Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

18 Noviembre 1998
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Homilía previa al último cónclave pronunciada por el entonces Cardenal Ratzinger el 18 de abril de 2005


Isaías 61, 1 - 3a. 6a. 8b - 9
Efesios 4, 11 - 16
Juan 15, 9 - 17

En esta hora de gran responsabilidad, escuchemos con particular atención lo que nos dice el Señor con sus mismas palabras. De las tres lecturas, quisiera escoger sólo algún pasaje que nos afecta directamente en un momento como éste.

La primera lectura ofrece un retrato profético de la figura del Mesías, un retrato que alcanza todo su significado en el momento en el que Jesús lee este texto en la sinagoga de Nazaret, cuando dice: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lucas 4, 21). En el centro de este texto profético, encontramos una frase que, al menos a primera vista, parece contradictoria. Al hablar de sí mismo, el Mesías dice que ha sido enviado «a pregonar el año de gracia del Señor, el día de venganza de nuestro Dios» (Isaías 61, 2). Escuchamos, con alegría, el anuncio del año de la misericordia: la misericordia divina pone un límite al mal, nos ha dicho el Santo Padre. Jesucristo es la misericordia divina en persona: encontrar a Cristo significa encontrar la misericordia de Dios. El mandato de Cristo se ha convertido en nuestro mandato a través de la unción sacerdotal; estamos llamados a promulgar no sólo con las palabras sino también con la vida y con los signos eficaces de los sacramentos «el año de la misericordia del Señor». Pero, ¿qué quiere decir Isaías cuando anuncia el «día de venganza de nuestro Dios»? Jesús, en Nazaret, al leer el texto profético, no pronunció estas palabras, concluyó anunciando el año de la misericordia. ¿Fue éste quizá el motivo del escándalo que tuvo lugar tras su predicación? No lo sabemos. De todos modos, el Señor ofreció su comentario auténtico a estas palabras con su muerte en la cruz. «Él mismo sobre el madero llevó nuestros pecados...», dice san Pedro (1 Pedro 2, 24). Y san Pablo escribe a los Gálatas: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: maldito todo el que está colgado de un madero, a fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa» (Gálatas 3, 13s).

La misericordia de Cristo no es una gracia barata, no supone la banalización del mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. El día de la venganza y el año de la misericordia coinciden en el misterio pascual, en Cristo, muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios: él mismo, en la persona del Hijo, sufre por nosotros. Cuanto más quedamos tocados por la misericordia del Señor, más solidarios somos con su sufrimiento, más disponibles estamos para completar en nuestra carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Colosenses 1, 24).

Pasemos a la segunda lectura, la carta a los Efesios. Afronta esencialmente tres argumentos: en primer lugar, los ministerios y los carismas en la Iglesia, como dones del Señor resucitado y elevado al cielo; a continuación, la maduración en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, como condición y contenido de la unidad en el cuerpo de Cristo; y, por último, la participación común en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, es decir, la transformación del mundo en la comunión con el Señor.

Detengámonos en dos puntos. El primero, es el camino hacia la «madurez de Cristo», como dice, simplificando, el texto en italiano. Más en concreto tendríamos que hablar, según el texto griego, de la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos quedarnos como niños en la fe, en estado de minoría de edad. Y, ¿qué significa ser niños en la fe? Responde san Pablo: significa ser «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina» (Efesios 4, 14). ¡Una descripción muy actual!

Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuantas modas del pensamiento... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir en el error (Cf. Efesios 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar «zarandear por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas.

Nosotros tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo. «Adulta» no es una fe que sigue las olas de la moda y de la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da la medida para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad.

Tenemos que madurar en esta fe adulta, tenemos que guiar hacia esta fe al rebaño de Cristo. Y esta fe, sólo la fe, crea unidad y tiene lugar en la caridad. San Pablo nos ofrece, en oposición a las continuas peripecias de quienes son como niños zarandeados por las olas, una bella frase: hacer la verdad en la caridad, como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo, coinciden verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad sin verdad sería ciega; la verdad sin caridad, sería como «un címbalo que retiñe» (1 Corintios 13, 1).

Pasemos ahora al Evangelio, de cuya riqueza quisiera sacar tan sólo dos pequeñas observaciones. El Señor nos dirige estas maravillosas palabras: «No os llamo ya siervos... a vosotros os he llamado amigos» (Juan 15, 15). Muchas veces no sentimos simplemente siervos inútiles, y es verdad (Cf. Lucas 17, 10). Y, a pesar de ello, el Señor nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos da su amistad. El Señor define la amistad de dos maneras. No hay secretos entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha al Padre; nos da su plena confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado que va hasta la locura de la cruz. Nos da su confianza, nos da el poder de hablar con su yo: «este es mi cuerpo...», «yo te absuelvo...». Nos confía su cuerpo, la Iglesia. Confía a nuestras débiles mentes, a nuestras débiles manos su verdad, el misterio del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio del Dios que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3, 16). Nos ha hecho sus amigos y, nosotros, ¿cómo respondemos?

El segundo elemento con el que Jesús define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle - idem nolle», era también para los romanos la definición de la amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15, 14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». En la hora de Getsemaní, Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conformada y unida con la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía y, al llevar nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la verdadera libertad: «pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mateo 26, 39). En esta comunión de las voluntades tiene lugar nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Dios. Cuanto más amamos a Jesús, más le conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la alegría de ser redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!

El otro elemento del Evangelio que quería mencionar es el discurso de Jesús sobre llevar fruto: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Juan 15, 16). Aquí aparece el dinamismo de la existencia del cristiano, del apóstol: os he destinado para que vayáis... Tenemos que estar animados por una santa inquietud: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios, nos ha sido dada para que llegue también a los demás.

Hemos recibido la fe para entregarla a los demás, somos sacerdotes para servir a los demás. Y tenemos que llevar un fruto que permanezca. Pero, ¿qué queda? El dinero no se queda. Los edificios tampoco se quedan, ni los libros. Después de un cierto tiempo, más o menos largo, todo esto desaparece. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. El fruto que queda, por tanto, es el que hemos sembrado en las almas humanas, el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Entonces, vayamos y pidamos al Señor que nos ayude a llevar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios.

Volvamos, por último, una vez más a la carta a los Efesios. La carta dice, con las palabras del Salmo 68, que Cristo, al ascender al cielos, «subiendo al cielo, dio dones a los hombres» (Efesios 4, 8). El vencedor distribuye dones. Y estos dones son apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. Nuestro ministerio es un don de Cristo a los hombres para edificar su cuerpo, el mundo nuevo. Vivamos nuestro ministerio de este modo, ¡como don de Cristo a los hombres! Pero, en este momento, pidamos sobre todo con insistencia al Señor que, después del gran don del Papa Juan Pablo II, nos dé de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría. Amén.


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Y el Señor nos dios un pastor según su corazón
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Señor Cardenales,
venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
distinguidas Autoridades y Miembros del Cuerpo diplomático,
queridos Hermanos y Hermanas

Por tres veces nos ha acompañado en estos días tan intensos el canto de las letanías de los santos: durante los funerales de nuestro Santo Padre Juan Pablo II; con ocasión de la entrada de los Cardenales en Cónclave, y también hoy, cuando las hemos cantado de nuevo con la invocación: Tu illum adiuva, asiste al nuevo sucesor de San Pedro. He oído este canto orante cada vez de un modo completamente singular, como un gran consuelo. ¡Cómo nos hemos sentido abandonados tras el fallecimiento de Juan Pablo II! El Papa que durante 26 años ha sido nuestro pastor y guía en el camino a través de nuestros tiempos. Él cruzó el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. Pero no dio este paso en solitario. Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte. En aquellos momentos hemos podido invocar a los santos de todos los siglos, sus amigos, sus hermanos en la fe, sabiendo que serían el cortejo viviente que lo acompañaría en el más allá, hasta la gloria de Dios. Nosotros sabíamos que allí se esperaba su llegada. Ahora sabemos que él está entre los suyos y se encuentra realmente en su casa. Hemos sido consolados de nuevo realizando la solemne entrada en cónclave para elegir al que Dios había escogido. ¿Cómo podíamos reconocer su nombre? ¿Cómo 115 Obispos, procedentes de todas las culturas y países, podían encontrar a quien Dios quería otorgar la misión de atar y desatar? Una vez más, lo sabíamos; sabíamos que no estamos solos, que estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios. Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; nosotros, que vivimos del don de la carne y la sangre de Cristo, por medio del cual quiere transformarnos y hacernos semejantes a sí mismo. Sí, la Iglesia está viva; ésta es la maravillosa experiencia de estos días. Precisamente en los tristes días de la enfermedad y la muerte del Papa, algo se ha manifestado de modo maravilloso ante nuestros ojos: que la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos. La Iglesia está viva; está viva porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente. En el dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre en los días de Pascua, hemos contemplado el misterio de la pasión de Cristo y tocado al mismo tiempo sus heridas. Pero en todos estos días también hemos podido tocar, en un sentido profundo, al Resucitado. Hemos podido experimentar la alegría que él ha prometido, después de un breve tiempo de oscuridad, como fruto de su resurrección.

La Iglesia está viva: de este modo saludo con gran gozo y gratitud a todos vosotros que estáis aquí reunidos, venerables Hermanos Cardenales y Obispos, queridos sacerdotes, diáconos, agentes de pastoral y catequistas. Os saludo a vosotros, religiosos y religiosas, testigos de la presencia transfigurante de Dios. Os saludo a vosotros, fieles laicos, inmersos en el gran campo de la construcción del Reino de Dios que se expande en el mundo, en cualquier manifestación de la vida. El saludo se llena de afecto al dirigirlo también a todos los que, renacidos en el sacramento del Bautismo, aún no están en plena comunión con nosotros; y a vosotros, hermanos del pueblo hebreo, al que estamos estrechamente unidos por un gran patrimonio espiritual común, que hunde sus raíces en las irrevocables promesas de Dios. Pienso, en fin –casi como una onda que se expande– en todos los hombres de nuestro tiempo, creyente y no creyentes.

¡Queridos amigos! En este momento no necesito presentar un programa de gobierno. Algún rasgo de lo que considero mi tarea, la he podido exponer ya en mi mensaje del miércoles, 20 de abril; no faltarán otras ocasiones para hacerlo. Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. En lugar de exponer un programa, desearía más bien intentar comentar simplemente los dos signos con los que se representa litúrgicamente el inicio del Ministerio petrino; por lo demás, ambos signos reflejan también exactamente lo que se ha proclamado en las lecturas de hoy.

El primer signo es el palio, tejido de lana pura, que se me pone sobre los hombros. Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo IV, puede ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de esta ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizás a veces de manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no servimos solamente Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la historia. En realidad, el simbolismo del Palio es más concreto aún: la lana de cordero representa la oveja perdida, enferma o débil, que el pastor lleva a cuestas para conducirla a las aguas de la vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto, fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la Iglesia. La humanidad –todos nosotros– es la oveja descarriada en el desierto que ya no puede encontrar la senda. El Hijo de Dios no consiente que ocurra esto; no puede abandonar la humanidad a una situación tan miserable. Se alza en pie, abandona la gloria del cielo, para ir en busca de la oveja e ir tras ella, incluso hasta la cruz. La pone sobre sus hombros, carga con nuestra humanidad, nos lleva a nosotros mismos, pues Él es el buen pastor, que ofrece su vida por las ovejas. El Palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Se convierte así en el símbolo de la misión del pastor del que hablan la segunda lectura y el Evangelio de hoy. La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud. El símbolo del cordero tiene todavía otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.

Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros.

El segundo signo con el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del Ministerio petrino es la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra echaré las redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.

Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamad a la unidad. “Tengo , además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!

En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén.
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Homilía del Papa en el consistorio de creación de quince nuevos cardenales
«Cuento con vosotros» «para anunciar al mundo que "Deus caritas est"»

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 24 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este viernes durante el consistorio ordinario público para la creación de quince nuevos cardenales.


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¡Venerados cardenales, patriarcas y obispos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas!

En esta víspera de la solemnidad de la Anunciación del Señor, el clima penitencial de la Cuaresma deja lugar a la fiesta: hoy el Colegio de los cardenales se enriquece con quince nuevos miembros. Os saludo con gran cordialidad ante todo a vosotros, a quienes tengo la alegría de crear cardenales, dando gracias al cardenal William Joseph Levada por los sentimientos y pensamientos que en nombre de todos vosotros me acaba de expresar.

Con gusto saludo también a los demás señores cardenales, a los venerados patriarcas, a los obispos, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas y los numerosos fieles, en particular a los familiares, reunidos aquí para unirse, en la oración y en la alegría cristiana, a los nuevos purpurados. Con un reconocimiento especial acojo a las diferentes autoridades gubernamentales y civiles, que representan a diferentes naciones e instituciones.

El consistorio ordinario público es un acontecimiento que manifiesta con gran elocuencia la naturaleza universal de la Iglesia, difundida en todos los rincones del mundo para anunciar a todos los Buena Nueva de Cristo Salvador. El amado Juan Pablo II celebró nueve, contribuyendo de manera determinante a renovar el Colegio cardenalicio, según las orientaciones que el Concilio Vaticano II y el siervo de Dios Pablo VI habían dado. Si bien es verdad que a través de los siglos han cambiado muchas cosas en lo que concierne al Colegio cardenalicio, no han cambiado sin embargo la sustancia y la naturaleza esencial de este importante organismo eclesial. Sus antiguas raíces y su desarrollo histórico y su composición actual hacen que sea verdaderamente una especie de «Senado», llamado a cooperar de cerca con el sucesor de Pedro en el cumplimiento de las tareas ligadas a su ministerio apostólico universal.

La Palabra de Dios, que acaba de proclamarse, nos hace remontar al pasado. Con el evangelista Marcos hemos regresado al origen mismo de la Iglesia y, en particular, al origen del ministerio de Pedro. Con los ojos del corazón hemos vuelto a ver al Señor Jesús, a cuya alabanza y gloria está totalmente orientado el acto que estamos realizando. Ha pronunciado palabras que han traído a la memoria la definición del romano pontífice que le gustaba a san Gregorio Magno: «Servus servorum Dei» [siervo de los siervos de Dios, ndt.]. De hecho, Jesús, al explicar a los doce apóstoles que deberían ejercer su autoridad de manera muy diferente a la de los «jefes de las naciones», resume esta modalidad con el estilo del servicio: «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor (diákonos); y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos (aquí Jesús utiliza una palabra más fuerte, doulos)» (Marcos 10,43-44). La disponibilidad total y generosa para servir a los demás es el signo distintivo de quien, en la Iglesia, es constituido como autoridad, pues así sucedió con el Hijo del hombre, quien no «ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Marcos 10, 45). A pesar de ser Dios, es más, movido precisamente por su divinidad, asumió la forma de siervo --«formam servi»--, como explica admirablemente el himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (Cf. 2, 6-7).

El primer «siervo de los siervos de Dios» es, por tanto, Jesús. Tras Él y unidos a Él, los apóstoles; y entre éstos, de manera especial, Pedro, a quien el Señor confío la responsabilidad de guiar su rebaño. La tarea del Papa consiste en ser el primer servidor de todos. El testimonio de esta actitud surge claramente de la primera lectura de esta liturgia, que nos vuelve a proponer la exhortación de Pedro a los «presbíteros» y a los ancianos de la comunidad (Cf. 1 Pedro 5, 1). Es una exhortación hecha con esa autoridad que tiene el apóstol por haber sido testigo de los sufrimientos de Cristo, Buen Pastor. Se percibe que las palabras de Pedro provienen de la experiencia personal del servicio al rebaño de Dios, pero antes aún se fundamentan en la experiencia del comportamiento de Jesús: en su manera de servir hasta el sacrificio de sí mismo, en su humillación hasta la muerte, y una muerte de cruz, confiando sólo en el Padre, que le exaltó en el momento oportuno. Pedro, como Pablo, quedó íntimamente «conquistado» por Cristo --«comprehensus sum a Christo Iesu» (Cf. Filipenses 3, 12)--, y como Pablo puede exhortar a los ancianos con plena autoridad, pues ya no es él quien vive, sino que es Cristo quien vive en él --«vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus» (Gálatas 2, 20).

Sí, venerados y queridos hermanos, lo que afirma el príncipe de los apóstoles se aplica particularmente a quien está llamado a revestirse con la púrpura cardenalicia: «A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1 Pedro 5, 1). Son palabras que, incluso en su estructura esencial, recuerdan el misterio pascual, particularmente presente en nuestro corazón en estos días de Cuaresma. San Pedro las aplica a sí mismo, en cuanto «anciano como ellos» (sympresbýteros), dando a comprender que el anciano en la Iglesia, el presbítero, por la experiencia alcanzada a través de los años y de las pruebas afrontadas y superadas, tiene que estar particularmente «sintonizado» con el dinamismo íntimo del misterio pascual. ¡Cuántas veces, queridos hermanos, que dentro de poco recibiréis la dignidad cardenalicia, habéis encontrado en estas palabras un motivo de meditación y de estímulo espiritual para seguir las huellas del Señor crucificado y resucitado! Serán comprometedoramente confirmadas de nuevo por lo que os exigirá vuestra nueva responsabilidad. Al quedar unidos más de cerca al sucesor de Pedro, estaréis llamados a colaborar con él en el cumplimiento de su peculiar servicio eclesial, y esto os exigirá una participación más intensa en el misterio de la Cruz, compartiendo los sufrimientos de Cristo. Y todos nosotros somos hoy testigos de sus sufrimientos, en el mundo y también en su Iglesia, y precisamente de este modo participamos también en su gloria. Esto os permitirá poder recurrir más abundantemente a los manantiales de la gracia y difundir a vuestro alrededor más eficazmente sus frutos benéficos.

Venerados y queridos hermanos, quisiera resumir el sentido de vuestra llamada en la palabra que he puesto como centro de mi primera encíclica: «caritas». Se asocia adecuadamente también al color de la púrpura cardenalicia. Que sea siempre expresión de la «caritas Christi», estimulándoos a un amor apasionado por Cristo, por su Iglesia y por la humanidad. Tenéis ahora un ulterior motivo para tratar de revivir los mismos sentimientos que llevaron al Hijo de Dios hecho hombre a derramar su sangre en expiación por los pecados de toda la humanidad. Cuento con vosotros, venerados hermanos, cuento con todo el Colegio del que pasáis a formar parte, para anunciar al mundo que «Deus caritas est», y para hacerlo ante todo con el testimonio de sincera comunión entre los cristianos: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13, 35). Cuento con vosotros, queridos hermanos cardenales, para hacer que el principio de la caridad pueda irradiarse y logre vivificar a la Iglesia a todos los niveles de su jerarquía, en toda comunidad e instituto religioso, en toda iniciativa espiritual, apostólica y de animación social. Cuento con vosotros para que el esfuerzo común de poner la mirada en el Corazón abierto de Cristo haga más seguro y veloz el camino hacia la unidad plena de los cristianos. Cuento con vosotros para que gracias a la atenta valoración de los pequeños y de los pobres, la Iglesia ofrezca al mundo de modo incisivo el anuncio y el desafío de la civilización del amor. Todo esto me gusta verlo simbolizado en la púrpura de la que estáis revestidos. Que sea realmente símbolo del ardiente amor cristiano que refleja vuestra existencia.

Pongo este deseo en las manos maternales de la Virgen de Nazaret, de la que el Hijo de Dios tomó la sangre que después derramaría en la Cruz como testimonio supremo de su caridad. En el misterio de la Anunciación, que nos disponemos a celebrar, se nos revela que por obra del Espíritu Santo, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Que por intercesión de María descienda abundantemente sobre los nuevos cardenales y sobre todos nosotros la efusión del Espíritu de verdad y de caridad para que, conformados cada vez más con Cristo, podamos dedicarnos incansablemente a la edificación de la Iglesia y a la difusión del Evangelio en el mundo.

[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Estimado Luis.

Cuando en las escirturas se refiere al "Pastor" se refiere siempre a nuestro Señor y Salvador Jesucrsito, cuando se refiere a "los pastores" en plural, se refiere a mortales que apacentan su redil.

Y Claro que esta profetizado que Dios nos daría UN PASTOR, esto es UN SEÑOR, a saber el Señor Jesucristo, título que le queda muy grande a los mortales.

Un saludo
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

OSO dijo:
Estimado Luis.

Cuando en las escirturas se refiere al "Pastor" se refiere siempre a nuestro Señor y Salvador Jesucrsito, cuando se refiere a "los pastores" en plural, se refiere a mortales que apacentan su redil.

Y Claro que esta profetizado que Dios nos daría UN PASTOR, esto es UN SEÑOR, a saber el Señor Jesucristo, título que le queda muy grande a los mortales.

Un saludo

Los "papas" mueren! Yo vi por la TV el cepelio de uno...:coolgleam
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

OSO dijo:
Estimado Luis.

Cuando en las escirturas se refiere al "Pastor" se refiere siempre a nuestro Señor y Salvador Jesucrsito, cuando se refiere a "los pastores" en plural, se refiere a mortales que apacentan su redil.

Y Claro que esta profetizado que Dios nos daría UN PASTOR, esto es UN SEÑOR, a saber el Señor Jesucristo, título que le queda muy grande a los mortales.

Un saludo

Oye, si Cristo encomienda a alguien que apaciente y pastoree a sus ovejas y corderos, que se encargue de confirmar en la fe a los hermanos y que se quede con las llaves del Reino de los cielos, ¿crees que a ese alguien le queda muy grande el título de pastor?
No diría yo tal cosa
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Armando Hoyos dijo:
Los "papas" mueren! Yo vi por la TV el cepelio de uno...:coolgleam

Y yo vi como a ese Papa le sucedió otro. Lleva ocurriendo eso cerca de veinte siglos.
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Luis Fernando dijo:
Oye, si Cristo encomienda a alguien que apaciente y pastoree a sus ovejas y corderos, que se encargue de confirmar en la fe a los hermanos y que se quede con las llaves del Reino de los cielos, ¿crees que a ese alguien le queda muy grande el título de pastor?
No diría yo tal cosa

SI, asi es.

La profecia de que Dios nos daría UN PASTOR recae en nuestro Señor y Salvador Jesuscristo y en nadie mas: "El Pastor", en singular.

Cristo Jesús a saber, sigue siendo "el buen pastor" que "Su vida da por las ovejas" sa es su señal; pese haber encargado a mortales el pastorado ("los pastores"), el diaconado, los profetas (alguien mayor que los pastores por cierto), el ministrar, el enseñar...UNO es el Señor y Pastor de la ovejas y los demas somos obreros que nunca seremos mayor que nuestro Señor, si bien un día seremos semejantes a El y le vermos cara a cara; esa es nuestra esperanza.

Un saludo.
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Y yo te digo que si Cristo da a un hombre el ministerio de pastorear su rebaño, yo a ese hombre le llamo pastor del rebaño de Cristo. Sin que eso signifique que Cristo no sea el Buen Pastor, pues ese pastor está sometido a su vez al pastoreo del propio Señor. Así de simple.
 
Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Luis Fernando dijo:
Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuantas modas del pensamiento... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir en el error (Cf. Efesios 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar «zarandear por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas.

Lo has clavao, Benedicto. Como la Guardia Civil, donde pones el ojo, pones la bala.
...
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Armando Hoyos dijo:
Y todos mueren...Que pena, mientras que el Gran Pastor de las ovejas vive por los siglos y los siglos!!!

Saludos.

Hombre, murieron los apóstoles, no sé porqué no iba a morir los sucesores de los mismos.
De todas formas, los que mueren en Cristo, viven para Dios. No se te vaya a olvidar
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Luis Fernando dijo:
Hombre, murieron los apóstoles, no sé porqué no iba a morir los sucesores de los mismos.
De todas formas, los que mueren en Cristo, viven para Dios. No se te vaya a olvidar

Sucesores? Ah olvide lo de la tradicion...Cierto, "los que mueren en Cristo", la puerta es estrecha, y pocos los que entran por ella, tampoco lo olvides!
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Armando Hoyos dijo:
Sucesores? Ah olvide lo de la tradicion...Cierto, "los que mueren en Cristo", la puerta es estrecha, y pocos los que entran por ella, tampoco lo olvides!

Sí, estrecha. Y yo sé quién tiene las llaves de esa puerta. No lo olvides tú tampoco
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Luis Fernando dijo:
Sí, estrecha. Y yo sé quién tiene las llaves de esa puerta. No lo olvides tú tampoco

Bueno, si tu sabes quien tiene la llave, para entrar por la puerta la tienes que pedir "al que la tiene"... en cambio, yo tengo la llave que habre la puerta! Capichi?

Si no capichi esa llave es La Santa Escritura!
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Armando Hoyos dijo:
Bueno, si tu sabes quien tiene la llave, para entrar por la puerta la tienes que pedir "al que la tiene"... en cambio, yo tengo la llave que habre la puerta! Capichi?

Si no capichi esa llave es La Santa Escritura!

La Santa Escritura es la que dice quién tiene las llaves del Reino de los cielos.
Yo procuraría estar en ese rebaño, no vaya a ser que Cristo me pregunte por quién me ha mandado largarme a otro rebaño y no al encomendado por Él al poseedor de las llaves.
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Luis Fernando dijo:
La Santa Escritura es la que dice quién tiene las llaves del Reino de los cielos.
Yo procuraría estar en ese rebaño, no vaya a ser que Cristo me pregunte por quién me ha mandado largarme a otro rebaño y no al encomendado por Él al poseedor de las llaves.

Lo que a mi respecta, no "pertenezco" ni a tu rebaño ni al "otro rebaño" yo soy de Su rebaño, sus ovejas, las que oyen Su voz y lo siguen! a El, no a un "papa" o un "pastor" o un "reverendo" o un "ministro" o un "maestro", etc. Yo soy del rebaño que oye Su voz, Su Palabra, no conozco la voz de los extraños!!! (los "papas", los "ministros" los "reverendos", "pastores" etc.)

Bendiciones!
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

Luis Fernando dijo:
Y yo te digo que si Cristo da a un hombre el ministerio de pastorear su rebaño, yo a ese hombre le llamo pastor del rebaño de Cristo. Sin que eso signifique que Cristo no sea el Buen Pastor, pues ese pastor está sometido a su vez al pastoreo del propio Señor. Así de simple.

Y yo a su vez te digo que "si Cristo da a un hombre el ministerio de pastorear su rebaño" no significa ni que sea El Pastor, ni que la profecía de Isaias sea sobre ese otro; esos que quieren tener ese título intrasnferible "El pastor" son otros cristos, de los cuales debemos mas bien tener cuidado.

En suma, la porofecía de Isaias es para Cristo Jesús, no para el Papa en turno.

A eso me refiero, lo demas es mera retórica.

Un saludo
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

O sea, que usted cuando lee la Biblia, al llegar a Hebreos 13,17 se tapa los ojos, ¿no?

Venga, Dios le guarde
 
Re: Y el Señor nos dio un pastor según su corazón

OSO dijo:
Y yo a su vez te digo que "si Cristo da a un hombre el ministerio de pastorear su rebaño" no significa ni que sea El Pastor, ni que la profecía de Isaias sea sobre ese otro; esos que quieren tener ese título intrasnferible "El pastor" son otros cristos, de los cuales debemos mas bien tener cuidado.

En suma, la porofecía de Isaias es para Cristo Jesús, no para el Papa en turno.

A eso me refiero, lo demas es mera retórica.

Un saludo

A ver, ¿he dicho yo algo sobre que la profecía de Isaías 40 se refiera al Papa?