los avanzados en la vida espiritual y los verdaderos amigos de Dios en todo consideran sobre todo lo que aún hace falta, y por eso parecen incansables, y en cierto modo lo son, pues no laboran sólo con sus energías sino con la fuerza y la vida que les vienen de Dios.

Si miras a Jesucristo, en Él puedes encontrar qué significa amar en proporción a las necesidades. Puedes incluso decir que fueran estas necesidades de los hombres las que le dieron un rumbo a su misericordia, y por ello, a su vida entera. Cuando aquel centurión, que era un pagano, dijo a Jesús con angustiados ojos: “Tengo en casa un criado que sufre mucho...” (Mt 8,6), bastaron estas palabras para que Jesús cambiara su agenda de aquel día. Esto no fue extraño, pues de hecho su agenda diaria no tenía otro compromiso sino amar siempre más y siempre mejor. Y si en ese momento amar más significaba salirse materialmente de una ruta, tal cosa no es motivo de impaciencia para el Cristo, sino una indicación de que su camino seguía por otro lugar. El Amor le hacía la agenda a Jesucristo.

Desde luego esto significa que hay una obra de Dios que va desde las posibilidades del sujeto hasta las necesidades de sus prójimos. Ser un buen predicador es vivir precisamente allí, en el puente que une lo que tú puedes con aquello que no puedes pero que sí se necesita. Tal cosa quiso indicar Pablo, hablando de sí mismo, cuando dijo que se había hecho “todo para todos” (1 Cor 9,22). Más allá, pues, de las limitaciones de carácter, de cultura o de otro género, el Amor con mayúscula, el Amor que es el Espíritu Santo toma vidas así y las hace vidas sin fronteras, vidas más allá de toda frontera, vidas capaces de ser moldeadas en el patrón mismo del Hijo de Dios.

Vivir así es vivir en una continua indigencia, pues es conservar la mirada en aquello que no se alcanza, que no se tiene, incluso que no se puede. Como Jesús de camino sobre las olas, los verdaderos evangelizadores tienen tal certeza de la solidez de la Palabra que pueden vencer la radical fragilidad de las aguas, es decir, de sus propios defectos e imperfecciones, y también de las opiniones torcidas o crueles de sus prójimos.

Pero insisto: te estoy hablando de una vida en la indigencia, en la carencia y en la experiencia frecuente de no contar con lo que se quiere ni poder controlar del todo lo que va a obtenerse. Si lo que tú quieres son procesos controlados en los que sabes completamente qué vas a invertir y qué vas a recibir, no sirves para el Evangelio. Lo que Cristo pide de ti es una siembra generosa y lo que te promete es una cosecha sobreabundante. Dale lo que te pide y espera con certeza lo que te promete; niégale lo que te pide y entonces tendrás que volver tus ojos a las cuentas, las sumas y las restas, y el rostro tuyo perderá su brillo y el alma tuya su gozo y su experiencia de la gracia.

Ya sabes, pues, a qué alegría te invito, y cuál es su raíz y su fuerza. Dios te ama; su amor es eterno.
 
Con Lo Que Da Y Con Lo Que Niega

Domingo, 13 de febrero del 2000

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Una pequeña hoguera es menor que un gran incendio. Pero muchas hogueras pequeñas hacen más que un inmenso incendio. No puedes reemplazar las fogatas que arden en cada casa y dan suave calor a los habitantes de cada hogar con una conflagración espantosa que deja sin casa y sin hogar a una multitud.

Dios sabe esto mejor que tú y que yo, y por eso el cambia el mundo temperando el rigor de lo que habría que hacer con las limitaciones de lo que puede recibir la debilidad humana. Y así el Dios infinito se deja sentir en suave tibieza y discreto murmullo, tan discreto, en verdad, que no faltan los que temen que simplemente no está.

Dime, un sol que de pronto mandara bolas de fuego incandescente a la Tierra, ¿no sería un sol muy “torpe”? Y una nube que resultara enviando moles líquidas de toneladas de agua, ¿no sería una nube muy “tonta”? El sol que hace bien es aquel que tiene la paciencia de peinar cada espiga y acariciar cada racimo. La nube que hace bien es la que baña con delicadeza a las orquídeas y no destruye los frágiles nidos de los gorriones.

Así, y mucho más y mucho mejor, obra Dios. Tú ya sabes que Dios provee; lo que te hace falta descubrir con plena conciencia es que su providencia sapientísima todo lo abarca: tus esperanzas, las luces de tu inteligencia, la gente con la que te encuentras, el dolor por tus faltas y el gozo por el bien en flor, en fin, todo, absolutamente todo lo tuyo y a ti mismo.

Dios provee con lo que da y con lo que niega; con lo que dice y con lo que calla, con las preguntas que te acosan y las respuestas que aún no te satisfacen, con os ejemplos que te edifican y los escándalos que te desalientan, con el orden que de pronto descubres y el caos que, un momento después, te desconcierta; Dios provee con la paciencia de Él y la impaciencia tuya, con los mandatos que le desatiendes y los anhelos de servirle que de vez en cuando te sobrecogen.

Jamás cesa su reino; jamás deja Él de reinar; aún más: la “calidad” de su gobierno no declina, aunque quizá sí decline la luz de los hombres para entender por qué él hace lo que hace y deja de hacer lo que deja de hacer.

Ante semejante amor, ¿qué decir, qué hacer, sino bendecir a boca llena tanta bondad? Ves así con diáfana claridad que es más sabio empezar por amar agradecer y alabar, que empezar por tratar de analizar y entender. No es que el amor elimine la comprensión, sino que un querer tan lleno de bondad no puede entenderse sino participando de esa bondad.

Deja que te invite a la alegría; Dios te ama, su amor es eterno.