Bolivia

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28 Diciembre 2000
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Bolivia

Ezequiel 22
29 La gente del pueblo se dedica a la violencia y al robo; explotan al pobre y al necesitado, y cometen violencias e injusticias con los extranjeros. 30 Yo he buscado entre esa gente a alguien que haga algo a favor del país y que interceda ante mí para que yo no los destruya, pero no lo he encontrado.

Bolivia está atravesando momentos violentos. La situación es calamitosa y ninguna de las partes beligerantes puede justificas su accionar, ningún motivo que pudieran pretextar vale la vida de quienes han sido muertos en los enfrentamientos. Oremos por que Dios nos transforme a todos y sane esta tierra.

Bendiciones

Igor

La Paz sigue paralizada y en medio de una creciente escasez
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Bolivia: denuncian golpe de Estado
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Presidente Bolivia denuncia golpe, sigue violencia
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Bolivia: 71 muertos en la "guerra del gas" hasta el martes 14
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El país que quiere existir

El país que quiere existir

El país que quiere existir

Por Eduardo Galeano

Una inmensa explosión de gas: eso fue el alzamiento popular que sacudió a toda Bolivia y culminó con la renuncia del presidente Sánchez de Lozada, que se fugó dejando tras sí un tendal de muertos. El gas iba a ser enviado a California, a precio ruin y a cambio de mezquinas regalías, a través de tierras chilenas que en otros tiempos habían sido bolivianas. La salida del gas por un puerto de Chile echó sal a la herida, en un país que desde hace más de un siglo viene exigiendo, en vano, la recuperación del camino hacia el mar que perdió en 1883, en la guerra que Chile ganó.
Pero la ruta del gas no fue el motivo más importante de la furia que ardió por todas partes. Otra fuente esencial tuvo la indignación popular, que el gobierno respondió a balazos, como es costumbre, regando de muertos las calles y los caminos. La gente se ha alzado porque se niega a aceptar que ocurra con el gas lo que antes ocurrió con la plata, el salitre, el estaño y
todo lo demás.
La memoria duele y enseña: los recursos naturales no renovables se van sin decir adiós, y jamás regresan. Allá por 1870, un diplomático inglés sufrió en Bolivia un desagradable incidente. El dictador Mariano Melgarejo le ofreció un vaso de chicha, la bebida nacional hecha de maíz fermentado, y el diplomático agradeció pero dijo que prefería chocolate. Melgarejo, con su habitual delicadeza, lo obligó a beber una enorme tinaja llena de chocolate y después lo paseó en un burro, montado al revés, por las calles de la ciudad de La Paz. Cuando la reina Victoria, en Londres, se enteró del asunto, mandó traer un mapa, tachó
el país con una cruz de tiza y sentenció: "Bolivia no existe".
Varias veces escuché esta historia. ¿Habrá ocurrido así? Puede que sí, puede que no. Pero la frase ésa, atribuida a la arrogancia imperial, se puede leer también como una involuntaria síntesis de la atormentada historia del pueblo boliviano. La tragedia se repite, girando como una calesita: desde hace cinco siglos, la fabulosa riqueza de Bolivia maldice a los bolivianos, que son los pobres más pobres de América del Sur. "Bolivia no existe": no existe para sus hijos.
Allá en la época colonial, la plata de Potosí fue, durante más de dos siglos, el principal alimento del desarrollo capitalista de Europa. "Vale un Potosí", se decía, para elogiar lo que no tenía precio. A mediados del siglo dieciséis, la ciudad más poblada, más cara y más derrochona del mundo brotó y creció al pie de la montaña que manaba plata. Esa montaña, el llamado Cerro Rico, tragaba indios. "Estaban los caminos cubiertos, que parecía que se mudaba el reino", escribió un rico minero de Potosí: las comunidades se vaciaban de hombres, que de todas partes marchaban, prisioneros, rumbo a la boca que conducía a los socavones.
Afuera, temperaturas de hielo. Adentro, el infierno. De cada diez que entraban, sólo tres salían vivos. Pero los condenados a la mina, que poco duraban, generaban la fortuna de los banqueros flamencos, genoveses y alemanes, acreedores de la corona española, y eran esos
indios quienes hacían posible la acumulación de capitales que convirtió a Europa en lo que Europa es. ¿Qué quedó en Bolivia, de todo eso? Una montaña hueca, una incontable cantidad de indios asesinados por extenuación y unos cuantos palacios habitados por fantasmas.
En el siglo diecinueve, cuando Bolivia fue derrotada en la llamada Guerra del Pacífico, no sólo perdió su salida al mar y quedó acorralada en el corazón de América del Sur. También perdió su salitre. La historia oficial, que es historia militar, cuenta que Chile ganó esa guerra; pero la historia real comprueba que el vencedor fue el empresario británico John Thomas
North. Sin disparar un tiro ni gastar un penique, North conquistó territorios que habían sido de Bolivia y de Perú y se convirtió en el rey del salitre, que era por entonces el fertilizante imprescindible para alimentar las cansadas tierras de Europa.
En el siglo veinte, Bolivia fue el principal abastecedor de estaño en el mercado internacional. Los envases de hojalata, que dieron fama a Andy Warlhol, provenían de las minas que producían estaño y viudas. En la profundidad de los socavones, el implacable polvo de sílice mataba por asfixia. Los obreros pudrían sus pulmones para que el mundo pudiera consumir estaño barato.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Bolivia contribuyó a la causa aliada vendiendo su mineral a un precio diez veces más bajo que el bajo precio de siempre. Los salarios obreros se redujeron a la nada, hubo huelga, las ametralladoras escupieron fuego. Simón Patiño, dueño del negocio y amo del país, no tuvo que pagar indemnizaciones, porque la matanza por metralla no es accidente de trabajo. Por entonces, don Simón pagaba cincuenta dólares
anuales de impuesto a la renta, pero pagaba mucho más al presidente de la nación y a todo su gabinete. El había sido un muerto de hambre tocado por la varita mágica de la diosa Fortuna. Sus nietas y nietos ingresaron a la nobleza europea. Se casaron con condes, marqueses y parientes de reyes.
Cuando la revolución de 1952 destronó a Patiño y nacionalizó el estaño, era poco el mineral que quedaba. No más que los restos de medio siglo de desaforada explotación al servicio del mercado mundial. Hace más de cien años, el historiador Gabriel René Moreno descubrió que el pueblo boliviano era "celularmente incapaz". El había puesto en la balanza el cerebro indígena y el cerebro mestizo, y había comprobado que pesaban entre cinco, siete y diez onzas menos que el cerebro de raza blanca.
Ha pasado el tiempo, y el país que no existe sigue enfermo de racismo. Pero el país que quiere existir, donde la mayoría indígena no tiene vergüenza de ser lo que es, no escupe al espejo. Esa Bolivia, harta de vivir en función del progreso ajeno, es el país de verdad. Su historia, ignorada, abunda en derrotas y traiciones, pero también en milagros de esos que son capaces de hacer los despreciados cuando dejan de despreciarse a sí mismos y cuando
dejan de pelearse entre ellos.
Hechos asombrosos, de mucho brío, están ocurriendo, sin ir más lejos, en estos tiempos que corren.
En el año 2000, un caso único en el mundo: una pueblada desprivatizó el agua. La llamada "guerra del agua" ocurrió en Cochabamba. Los campesinos marcharon desde los valles y bloquearon la ciudad, y también la ciudad se alzó. Les contestaron con balas y gases, el gobierno decretó el estado de sitio. Pero la rebelión colectiva continuó, imparable, hasta que en la embestida final el agua fue arrancada de manos de la empresa Bechtel y la gente recuperó el riego de sus cuerpos y de sus sembradíos.
(La empresa Bechtel, con sede en California, recibe ahora el consuelo del presidente Bush, que le regala contratos millonarios en Irak.) Hace unos meses, otra explosión popular, en toda Bolivia, venció nada menos que al Fondo Monetario Internacional. El Fondo vendió cara su derrota, cobró más de treinta vidas asesinadas por las llamadas fuerzas del orden, pero el pueblo cumplió su hazaña. El gobierno no tuvo más remedio que anular el impuesto a
los salarios, que el Fondo había mandado aplicar.
Ahora, es la guerra del gas. Bolivia contiene enormes reservas de gas natural. Sánchez de Lozada había llamado capitalización a su privatización mal disimulada, pero el país que quiere existir acaba de demostrar que no tiene mala memoria. ¿Otra vez la vieja historia de la riqueza que se evapora en manos ajenas? "El gas es nuestro derecho", proclamaban las
pancartas en las manifestaciones. La gente exigía y seguirá exigiendo que el gas se ponga al servicio de Bolivia, en lugar de que Bolivia se someta, una vez más, a la dictadura de su subsuelo. El derecho a la autodeterminación, que tanto se invoca y tan poco se respeta,
empieza por ahí.
La desobediencia popular ha hecho perder un jugoso negocio a la corporación Pacific LNG, integrada por Repsol, British Gas y Panamerican Gas, que supo ser socia de la empresa Enron, famosa por sus virtuosas costumbres. Todo indica que la corporación se quedará con las ganas de ganar, como esperaba, diez dólares por cada dólar de inversión.
Por su parte, el fugitivo Sánchez de Lozada ha perdido la presidencia. Seguramente no ha perdido el sueño. Sobre su conciencia pesa el crimen de más de ochenta manifestantes, pero ésta no ha sido su primera carnicería y este abanderado de la modernización no se atormenta por nada que no sea rentable. Al fin y al cabo, él piensa y habla en inglés, pero no es el
inglés de Shakespeare: es el de Bush.
 
Bolivia, víctima de la antiglobalización

Para los casi nueve millones de habitantes de Bolivia, el segundo país más pobre del ya deprimido continente iberoamericano, con una renta per cápita que no llega a los 1.000 dólares anuales, las ingentes reservas de gas descubiertas hace unos pocos años (las segundas de América tras Venezuela) prometían ser una poderosa palanca que ayudase al país andino a salir del subdesarrollo. Los ingresos anuales que el Estado boliviano iba a percibir del consorcio Pacific LNG –formado por Repsol YPF, British Gas y Panamerican Energy– al que el anterior presidente, Hubo Banzer, había concedido la extracción de 30 millones de metros cúbicos anuales durante 20 años, iban a ascender a 600 millones de dólares anuales a partir de 2005.

Es decir, la exportación del gas a Méjico y California iba a suponer para cada boliviano unos 70 dólares anuales, o lo que es lo mismo, un incremento directo de casi el 8 por ciento en la renta per cápita del país. A lo que habría que añadir la creación de 10.000 empleos directos y 30.000 indirectos que, a su vez, contribuirían notablemente al crecimiento de la economía boliviana. Además, las extracciones de Pacific LNG durante 20 años apenas iban a suponer un 14 por ciento de las reservas conocidas, las cuales, al ritmo de consumo anual de gas en Bolivia, durarían al menos catorce siglos; por lo que ni siquiera podía hablarse de un hipotético “saqueo” de recursos naturales. En resumidas cuentas, Bolivia había recibido una bendición del cielo –o más propiamente, del subsuelo–, y lo único que tenía que decidir es a través de qué puerto, peruano o chileno, iba a exportarse el gas, pues la construcción del gasoducto también corría por cuenta de Pacific LNG.

Sin embargo, el mal endémico de Iberoamérica, el populismo y la demagogia de izquierdas, se ha cruzado una vez más en el camino de Bolivia hacia el progreso. Los “misioneros” de la antiglobalización –entre los que no escasean auténticos misioneros católicos afectos a la Teología de la Liberación– llevan largos años predicando el socialismo, el odio de clase y el rechazo al capitalismo entre la población campesina indígena boliviana (el 50 por ciento del país), a la que han hecho creer la manida patraña, tan en boga en la progresía de salón del Primer Mundo, de que las multinacionales son la principal causa de la pobreza del Tercer Mundo, al que despojan de sus recursos naturales a cambio de “unas pocas cuentas de vidrio”.

Estas prédicas incendiarias han logrado aglutinar los diversos grupos indígenas, tradicionalmente divididos y enfrentados entre sí, en contra de la globalización y el progreso. Primero fue la “guerra del agua” en abril de 2000, en el marco de las privatizaciones de empresas públicas iniciadas en 1995, que se saldó con la retirada de la empresa adjudicataria, presionada por las algaradas convocadas bajo el lema de que el agua es un “bien social”, y no “una mercancía”. Y ahora la “guerra del gas”, iniciada hace un mes por grupos indígenas del lago Titicaca con cortes de carreteras y graves disturbios que mantuvieron cerrada durante varios días las rutas de comunicación con Perú. A este motín sedicioso se unieron las centrales sindicales y el Movimiento al Socialismo de Evo Morales, quien ha logrado aglutinar la oposición al ya ex presidente boliviano, Gonzalo Sánchez de Lozada, quien tuvo que dimitir después de perder el apoyo del ala izquierda de su gobierno. Sobre todo el de su vicepresidente, Carlos Mesa, que sustituirá a Lozada con un programa calcado de las reivindicaciones de Evo Morales y sus aliados: no exportar el gas a EEUU y Méjico, revisar todas las privatizaciones acometidas desde 1995 y, esto es lo más importante, convocar una asamblea constituyente para cambiar el modelo político de Bolivia, muy probablemente en el mismo sentido que Venezuela y Ecuador.

Es evidente que Evo Morales y los líderes indígenas, en el más puro estilo leninista, han aprovechado el descontento de una parte de la población para dar un golpe de estado en la calle a un gobierno legítimo, elegido democráticamente, que ha sido incapaz de emplear la fuerza contra una minoría bien organizada y con una fuerte voluntad de poder. Es la misma triste historia de Cuba, Nicaragua o El Salvador. Aunque con una diferencia: esta vez, el modelo revolucionario no es el de Castro en la selva con el fusil en la mano, sino el de Allende en Chile, reeditado por Chávez en Venezuela y por Lucio Gutiérrez en Ecuador. Se trata de utilizar las instituciones democráticas, en combinación con la presión de grupos violentos organizados, para implantar una dictadura de corte socialista con apariencia de régimen democrático. No es difícil predecir cuáles serán las consecuencias para las libertades democráticas y para la economía de esta vía si se observa el ejemplo de Venezuela. Como anunció Lozada, este golpe de estado callejero supondrá casi con toda probabilidad la liquidación de la democracia en Bolivia. Y Chávez y Lucio Gutiérrez –junto con el aparentemente moderado “Lula” da Silva e incluso Kirchner en Argentina– tendrán un nuevo aliado para su objetivo de crear una especie de OPEP iberoamericana que “ponga de rodillas” a las multinacionales y al “imperialismo yanqui”. Precisamente el sueño dorado de Castro.

Fuente: Libertad Digital.
 
Yo no entiendo cual es el problema