Aritmética Divina

18 Noviembre 1998
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Escrito por Ángel

Aritmética Divina
Domingo, 11 de marzo de 2001

En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Así como no hay un número para el cociente intelectual de Dios, tampoco hay un número para su misericordia. Aquel que inspiró a Pablo: «el amor no lleva cuentas» (1 Cor 13,5) no tiene un número para los actos de su compasión, no en el sentido de que desconozca cuánto hace por vosotros, sino en el de que no hay número que contenga todo lo que ha hecho y especialmente todo lo que hará.

En efecto, toda medición es una comparación; es la aplicación sucesiva, y a menudo ingeniosa, de algo cercano para abarcar y en cierto modo dominar lo lejano. Por eso las medidas que conoces tienen todas el sabor de algo que es inmediatamente percibible: un metro, una libra, un segundo, son nombres de realidades experimentables. Luego la multiplicación o división de estas unidades traslada hasta un cierto punto la capacidad significativa del respectivo original, con lo cual se logra que tu imaginación no se quede del todo en ayunas si se le habla, por ejemplo, de una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo.

Queda claro, pues, que a través de estos procedimientos la mente humana quiere potenciar su finitud y convertirla en lenguaje capaz de decir el universo. Medir es el primer acto de dominar, porque es propio del "dominus" recorrer su terreno, mensurarlo, solazarse soñando qué hará con él, sentirse dueño. Fue éste el motivo por el que Dios consideró pecado el censo de David (2 Sam 24,2-10) y le reprendió tan severamente.

Si medir es adueñarse queda claro también que cualquier pretendida "medida" del ser divino supone una entraña perversa de orden manipulador y mágico. No es la aritmética de tu mente la que tiene que empinarse para ver si alcanza a Dios, sino tu mente la que ha de aprender el sosiego del discípulo para aprender la aritmética de Dios.

Es aritmética divina que las cosas se multiplican cuando las divides y repartes, como en la multiplicación de los panes (cf. Mt 14,17ss). Pertenece también a esta ciencia del Cielo que todo será más grande cuando muchos sean uno, como pidió Nuestro Señor Jesucristo poco antes de padecer (Jn 17). En las matemáticas de Jesús hay primeros que serán últimos y últimos que serán primeros (Mt 19,30), y si alguien pierde todo, gana cien veces lo que perdió (Mt 19,29), con lo que obtienes una extraña tabla de multiplicar.

La aritmética de Cristo desconcierta a los sagaces y entendidos: cuando dice «Yo hago las obras de mi Padre» (Jn 10,37-38) parece decir lo contrario a «El Padre es mayor que Yo» (Jn 14,28), y no hay lógica que ponga de acuerdo semejantes expresiones. Y cuando predica: «El mayor que sea el servidor de todos» (Mt 23,11), ¿en qué sistema de axiomas y teoremas cabrá cabalmente todo eso?

Lo más sorprendente de esta matemática es la relación entre el amor a tu Dios y el amor a tu prójimo. Tu razón te grita la terrible desproporción que hay entre el infinito inconmensurable de Dios y tú. Esa misma certeza racional te hace mirar a tu prójimo como uno que es básicamente igual a ti. Mas he aquí que el Señor Jesús te dice: «Lo que hicisteis a uno de mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40); pensamiento que no queda sólo en la Escritura, porque junto a él resuena en tus oídos el modo como te enseñó que habrías de utilizar en la oración por excelencia: «Padre... perdónanos como nosotros hemos perdonado...» (Mt 6,12). ¿Reconoces la misma idea? Y luego eso otro: «La medida que utilicéis la usarán con vosotros» (Mt 7,2).

Hablando así Cristo enseñaba que, desde el misterio del designio amoroso del Padre que hizo posible el milagro de la Encarnación, hay una relación nueva, compleja y hermosa entre lo finito y lo infinito. No podía ser de otro modo, pues vemos al Hijo entregado a la muerte para rescatar a los siervos rebeldes, que son los hombres.

Por ello la petición que Cristo hace al Padre, es súplica que expresa bien la paradoja admirable de la nueva aritmética: «Quiero que los ames con el amor que me tienes...» (cf. Jn 17,26). Con esas leyes de amor y esos axiomas de gracia, ¿es extraño que la incógnita se despeje y aparezca el rostro de Papá Dios?