LA IRA DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO.
¿Qué decir, pues, de la ira de Dios? ¿Es una realidad que pertenece solamente al Antiguo Testamento?
Los que se escandalizan al leer sobre la ira de Dios en el Antiguo Testamento, parecen olvidar la ira de Jesús en el Nuevo (Ap. 14: 19; 19: 13-16) y la enseñanza de los apóstoles (2 Tes. 1: 6-10) en perfecta conformidad con los Evangelios (Mt. 23:13-16, 23-29,33).
Como certeramente señala R.Y.C. Tasker: «La opinión sustentada por Marción en el siglo II y consciente o inconscientemente, adoptada por ciertos sectores que quieren seguir llamándose cristianos, de que el Antiguo Testamento revela solamente un Dios de ira y el Nuevo sólo un Dios de amor, es completamente errónea. Puede ser refutada por cualquiera que tenga de la Biblia un conocimiento algo más que superficial».
Pocas descripciones más hermosas del amor de Dios como la que encontramos en el Salmo 103, especialmente en el v.8. Y es en el mismo libro de los Salmos donde leemos también: «Dios es juez justo, y está airado contra el impío todos los días» (Sal.7: 11).
Por otro lado, es un autor del Nuevo Testamento quien al hablar de Dios como Padre, enfatiza al mismo tiempo su obra de Juez delante del cual todos debemos vivir en santo temor (1 P. 1: 17); Y es también otro escritor del Nuevo Testamento el que, haciéndose eco de las palabras de Deuteronomio 4:24 dice: «Nuestro Dios es fuego consumidor» (He. 12:29) establece la idéntica identidad de] Dios que adoramos los cristianos y el que adoraban los hebreos en la antigua Alianza. Un Dios misericordioso y justo al mismo tiempo.
Al considerar cuidadosamente las evidencias de los Evangelios, resulta claro que la revelación de la ira de Dios en Jesucristo constituye una parte importante de su ministerio profético y sacerdotal (d. Lc. 10: 14; 12:4-5; 13:4-5; Mt. 24). La expulsión de los mercaderes del templo expresa la santa indignación de Jesucristo. Hace suyas las palabras de Jeremías (Jer. 7:8-11) y declara que aquel templo no era más que una cueva de ladrones (Mt. 21: 13). Cuando según el Evangelio de Juan «hizo un azote de cuerdas y echó fuera del templo a todos» (Jn. 2: 15-17), no era llevado solamente por el celo de la casa de Dios, como sus discípulos acertadamente comprendieron, sino que se hallaba cumpliendo las palabras de Malaquías 3: 12 «,Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar en pie cuando el se manifiesto porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores».
Jesús manifestó la ira divina mediante la severidad con la que denunció a aquellos cuya conducta y creencias eran contrarias a lo que sabían era la explícita voluntad de Dios, o que deliberadamente rechazaban la gracia que se les ofrecía en la propia persona y obra del Redentor. Algunas de sus más agrias denuncias fueron dirigidas a los fariseos ( Mt.18:6). La serie de Ayes que llenan Mateo 23 no expresan menos la ira de Dios que puedan hacerlo Habacuc 2:6-19 o Isaías 5:8-25.
Igualmente severas son las palabras de Jesús en Mateo 21:44, en Marcos 3:29 y en Juan 8:42 y ss. Son palabras de Cristo muy duras, pero forman parte integrante de la revelación de Dios dada a conocer a través de Jesucristo tanto como aquellas otras sentencias del Maestro que expresan tan maravillosamente el amor del Dios hecho hombre.
Echar a un lado estas palabras airadas de Jesús y concentrar la atención únicamente en aquellos pasajes de los Evangelios que proclaman la misericordia de Dios significa presentar un mensaje debilitado e incompleto que no podrá nunca hacer lo que Cristo quiso que se hiciera con él y por él: salvar a los hombres de la ira que ha de venir.
La ira divina expresa el desagrado de Dios ante el pecado, la inmoralidad, la impiedad y la injusticia. Es uno de los elementos que se manifiestan en los juicios divinos. De ahí que no podamos entender la ira si no entendemos el juicio. Si no reconocemos al Creador el derecho que tiene a juzgar a sus criaturas tampoco comprenderemos la lógica de su ira.
Ira y juicio son inseparables. El Salmo 94 lo expone magistralmente con su lenguaje impactante: «Engrandécete, oh Juez de la tierra; da el pago a los soberbios. ,Hasta cuan¬do los impíos, hasta cuando, oh Yahvéh, se gozarán los impíos?¿,Hasta cuándo pronunciarán, hablarán cosas duras, y se vanagloriarán todos los que hacen iniquidad? A tu pueblo, oh Yahveh, quebrantan, y a tu heredad afligen, a la viuda y al extranjero matan, y a los huérfanos quitan la vida. Y dijeron: No verá Yah, ni entenderá el Dios de Jacob... No abandonará Yahvéh a Su pueblo, ni desamparará Su heredad. Sino que el juicio será vuelto a la justicia, y en pos de ella irán todos los rectos de corazón».
Ira y juicio aparecen indisolublemente unidos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Con su airada indignación, Dios quiere enseñamos la gravedad del pecado y la seriedad de la justicia.
LA IRA DE DIOS y LAS ÓRDENES DE EXTERMINIO
Admitida y comprendida la ira de Dios, tal como viene expuesta en la Biblia, y admitida la necesidad de su manifestación en el ultimo día, el día del juicio final, queda sin embargo planteada todavía una cuestión que suscita perplejidad, cuando no escándalo, en muchos creyentes: ¿cómo explicar el hecho de que Dios ordenara el exterminio de pueblos enteros al conquistar Israel la tierra prometida?
En la conquista de Jericó, de Hai y de otras ciudades, la ley del anatema se proclama y ejecuta en nombre de Dios (Josué 6 y 8). Fueron entregados al exterminio hombres y mujeres, jóvenes y viejos, incluso los bueyes, las ovejas y los asnos; todos fueron pasados a filo de espada (Jos. 6:21).
¿Cómo comprender estos hechos? Ante todo, debemos recordar aquí que nos encontramos frente a verdades profundas y complejas Por lo tanto, no sirven las respuestas apresuradas y superficiales. Nos encontramos investigando una de aquellas secciones de la Palabra de Dios, de la cual Pablo exclamaba: «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¿Cuán insondables son tus juicios, e inescrutables sus caminos!» (Ro. 11: 33) Tengamos en cuenta, asimismo, el carácter progresivo de la Revelación y su cumplimiento en el Nuevo Pacto. El carácter progresivo de la Historia de la Salvación, aunado al hecho de que los libros de la Sagrada Escritura constituyen una unidad básica dentro de su diversidad, nos obliga a considerar cada sección de la misma dentro de su contexto global. Si queremos comprender una parte de la Biblia, cualquiera que esta sea, debemos relacionar este punto concreto con una visión completa de la Escritura, en todas sus etapas, desde el primer libro del Antiguo Testamento hasta el último del Nuevo. Solo respetando esta unidad profunda de la Biblia, como Revelación de Dios, en su progresión y en el discernimiento de los propósitos divinos, es como podremos dar algunas respuestas a los interrogantes planteados
Una primera lectura de los textos en Números, Josué y algún otro libro, parece indicar que en el caso de las ciudades conquistadas, el anatema pronunciado contra ellas expresaba la obligación de extirpar la idolatría y de afirmar la santidad y la verdad del verdadero y único Dios. Pero, ¿por qué Dios ordenó en aquella ocasión, y no en otras, el total exterminio de pueblos enteros?
Hay tres preguntas fundamentales que hacer a los textos bíblicos:
1) ¿Eran los cananeos unas víctimas cualquiera?
2) ¿Era Israel un pueblo conquistador cualquiera?
3) ¿Fue el exterminio de los cananeos una regla para cualquier otro tiempo histórico?
1. Los cananeos, ¿unas víctimas cualquiera?
Génesis 15:16 demuestra claramente que se trataba de unos pueblos que habían llegado a una situación límite en cuanto a perversidad, corrupción e impiedad.
Al igual que Nínive para quien «no hay medicina». y cuya «herida es incurable». (Nah. 3: 19), los habitantes de Palestina habían llegado al colmo de su maldad, Gn. 15: 16 es un texto importantísimo para nuestro tema: Dios es paciente para con el pecador. No castiga sino cuando la iniquidad ha llegado a su cenit; ni un solo minuto antes alzará su mano. Además, su misericordia es tal que permitirá la esclavitud de su pueblo en Egipto, con todos los sufrimientos que la misma conllevó, con tal de no hacer violencia a su principio de justicia y no infringir castigo antes del tiempo justo, exacto y definitivo, cuando ya no queda ninguna esperanza de salvación, cuando la maldad ha llegado a su colmo.
La sentencia que Dios ejecutó por medio de los hebreos no fue mas que anticipar un castigo que tenía que llegar, inevitablemente, más tarde o temprano. En este caso se anticipó la manifestación de la ira divina en contra del pecado.
2. ¿Fue Israel un pueblo conquistador cualquiera?
Por todos los medios, Dios quiere proteger a Israel para hacerla depositario y transmisor de su Revelación y su salvación a todas las familias de la tierra (Gn. 12:3).
La perversidad, la idolatría y la impiedad de los amorreos, los madianitas, y los demás pueblos que habitaban Palestina, constituía una infección cancerosa que hubiera acabado destruyendo a Israel. A lo largo del Antiguo Testamento leemos como, a pesar de la protección divina, Israel cayó una y otra vez ante el atractivo que las formas de vida pecaminosas de los cananeos ejercieron en ellos. Y ello por haber desobedecido, en varias ocasiones, la orden de exterminio y preferir la convivencia con los idolatras, a la manera de Lot en Sodoma.
Olvidamos demasiado fácilmente que Israel fue llamado expresamente por Dios para recibir, guardar y transmitir el conocimiento redentor del Dios único, en medio de un mundo y unas sociedades atraídas irresistiblemente por la idolatría y toda su secuela de inmoralidad, crueldad, y corrupción, A ellos les fue confiada la Palabra de Dios (Ro. 3: 1-2). Por consiguiente, Jesús afirma que la salvación viene de los judíos Un. 4:22). Esta custodia de la Revelación divina se encontrara en peligro muchas veces, en el devenir histórico de Israel; en ocasiones, por causas internas, otras veces por amenazas externas. Pensemos, como una combinación de ambos elementos, en la situación de Israel bajo el reinado de Acab y Jezabel (1 R, 18 Y ss.) Y como Dios permitió el exterminio de los sacerdotes de Baal-obcecados, obstinados en su idolatría y prestos a eliminar a todos sus oponentes con el beneplácito de la reina-, de la misma manera que antes había pronunciado sentencia contra Sodoma y Gomorra.
La protección que Dios brinda a Israel no se debe a que fuera mejor o peor que los demás pueblos (Dt. 7:6-11) sino al hecho de ser instrumento de bendición universal mediante la Revelación y la salvación que debe entregar al mundo.
La singularidad de Israel le viene de que no hay, ni hubo jamás, ningún otro pueblo como el Israel del Antiguo Testamento, cuya supervivencia fuera tan vital para la historia de la humanidad y muy particularmente para la historia de la salvación que tuvo lugar en su seno. La preservación de Israel era algo fundamental para el bien del futuro del mundo, y esta preservación tenía que ser tanto física como moral, nacional y espiritual.
Existe una relación indisoluble entre la existencia de Israel como pueblo de Dios en la Antigua Alianza y la realidad histórica de la persona y la obra de Jesucristo.
Jesús de Nazaret ha irrumpido en la historia del mundo para iluminar y salvar definitivamente a los hombres y mujeres que creen en él. Ahora bien, los autores del Nuevo Testamento establecen una vinculación inseparable entre el gran hecho salvador del ministerio y la muerte, la resurrección y la ascensión de Jesucristo y la historia pasada, es decir: la historia del Israel bíblico.
El Nuevo Testamento establece una relación inconsútil entre la obra de Dios en la historia de Israel y la obra de Dios en Cristo.
Lejos de ser un acontecimiento inicial, o aislado, la manifestación de Jesucristo aparece en el Nuevo Testamento como el cumplimiento de la obra que Dios emprendió ya desde la más remota antigüedad y la condujo a su término con incansable paciencia en el seno, y a través, del pueblo de Israel constituido bajo la égida de Moisés. La grandeza y la eficacia decisivas del hecho central del Calvario destacan mucho mas si se contemplan a la luz del cuadro de toda la historia de la salvación desde el principio y hasta su cumplimiento. Separar este acontecimiento que llena las páginas del Nuevo Testamento de las promesas dadas a Israel -¡y aun de los eventos vividos tipológicamente por el antiguo pueblo de Dios!- equivale a un robo: equivale a quitarle al Nuevo Testamento las raíces históricas de su profundo significado revelador y salvador. Esta es la razón por la que el Nuevo Testamento cita continuamente del Antiguo. Y es imposible admitir la verdad de aquel sin reconocer, al mismo tiempo, la de éste. El camino de Emaús conduce a esta verdad inexorablemente (Lc. 24: 13-35).
3. ¿Fue el exterminio de los cananeos una regla para cualquier otro tiempo histórico?
¿No ha habido a lo largo de la historia otros pueblos que han caído en iguales, o parecidos, excesos y corrupciones? Efectivamente, los ha habido, A veces, Dios fulmina a imperios y a culturas antes del juicio final. Pero quedan otras colectividades y otras personas nefandas cuyos crímenes esperan todavía sentencia; la sentencia del último día.
Lo que no ha habido nunca, después de realizada la obra salvadora de Jesucristo y cerrado el canon de la Revelación bíblica, es otro pueblo cuya supervivencia fuera tan necesaria e imprescindible para ]a bendición de toda la humanidad como la existencia del Israel de la Antigua Alianza.
No es lícito, por lo tanto, apoyarse en estos textos veterotestamentarios para tratar de justificar acciones similares de las que, desgraciadamente, está llena la crónica de las naciones. Tanto las cruzadas medievales como la Inquisición apelaban a estos textos como incitadores de las mal llamadas «Guerras santas».
Atinadamente, el filosofo judío Martín Buber escribió: «Lo que la Torah enseña es esto: nadie sino Dios puede ordenamos la destrucción de un ser humano».
Sólo Dios puede dar tales órdenes, porque sólo él es Juez perfecto, infinitamente justo y sabio.
No podemos negar la existencia de pueblos tan corruptos y decadentes como los cananeos de tiempos de Moisés y Josué. Pero lo que ha cambiado es la situación histórica, y muy concretamente el momento de la historia de la salvación. No hay ninguna comunidad humana, hoy, cuya supervivencia tenga para la preservación del depósito de la Palabra divina, la misma importancia que tuvo entonces Israel, ya los apóstoles vivieron en la plenitud de la revelación de esta Palabra, Revelación y redención han sido consumadas en los días apostólicos. Esta es la ventaja que tenemos sobre los fieles del Antiguo Testamento (1 P. 1: 10-12). Tanto la acción redentora como la reveladora han sido realizadas plena y perfectamente. Su testimonio ya no es patrimonio de un solo pueblo nacional y políticamente organizado sino del nuevo Israel de Dios, la Iglesia de Jesucristo desparramada por todo el mundo, como pueblo en medio de los demás pueblos de la tierra.
Hay que comprender, pues, que las órdenes dadas por Dios en el tiempo de la conquista de Canaán no son de aplicación universal ni justifican cualquier acto de violencia contra el prójimo en nombre de ]a religión. Quienes apelan superficialmente al Antiguo Testamento no sólo cometen errores de exégesis sino, lo que es más grave, suelen verse arrastrados hacia conductas indignas del Evangelio. Esta ha sido siempre la tragedia de las guerras de religión y de todas las inquisiciones. Nada hay que justifique el uso de la violencia por parte de la Iglesia.
Tenemos que dejar el juicio en manos de Dios: «No os venguéis vosotros, amados mío, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor» (Ro. 12: 19). Esto no significa que, mientras tanto, el cristiano debe estar cruzado de brazos, a la manera del descanso sabático de los judíos en el que no cabía siquiera la posibilidad de obrar activamente en favor del bien. Significa simplemente que la acción cristiana debe tomar como motivación el amor y como precaución la crítica constructiva, realista y comprensiva, para vencer con el bien el mal (Ro. 12:21; Lc. 6:28 ). Porque, como escribió Santiago, «la ira del hombre no obra la justicia de Dios» (Stg. 1 :20).
La ira divina es siempre la expresión de su santa justicia; la ira del hombre, por el contrario, refleja la pecaminosidad del ser humano y su incapacidad para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios.
De ahí la alerta constante frente al peligro de confundir la expresión de la ira del hombre y la justicia de Dios.
Nuestras emociones, y nuestras reacciones, son ambivalentes: necesarias y peligrosas a la vez. Dios nos ha creado con la capacidad de airamos, es decir: de enfadamos. Pero siempre es un problema para nosotros los humanos el saber hasta donde podemos llegar con nuestra indignación.
Algunos textos de la Escritura se hacen eco de esta doble realidad; es decir, de la necesidad y de la peligrosidad de nuestra ira. En primer lugar, el libro de los Salmos. En el Sal. 39: 1-3 su autor es consciente de su deber de denunciar el mal y controlar al mismo tiempo su cólera contra los impíos. Un exceso de ira, al igual que un exceso de falsa prudencia son malos. El Sal. 4:4 aconseja: «Temblad y no pequéis; meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama y callad». El temblor de que se habla aquí es el producido por la indignación que provoca toda situación de injusticia.
Efesios 4:26-27 va en la misma dirección: «Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo».
En ninguno de estos textos encontramos prohibiciones. Todo lo contrario, los verbos en imperativo mas bien sugieren la responsabilidad que tenemos, como creyentes, de indignamos frente a toda forma de injusticia. En un mundo caído, tan corrompido como extraviado, lo pecaminoso seria quedar indiferente. Hay casos en que la insensibilidad es pecado. Pero estos textos advierten también del peligro de caer en pecado al montar en cólera incontrolada.
La cuestión estriba en saber mantenerse dueño de uno mismo. Y esto vale para las colectividades lo mismo que para los individuos. Los textos citados, sin prohibiciones, invitan a la armonía que se deriva siempre del autocontrol. Animan a velar sobre nuestras reacciones, a que no se ponga el sol sobre nuestro enojo.
Se trata de empezar arreglando las cosas primeramente en nosotros mismos -meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama- antes que la luz se apague o el sueño nos invada con su universo de fantasías.
Montar en cólera contra la injusticia no nos exime del serio auto-examen y del esfuerzo por hallar vías de reconciliación y de lucha eficaz contra los males de este mundo. Es así como no daremos lugar al diablo.
La ira del hombre no obra la justicia de Dios. Los inquisidores de toda laya (inquisidores políticos, religiosos o culturales) supieron airarse pero no pudieron establecer la justicia ni mostrar el amor de Dios.
En cambio, la revelación divina, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, presenta un santo equilibrio entre el juicio y la misericordia de Dios.
¿SE MUEVE TODAVIA MARClÓN ENTRE NOSOTROS?
El Nuevo Testamento pone en guardia con respecto a errores que, inevitablemente, surgirán de las mismas filas del cristianismo. Los últimos textos neotestamentarios Judas y 2 Pedro, por ejemplo, trazan un cuadro preocupante para la Iglesia primitiva, amenazada por toda clase de herejías.
Tanto la enseñanza escatológica de Jesús (Mt. 24 y 25) como Apocalipsis presentan una visión de la historia de la Iglesia en lucha constante contra el error y la impiedad hasta que el Señor vuelva en su segunda venida. No es de extrañar que los ataques en contra de la unidad de la Revelación divina aparecieran temprano. Primero había sido el empeño en dividir la unidad de la persona humano-divina en Jesucristo que predicaban los «falsos profetas» denunciados por el apóstol Juan (1 Jn.4: 1-3). Auspiciada por la mentalidad gnóstica de la época se negaba que Cristo hubiera venido verdaderamente «en carne», haciéndose realmente hombre. El primer ataque fue contra el Hijo de Dios. Y el segundo en importancia el sufrido por la Palabra de Dios, al pretender separar el Antiguo Testamento del Nuevo, negándole a aquel toda autoridad.
Marción, a mediados del siglo II, tiene la triste fama de haber sido el gran enemigo de la unidad de la Biblia. Enseñaba que el Antiguo Testamento era un libro judío que para nada servia a los cristianos. Según su parecer, este libro judío presentaba un dios completamente diferente del Dios que revela el Nuevo Testamento.
No entraré aquí en la discusión de la manera que la posición de Marción afectó al reconocimiento del canon. He tratado esta cuestión en un capítulo del libro ¿Cómo llegó la Biblia hasta nosotros? Varios, Unión Bíblica; Cap. Revelación, Inspiración y Canon de las Escrituras, pp.129-172, especialmente pp. 159-166.
Pero no tuvo suficiente con arrancar el Antiguo Testamento sino que, al mismo tiempo, se hizo un Nuevo Testamento a su gusto, más reducido, después de haberle expurgado de los pasajes y libros que consideraba demasiado judíos.
También en su caso, la corriente neognóstica ejerció su influencia. Marción despreciaba la materia y, por consiguiente, la creación que atribuía a un dios malo, mientras que el Dios del Nuevo Testamento era un Dios bueno, sin relación ninguna con la materia. Aunque existen dudas sobre algunas de sus creencias, se le ha situado a veces cerca del Maniqueísmo, sistema de pensamiento que enseñaba la existencia de dos dioses: uno malo y otro bueno, los dos igualmente omnipotentes pero totalmente diferentes.
Para Marción, la gracia era incompatible con el Antiguo Testamento y la Ley irreconciliable con el Evangelio. Separó a Jesús de Yahveh. A su juicio, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo no tenía nada que ver con la voz que escuchó Moisés en medio de la zarza que no se consumía ni con los 10 mandamientos del Sinaí. No solamente invalidaba una gran sección de la Biblia, sino que destruía la armónica conexión bíblica entre el amor y la justicia.
Marción fue expulsado de la Iglesia. Sus ideas fueron tenidas por heréticas, aunque de vez en cuando resurgen algunos aspectos de las mismas cuando reducimos al Señor a un Dios de amor únicamente sin ninguna relación con la justicia, cuando menospreciamos sin damos cuenta el Antiguo Testamento como de escaso o ningún interés para nosotros, todas las declaraciones teóricas que podamos hacer de nuestra aceptación del Antiguo Testamento, no ocultan el hecho de que, desgraciadamente, quedan todavía bastantes «marcionitas» entre nosotros. Todo aquel que hace gala de tener una fe exclusivamente neotestamentaria es un «marcionita» en potencia, aunque diga aceptar teóricamente la inspiración de toda la Biblia.
EL ANTIGUO TESTAMENTO ES PROFUNDAMENTE CRISTOLÓGICO
La Iglesia patrística defendió la autoridad del Antiguo Testamento al que consideraba un legado de Cristo y, así, una obra cristiana frente a los judíos que opinaban que se trataba del sostén de sus tradiciones religiosas y no de los fundamentos de la fe cristiana, como predicó Jesús primero y luego los apóstoles ( Hch.18: 13; 21 :28).
La Iglesia primitiva respetó el Antiguo Testamento y consideró siempre el Nuevo como una continuidad de aquel. Su interpretación solía ser cristológica, siguiendo la pauta de Jesús mismo: «Entonces el les dijo: ¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de el decían». (Lc. 24: 25 y 27; Jn. 5:39; Hch. 2:22-36; 1 Co. 15: 1-4). La Iglesia hizo suyas las promesas dadas a Israel al verse a sí misma como el verdadero Israel de Dios, compuesto de judíos y gentiles a la vez.
Lo habían aprendido del mensaje del Nuevo Testamento (Ro. 2:28,29; 9:25; Gá. 3:7,29; Gá. 3: 15, 16). Jesucristo defendió la integridad del Antiguo Testamento (Mt. 5: 17-19). El apóstol Juan define el pecado como la infracción de la Ley (1 Jn. 3:4) y los apóstoles no conocían otra ley que la del Antiguo Testamento, repetida por cierto implícita o explícitamente en los Evangelios y las cartas apostólicas. El pecado, para los cristianos, queda explicado como una infracción de lo que Dios reveló en los documentos de la antigua Alianza. Porque se trata del mismo Dios, tanto para los hebreos de antaño como para los discípulos de Jesús después. Pablo afirma la autoridad de las Escrituras veterotestamentarias para orientar sus instrucciones sobre el sostenimiento de los ministros de la Iglesia (1 TI. 5:18 ; Dt. 25:4). Jesús había hecho lo mismo (Mt. 10:10; Lc. 10:7). Santiago, siguiendo en esta línea, recuerda a sus lectores que el Señor espera de ellos el respeto a todos, absolutamente todos, los mandamientos de la ley de Dios, sin fisuras (Stg. 2:9-11). De no hacerla así quedarán convictos por la ley como transgresores.
La lectura del Nuevo Testamento nos convence de que el Antiguo Testamento es profundamente cristológico; es decir: que su significado hay que encontrarlo en función de la revelación del Mesías prometido y prefigurado en todas las instituciones de Israel. El lector cristiano lee los documentos del antiguo Pacto como palabra de Jesucristo mismo. El apóstol Pedro escribe inequívocamente: «Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando que persona y que tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en el/os, e! cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras el/os» (1 P. 1: 10,11). Con estas palabras, Pedro quiere decimos que el Antiguo Testamento no es solamente una revelación profética del ministerio del Mesías sino que es, igualmente, una revelación de la voluntad de Cristo. ¡El Espíritu de Cristo estaba en los autores del Antiguo Testamento! Cristo mismo, afirma Pedro, es el autor del Antiguo Testamento. No puede darse rotundidad mayor en la confesión del verdadero carácter de los escritos bíblicos como un todo indivisible, inspirado por un mismo Señor (1 P. 1: 12).
Tratar de zafarse de la autoridad moral de las secciones éticas de la ley, es una afrenta que hacemos a Cristo. Hay muchas maneras de hacerla, pero todas ellas deshonran al autor de la Biblia.
Evidentemente, el Antiguo Testamento es un conjunto de libros judíos. Y también lo es, en gran parte, el Nuevo Testamento. Pero en ambos casos se trata de una revelación cristiana, inspirada por el Espíritu de Cristo, es decir: por el mismo Dios Trino.
Cuando el Antiguo Testamento revela las maravillas del Creador (Gn. 1 y 2; Sal. 104), o los grandes principios que deberían regir la vida personal y social (Ex. 20¬23), o las profecías del Mesías que tenía que venir (Sal. 22:1-2; 110; Is. 53; 61:1-3; 65:8-9), siempre habla con autoridad porque transmite la Palabra de Dios, a través del lenguaje humano(2 P. 1 :21). Y lo mismo ocurre con respecto al Nuevo Testamento.
La revelación bíblica es histórica y eterna al mismo tiempo. Nos ha sido dada a través de la historia y de diversas culturas pero es siempre la Palabra eterna del Dios eterno.
LA AUTORIDAD DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Toda la Biblia confirma la autoridad del Antiguo Testamento. Los profetas confirmaban una y otra vez el valor de la revelación mosaica frente a la apostasía de Israel (ls. 24: 1; Jer. 11: 1-17; Ez. 16:43). Y Jesús mismo afirmó: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar. sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido»(Mt. 5: 17-18). El apóstol Pablo describe el Antiguo Testamento como «santo, justo y bueno». (Ro. 7: 12). Y lo mismo cabría decir de los otros autores del Nuevo Testamento con abundancia de citas.
La incuestionable autoridad del Antiguo Testamento se pone de manifiesto también al comprobar cómo y cuánto lo citan los autores del Nuevo. Roger Nicole comenta que este hecho no se tiene en cuenta suficientemente: «La manera cómo los escritores del Nuevo Testamento citan los textos veterotestamentarios expresa su profunda convicción sobre la eterna contemporaneidad de toda la Escritura. Esto se pone de manifiesto de manera concreta en los muchos casos en que se afirma que lo escrito fue dicho por Dios» (Mt. 22:31; cf. Mt. 15:7; Mc. 7:6; 12: 19; Hch. 4: 11 ;13:47; He. 12:5 ). Roger Nicole, «The New Testament Use of the Old Testament» ed. Carl FH.Henry, Revelation and the Bible, G.Rapids, 1982, pp. 26-27.
«Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor. esto es celestial. por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos» (He. 11: 13-16 ).
Estos, y tantos más pasajes de la Escritura, enfatizan la unidad de los propósitos divinos realizados en Cristo y, consecuentemente, la unidad de la revelación bíblica. Cuando leemos la carta a los Hebreos nos damos cuenta que los santos de la antigua alianza son propuestos como ejemplo para nosotros los que vivimos como pueblo de Dios del nuevo pacto. Y a todos, tanto a ellos como a nosotros, se nos advierte del peligro de caer en la mentalidad carnal: formalismo, legalismo, auto-justificación supuestamente meritoria, a la manera de Israel en el desierto, abocados a la incredulidad y la apostasía (He. caps. 3 y 4). De esta indisoluble unión entre el antiguo pueblo de Dios y el pueblo cristiano dan testimonio las palabras finales del capitulo 11 de Hebreos: «Y todos éstos (los santos de la antigua alianza), aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros» (He. 11 :39-40).
La fe revelada en la Biblia, en ambos testamentos, presenta como alternativa a la falsa religiosidad, la fe de la nueva alianza. Cuando resistimos la tentación de considerar el Antiguo Testamento como algo ético, teológico y espiritualmente inferior, estamos en condiciones de apreciar la unidad fundamental de la Biblia y, lo que es más importante, la autoridad misma del Antiguo Testamento al hacerla así escuchamos la voz del único Dios verdadero que nos habla en ambos Testamentos.
EL ANTIGUO TESTAMENTO Y LA GRACIA DE DIOS
La realidad central tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento es la gracia de Dios derramada en favor de una raza caída.
El llamamiento de Abraham revela constantemente la gracia divina. El patriarca será la fuente, en la providencia de Dios, de la Palabra de Dios encarnada (Jesu¬isto) y la Palabra de Dios escrita (la Biblia). En él serán benditas todas las gentes (Gn. 12:3; 17:7,8,19). El pacto con Abraham es divinamente ideado, administrado, confirmado y ejecutado. La fe que exige el pacto supone la obediencia fiel al Señor (Gn. 17: 10). No hay contradicción entre la gracia y las obligaciones que ella comporta, puesto que la fe -como dirá más tarde Pablo- obra por el amor, el amor a Dios y al prójimo (Dt. 6:4-6; Gá. 5:6 ).
Y cuando los descendientes de Abraham forman un pueblo, el Señor los llama para ser un pueblo santo, separado para Dios (Ex. 2:25; Dt. 4:37; 7:6,8; 9:4-6; Lev.19:2; Os. 13:5; Am. 3:2). En el Sinaí se establece el pacto de Dios con Israel, una vez redimido (Ex. 6:6-8; 15:13; 20:2; Dt. 7:8; 9:26; 13:5; 21:8). Entonces, Israel fue admitido a una relación filial con su Salvador y Señor, Yahvéh (Ex. 4:22; Dt. 8:5; 14:1; 32:6; 1 Cr. 29.10; Is. 63:16; 64:8; Jer. 3:19; 31:9; Os. 11:1; Mal. 1:6; 2:10). El código ético sintetizado en los 10 mandamientos no es un camino de salvación por obras -como torcidamente lo interpretaron los fariseos contemporáneos de Jesús, contra los que tuvo que enfrentarse Pablo-, sino la voluntad de Dios para su pueblo redimido, dándole instrucciones para su diario vivir en el temor reverente de Yahvéh.
El pacto con Israel, llamado también Mosaico (por Moisés), es una ampliación del concertado con Abraham (Ex. 2:24; 3:16; 6:4-8; Sal. 105:8,12,42-45; 106:45). Como en todos los demás pactos que aparecen en la Biblia, la gracia soberana de Dios se manifiesta en primer lugar decisivamente, así como el llamamiento a esta¬blecer una relación espiritual intima entre el hombre y su Salvador (Ex. 6:7; Dt. 29:13; Ex. 19:5-8; 24:3,4; Dt. 4:13-14; 6:4-6).
Como en todos los demás pactos, aquí también la condición para gozar de las bendiciones divinas es la respuesta de la fe obediente (Ex. 24:7; Dt. 6:4-15; Lev.19:2). El creyente de la antigua alianza era llamado a perseverar en su fidelidad y consagración a Dios, exactamente como en la nueva alianza (Ro. 11 :22; Col. 1 :23¡ He. 3:6,14; 1 P. 1 :5). El mismo pacto mosaico ofrecía provisión para la limpieza y el perdón mediante la liturgia levítica que, de manera velada y simbólica, anunciaba la gran salvación de Dios en el Calvario mediante el derramamiento de la sangre de Jesucristo, pues, como enseñaba repetidamente el A.T., sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados.
Una de las mayores perversiones que ha sufrido el mensaje bíblico es la de convertir la Ley en un supuesto camino de salvación, como hicieron los fariseos. La única parte de la Torá que abre el camino del perdón es la que corresponde a los sacrificios levíticos. De ahí el craso error de pensar que el Antiguo Testamento predica la salvación por méritos del hombre y el Nuevo la salvación por gracia. Completamente equivocado. Esta falsa comprensión, que opone el cumplimiento de la Ley en el A.T. a la gracia y ]a justificación por la fe en el N.T. ha contribuido en gran manera a desprestigiar el Antiguo Testamento.
Hay Evangelio -gracia, «buena nueva», justificación por la fe- en el Antiguo Testamento y hay Ley -reglas de conducta, principios y ética- en el Nuevo.
Porque no hay dos dioses -uno del A.T. y otro del N.T. como creía Marción- sino un solo y único Dios que se revela igualmente en ambos.
De ahí que la liturgia levítica celebrada en el Tabernáculo primero y después en el Templo, tipificara mediante símbolos las grandes realidades de la salvación que el Mesías prometido tenia que llevar a cabo en el futuro. La sangre de los sacrificios tipifica la sangre de Jesucristo, como bien enseña la carta a los Hebreos. Los creyentes hebreos sabían que sus pecados contra la ley moral, que no podían cumplir nunca perfectamente, les eran perdonados en virtud de los sacrificios ordenados por las secciones litúrgicas de la Ley (Éxodo, Levítico y Números), si acudían a la presencia del Señor contritos e implorando perdón. Aquellos piadosos creyentes se salvaban por el Cristo que tenía que venir, así como nosotros somos hoy salvos por el Mesías que ya vino (He. 11 :24-26).
Los actos solemnes del ritual del culto y las grandes fiestas representaban el alma de la religión de Israel. Ofrecían no solamente una gran profecía de la redención del Calvario -no sólo eran su expresión tipológica provisional- sino que al mismo tiempo era su presentación salvífica a los hebreos de la antigua alianza por la experiencia espiritual que ofrecían a la fe.
El Nuevo Testamento afirma claramente que estos rituales levíticos eran tipo de la muerte de Cristo. Tenían un significado relacionado con el Mesías prometido, con el Siervo Sufriente, con el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
El adorador hebreo, tanto si podía intuir la relación que la liturgia practicada tenía con un Salvador sufriente, como si todavía no la vislumbraba (este discernimiento vino gradualmente, y es posible percibir su evolución en los profetas y en los salmos), podía presentar un culto aceptable a Dios, si acudía con fe y no por mero formulismo rutinario o folklórico.
Comprobemos más de cerca la triple experiencia que la liturgia levítica brindaba al creyente hebreo:
1) Le llamaba a sentirse, y reconocerse, pecador y, por lo tanto indigno de la comunión con Dios. Esto le obligaba a acercarse con corazón contrito y humillado.
2) Le proclamaba que la única manera de renovar la comunión con Dios era aceptando las condiciones, y los medios, que Dios mismo ponía a su alcance.
3) Le anunciaba la «buena nueva» de que, al entregarse contrito y humillado en demanda de perdón, sobre la base de la víctima expiatoria ordenada para el sacrificio estipulado por la Ley, se reintegraba a la comunión con Dios, era aceptado, justificado y perdonado.
En la mente de Dios todo apunta al Evangelio, a la persona y a la obra de N.S. Jesucristo. En él culmina el plan divino ideado desde toda la eternidad y que, sin embargo, ya antes de su realización y cumplimiento finales, fue proclamado de diversas maneras y con distintos tonos de luz, para salvación. Al mismo tiempo, Dios preparaba así al mundo para la venida del Mesías. Pero en todo tiempo, Dios es el mismo Dios. Y ofrece al pecador las mismas experiencias para ser salvo: con¬vicción de pecado, arrepentimiento, entrega a Dios y súplica para ser perdonado y redimido, para lograr una renovada comunión con el Señor.
Unidad de propósitos salvadores, unidad de los tratos de Dios con el hombre, unidad fundamental en los mensajes y el cuadro que presentan de Dios y de su salvación, unidad de la Biblia, evidente en ambos Testamentos.
Los instrumentos pudieron variar de una época a otra; el ropaje sufrió retoques, pero el propósito salvador de Dios no cambió jamás. Porque él es siempre el mismo Dios tanto en su carácter como en sus propósitos de salvación.
El profesor F.F. Bruce decía que el mensaje central de la Biblia lo constituye la historia de la salvación encerrada en sus páginas, desde Génesis hasta Apocalipsis. Bruce destacaba tres aspectos básicos de esta historia de salvación, tres aspectos que encontramos en ambos Testamentos y que desarrollan, y hacen explícita, la misma:
1) el dador de la salvación (Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo).
2) el camino de la salvación se funda en la gracia de Dios que llama a los hombres al arrepentimiento y espera una respuesta de fe y amor.
3) los herederos de la salvación: todos los que hemos dado la clase de respuesta que espera la gracia de Dios que ha fijado nuestros ojos en la cruz. Cf. F.F. Bruce, Arts. «Bible» y «The Israel of God» en The New Bible Dictionary. Existe traducción española de Ediciones Certeza.