Nuestra Señora de la Controversia
La realidad histórica de las célebres apariciones de la Virgen de Guadalupe en México es objeto de debate desde hace cinco siglos.Un reciente análisis científico de la imagen de esa Virgen grabada 'milagrosamente' en un poncho del XVI ha abierto un debate sin precedentes
Por Javier Sierra
El doctor Leoncio Garza-Valdés no olvidará las noches del 4 y 5 de febrero de 1999 mientras viva. Acompañado por Antonio Macedo, rector de la basílica de Guadalupe de México; monseñor José Luis Guerrero, director del Instituto de Investigaciones Guadalupanas; el doctor Gilberto Aguirre y un fotógrafo de la Universidad de San Antonio de Texas llamado Lester Rosebrock, Garza-Valdés pasó varias horas a escasos centímetros de una de las reliquias más fascinantes de América.Su intención era examinar la tilma o poncho sobre la que, según la tradición, en 1531 quedó grabada milagrosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe. Ahora esa pieza se conserva en una cámara acorazada, protegida tras un grueso cristal antibalas y monitoreada por un complejo mecanismo que la deja ver a los fieles durante el día, pero que la resguarda como un tesoro durante la noche.
El doctor estaba entusiasmado con aquel desafío.
Hacía poco que su libro The DNA of God?, sobre la Sábana Santa de Turín, se había publicado en Estados Unidos. En él, Garza-Valdés había desestimado la datación por carbono-14 que fechó ese polémico lienzo en la Edad Media, argumentando que los laboratorios no habían detectado ciertos microorganismos fabricantes de bioplástico que alteraron sus resultados. Así pues, la confianza que el arzobispo de México Norberto Rivera Carrera había puesto en un hombre tan sagaz estaba más que justificada. Garza-Valdés no sólo era un afamado microbiólogo que se las había visto ya con reliquias importantes, sino que, además, era un católico practicante. «Cuente la verdad, y nada más que la verdad», le ordenó.
Armado con un arsenal de cámaras con filtros para radiaciones ultravioleta, disparó una batería completa de imágenes a la tilma.Nadie retiró el cristal blindado. De eso, pensaban, habría tiempo más tarde. En su cartera llevaba un informe de 1982 firmado por un perito en el que se decía que aquella imagen había sido pintada por mano humana. Pronto el doctor Garza-Valdés refutaría o confirmaría aquel resultado. Su opinión era importante.
Había mucho en juego. En 1999 estaban ultimándose los preparativos para la canonización del único vidente de las apariciones de Guadalupe. Cualquier peritaje que demostrara que los hechos narrados por la leyenda guadalupana eran ciertos podría ser decisivo.Según la creencia popular, la imagen de la Virgen no había sido hecha por pintor alguno. Se formó milagrosamente el 12 de diciembre de 1531, en un cerro llamado Tepeyac, a las afueras de México.
Aquel día era el cuarto en el que un indio llamado Juan Diego había subido hasta allá para encontrarse con una radiante señora de luz. La dama le impelía a ponerse en contacto con las autoridades eclesiales y le exigía que levantaran allí un santuario; naturalmente, nadie le hacía caso. Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, tenía cosas más importantes de las que ocuparse. Era lógico: hasta seis años más tarde, gracias a una bula de Pablo III, no se aceptó que los nativos tuvieran alma. ¿Por qué iba entonces a interesarle escuchar a un salvaje? Pero aquel 12 de diciembre de 1531 la señora dio una prueba al indio: un manojo de flores que no eran ni propias del país ni de aquella época del año.Juan Diego, obediente, las recogió en su poncho y se las alcanzó a Zumárraga. Y al abrir su tilma ante él, en la tela había quedado plasmada la imagen de la señora.
Garza-Valdés conocía bien aquella historia. Sabía que el primer documento que narraba esos hechos fue el Nican Mopohua, un texto escrito en lengua nahuatl publicado por primera vez en 1649.Esto es, 118 años después del milagro. Y aunque su compilador, el bachiller Luis Lasso de la Vega, aseguraba que el Nican Mopohua era en realidad un informe del juez Antonio Valeriano redactado en 1544, hasta la fecha jamás se ha hallado su original. Los historiadores tuvieron, además, otro problema añadido: El obispo Juan de Zumárraga jamás citó en ninguna de sus cartas o textos, ni siquiera en su extenso testamento de 2 de junio de 1548, ni una sola vez a esa aparición; ni tampoco a Juan Diego, la tilma con la imagen milagrosa o la ermita que supuestamente la señora de luz ordenó construir en el cerro Tepeyac.
¿Revelarían algún secreto las placas del doctor Garza-Valdés? ¿Arrojarían alguna certeza a toda esta confusión? Cuando el 10 de febrero de 1999 recibió los resultados, el microbiólogo tenía ya la mosca detrás de la oreja. En la cámara acorazada del Santuario de Guadalupe había comprobado que la tela expuesta a veneración no era un poncho. Era una pieza demasiado larga para serlo. Y además no era de fibra de maguey o de ixtle, como tradicionalmente se creía, sino de cáñamo. Y, para colmo, había sido preparada para ser pintada.
Las placas rematarían su diagnóstico: el ultravioleta revelaba la existencia de dos imágenes más de la Virgen debajo de la que hoy vemos. ¡Y además, firmadas! En la inferior, la más antigua, Garza-Valdés descubrió las iniciales M. A. y debajo una fecha: 1556. En la intermedia, otras letras, J. A. C., y otra fecha, 1625. La última sólo mostraba el trazo borroso de una tercera datación: 1632.
¿Era eso propio de una imagen milagrosa?
UNA HISTORIA POLÉMICA. Los resultados de Garza-Valdés no gustaron nada al cardenal Rivera Carrera, que no dejó que el microbiólogo se acercase de nuevo a la tilma. Aquello, definitivamente, no iba a ayudar al proceso de canonización que tenía entre manos.Pero no se desanimó: Garza-Valdés logró identificar las siglas con pintores a los que algunos documentos históricos vinculaban la imagen de Guadalupe. M. A. eran las iniciales de Marcos Aquino o Marcos Cipac. Y J. A. C., las de Juan Arrue Calzonzi, conocido pintor mexicano del siglo XVII. El nombre del primero se citaba, además, en un texto sorprendente: Información de 1556 del arzobispo de México fray Alonso de Montúfar.
Se trata de un expediente de 19 folios fechado aquel año, pero lacrado y considerado secreto hasta 1888, en el que se daba cuenta de cierta polémica entre el arzobispo y el provincial de los franciscanos de la ciudad, fray Francisco Bustamante. Montúfar fue el sucesor de Zumárraga, y aquel año había decidido apoyar el culto de una imagen pintada por un indio en el Tepeyac. Su vehemencia no gustó al padre Bustamante, que el 8 de septiembre de 1556 predicó contra ese culto «que había sido inventado ayer» (sic), y que convertía en milagrosa una simple imagen que «había sido pintada por un indio, Marcos».
Su adversa reacción dio pie a un expediente que nadie leería hasta 300 años más tarde. Hoy, gracias a ese documento, sabemos que Montúfar fue el verdadero impulsor del culto a la nueva Nuestra Señora de Guadalupe... Pero, además, lo que ahora sugerían los hallazgos de Garza-Valdés era que también fue él quien encargó a Marcos Aquino la imagen milagrosa.
Ésa debe de ser la pintura fechada en 1556 que encontraron los ultravioletas debajo de la actual imagen. Una efigie que después se tapó con una capa blanca y se repintó dos veces en el siglo XVII.
¿EXISTIO JUAN DIEGO? En noviembre de 2002, escandalizado por la canonización de Juan Diego celebrada en julio de ese mismo año, Garza-Valdés publicó su obra Tepeyac, cinco siglos de engaño (1). En ella, además de recoger un buen número de documentos que sugieren que la Iglesia manipuló las creencias de los indígenas, atrayéndolos a su causa al inventar la aparición de una virgen mestiza, apunta a que Juan Diego ni siquiera existió. Y no es el único. Otros expertos, como el sacerdote Stafford Poole o el ex abad de la basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, llegaron por su cuenta a idénticas conclusiones. Pero el Vaticano ha desoído sus advertencias hasta la fecha.
El misterio aquí no está en el milagro de la Virgen o en la historicidad de Juan Diego, sino en determinar quién y con qué intenciones manipuló -y, según algunos, aún sigue haciéndolo- la buena fe de millones de creyentes. Por desgracia, para responder a eso, de momento, sólo hay conjeturas.
(1) Leoncio Garza-Valdés. Tepeyac, cinco siglos de engaño. Plaza y Janés. México DF, 2002.
La realidad histórica de las célebres apariciones de la Virgen de Guadalupe en México es objeto de debate desde hace cinco siglos.Un reciente análisis científico de la imagen de esa Virgen grabada 'milagrosamente' en un poncho del XVI ha abierto un debate sin precedentes
Por Javier Sierra
El doctor Leoncio Garza-Valdés no olvidará las noches del 4 y 5 de febrero de 1999 mientras viva. Acompañado por Antonio Macedo, rector de la basílica de Guadalupe de México; monseñor José Luis Guerrero, director del Instituto de Investigaciones Guadalupanas; el doctor Gilberto Aguirre y un fotógrafo de la Universidad de San Antonio de Texas llamado Lester Rosebrock, Garza-Valdés pasó varias horas a escasos centímetros de una de las reliquias más fascinantes de América.Su intención era examinar la tilma o poncho sobre la que, según la tradición, en 1531 quedó grabada milagrosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe. Ahora esa pieza se conserva en una cámara acorazada, protegida tras un grueso cristal antibalas y monitoreada por un complejo mecanismo que la deja ver a los fieles durante el día, pero que la resguarda como un tesoro durante la noche.
El doctor estaba entusiasmado con aquel desafío.
Hacía poco que su libro The DNA of God?, sobre la Sábana Santa de Turín, se había publicado en Estados Unidos. En él, Garza-Valdés había desestimado la datación por carbono-14 que fechó ese polémico lienzo en la Edad Media, argumentando que los laboratorios no habían detectado ciertos microorganismos fabricantes de bioplástico que alteraron sus resultados. Así pues, la confianza que el arzobispo de México Norberto Rivera Carrera había puesto en un hombre tan sagaz estaba más que justificada. Garza-Valdés no sólo era un afamado microbiólogo que se las había visto ya con reliquias importantes, sino que, además, era un católico practicante. «Cuente la verdad, y nada más que la verdad», le ordenó.
Armado con un arsenal de cámaras con filtros para radiaciones ultravioleta, disparó una batería completa de imágenes a la tilma.Nadie retiró el cristal blindado. De eso, pensaban, habría tiempo más tarde. En su cartera llevaba un informe de 1982 firmado por un perito en el que se decía que aquella imagen había sido pintada por mano humana. Pronto el doctor Garza-Valdés refutaría o confirmaría aquel resultado. Su opinión era importante.
Había mucho en juego. En 1999 estaban ultimándose los preparativos para la canonización del único vidente de las apariciones de Guadalupe. Cualquier peritaje que demostrara que los hechos narrados por la leyenda guadalupana eran ciertos podría ser decisivo.Según la creencia popular, la imagen de la Virgen no había sido hecha por pintor alguno. Se formó milagrosamente el 12 de diciembre de 1531, en un cerro llamado Tepeyac, a las afueras de México.
Aquel día era el cuarto en el que un indio llamado Juan Diego había subido hasta allá para encontrarse con una radiante señora de luz. La dama le impelía a ponerse en contacto con las autoridades eclesiales y le exigía que levantaran allí un santuario; naturalmente, nadie le hacía caso. Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, tenía cosas más importantes de las que ocuparse. Era lógico: hasta seis años más tarde, gracias a una bula de Pablo III, no se aceptó que los nativos tuvieran alma. ¿Por qué iba entonces a interesarle escuchar a un salvaje? Pero aquel 12 de diciembre de 1531 la señora dio una prueba al indio: un manojo de flores que no eran ni propias del país ni de aquella época del año.Juan Diego, obediente, las recogió en su poncho y se las alcanzó a Zumárraga. Y al abrir su tilma ante él, en la tela había quedado plasmada la imagen de la señora.
Garza-Valdés conocía bien aquella historia. Sabía que el primer documento que narraba esos hechos fue el Nican Mopohua, un texto escrito en lengua nahuatl publicado por primera vez en 1649.Esto es, 118 años después del milagro. Y aunque su compilador, el bachiller Luis Lasso de la Vega, aseguraba que el Nican Mopohua era en realidad un informe del juez Antonio Valeriano redactado en 1544, hasta la fecha jamás se ha hallado su original. Los historiadores tuvieron, además, otro problema añadido: El obispo Juan de Zumárraga jamás citó en ninguna de sus cartas o textos, ni siquiera en su extenso testamento de 2 de junio de 1548, ni una sola vez a esa aparición; ni tampoco a Juan Diego, la tilma con la imagen milagrosa o la ermita que supuestamente la señora de luz ordenó construir en el cerro Tepeyac.
¿Revelarían algún secreto las placas del doctor Garza-Valdés? ¿Arrojarían alguna certeza a toda esta confusión? Cuando el 10 de febrero de 1999 recibió los resultados, el microbiólogo tenía ya la mosca detrás de la oreja. En la cámara acorazada del Santuario de Guadalupe había comprobado que la tela expuesta a veneración no era un poncho. Era una pieza demasiado larga para serlo. Y además no era de fibra de maguey o de ixtle, como tradicionalmente se creía, sino de cáñamo. Y, para colmo, había sido preparada para ser pintada.
Las placas rematarían su diagnóstico: el ultravioleta revelaba la existencia de dos imágenes más de la Virgen debajo de la que hoy vemos. ¡Y además, firmadas! En la inferior, la más antigua, Garza-Valdés descubrió las iniciales M. A. y debajo una fecha: 1556. En la intermedia, otras letras, J. A. C., y otra fecha, 1625. La última sólo mostraba el trazo borroso de una tercera datación: 1632.
¿Era eso propio de una imagen milagrosa?
UNA HISTORIA POLÉMICA. Los resultados de Garza-Valdés no gustaron nada al cardenal Rivera Carrera, que no dejó que el microbiólogo se acercase de nuevo a la tilma. Aquello, definitivamente, no iba a ayudar al proceso de canonización que tenía entre manos.Pero no se desanimó: Garza-Valdés logró identificar las siglas con pintores a los que algunos documentos históricos vinculaban la imagen de Guadalupe. M. A. eran las iniciales de Marcos Aquino o Marcos Cipac. Y J. A. C., las de Juan Arrue Calzonzi, conocido pintor mexicano del siglo XVII. El nombre del primero se citaba, además, en un texto sorprendente: Información de 1556 del arzobispo de México fray Alonso de Montúfar.
Se trata de un expediente de 19 folios fechado aquel año, pero lacrado y considerado secreto hasta 1888, en el que se daba cuenta de cierta polémica entre el arzobispo y el provincial de los franciscanos de la ciudad, fray Francisco Bustamante. Montúfar fue el sucesor de Zumárraga, y aquel año había decidido apoyar el culto de una imagen pintada por un indio en el Tepeyac. Su vehemencia no gustó al padre Bustamante, que el 8 de septiembre de 1556 predicó contra ese culto «que había sido inventado ayer» (sic), y que convertía en milagrosa una simple imagen que «había sido pintada por un indio, Marcos».
Su adversa reacción dio pie a un expediente que nadie leería hasta 300 años más tarde. Hoy, gracias a ese documento, sabemos que Montúfar fue el verdadero impulsor del culto a la nueva Nuestra Señora de Guadalupe... Pero, además, lo que ahora sugerían los hallazgos de Garza-Valdés era que también fue él quien encargó a Marcos Aquino la imagen milagrosa.
Ésa debe de ser la pintura fechada en 1556 que encontraron los ultravioletas debajo de la actual imagen. Una efigie que después se tapó con una capa blanca y se repintó dos veces en el siglo XVII.
¿EXISTIO JUAN DIEGO? En noviembre de 2002, escandalizado por la canonización de Juan Diego celebrada en julio de ese mismo año, Garza-Valdés publicó su obra Tepeyac, cinco siglos de engaño (1). En ella, además de recoger un buen número de documentos que sugieren que la Iglesia manipuló las creencias de los indígenas, atrayéndolos a su causa al inventar la aparición de una virgen mestiza, apunta a que Juan Diego ni siquiera existió. Y no es el único. Otros expertos, como el sacerdote Stafford Poole o el ex abad de la basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, llegaron por su cuenta a idénticas conclusiones. Pero el Vaticano ha desoído sus advertencias hasta la fecha.
El misterio aquí no está en el milagro de la Virgen o en la historicidad de Juan Diego, sino en determinar quién y con qué intenciones manipuló -y, según algunos, aún sigue haciéndolo- la buena fe de millones de creyentes. Por desgracia, para responder a eso, de momento, sólo hay conjeturas.
(1) Leoncio Garza-Valdés. Tepeyac, cinco siglos de engaño. Plaza y Janés. México DF, 2002.