UN DEPREDADOR SEXUAL AL ACECHO
Después de haber cumplido mis votos perpetuos, si alguien preguntaba por mí, usando mi nombre de Amalia, la respuesta sería que esa persona ya no existía en el convento.
Todo lo que era antes, toda mi identidad, había desaparecido.
La madre superiora, leyó una narración, que comparaba el sufrimiento de Jesús en la tierra con lo que las monjas debíamos soportar en el convento.
Nos decía que "Jesús había derramado miles de lágrimas, como gotas de sangre", había recibido cientos de golpes y suplicado por nuestra salvación.
Creí todas estas mentiras convencidas de que eran ciertas.
La madre superiora también nos dijo que, si vivíamos en el convento "sin romper ninguna regla", cuando muriéramos, no iríamos al purgatorio, sino que pasaríamos directamente con Jesús sin experimentar el fuego purificador del purgatorio.
Pero lo que no nos dijeron fue que era imposible vivir en el convento sin romper alguna regla.
Después de firmar mis votos, toda mi identificación personal fue destruida.
Dos meses antes, la madre superiora me había presentado un documento para firmar, sin darme oportunidad de leerlo, en el que renunciaba a cualquier herencia futura, lo firmé sin saber que estaba entregando todo al convento.
Cuando entregué mi vida y mis posesiones al convento, me di cuenta de que había vendido mi alma por nada.
Las monjas no solo sufrían físicamente, sino también mentalmente, viendo a muchas de ellas, destrozadas por la cruel esclavitud que vivía.
Lo peor, e imperdonable, era que estas mujeres sacrificaban todo, y al final morían sin conocer a Cristo, condenadas por la eternidad.
Después de firmar mis votos perpetuos, la madre superiora me tomó del brazo y caminamos hasta otra sala, allí un sacerdote vestido con hábito sagrado vino a recibirnos.
Cuando se acercó, intentó sujetar mi brazo de una manera que me hizo retroceder horrorizada.
Nunca antes, un sacerdote había sido tan confianzudo conmigo, siempre habían sido educados y amables, pero algo en su agarre y su mirada, me repugnaba.
Me solté de un tirón completamente desconcertada.
La madre superiora, al ver mi reacción, me dijo que "todas las monjas" se sentían igual al "principio", pero que con el "tiempo" dejaría de sentirme incómoda.
Me recordó la ceremonia de boda que había realizado, diciéndome que ahora era la esposa de Dios y que todo el cuerpo del sacerdote era santificado, incluyendo sus genitales.
Me aseguró, que la copulación sería santa.
Estaba aterrorizada y confundida.
Mi mente no podía aceptar lo que me estaba diciendo, y cuando al final me dieron permiso para hablar, estallé.
- "¿Por qué no me advirtieron esto, antes de tomar mis votos perpetuos?"
La madre superiora no dijo nada, pues ella había pasado por lo mismo y se había acostumbrado a la cópula santa, sin pecado, con orgasmos santificados y muy puros.
Entrecerró sus ojos y apretó sus labios con fuerza, su respuesta fue el silencio cómplice.
Mi mundo se vino abajo, no podía creer lo que estaba viviendo.
Mis ilusiones se habían hecho añicos y me encontré rogándole al sacerdote que me dejara ir a casa, que llamara a mi padre para que viniera a buscarme, estaba dispuesta a abandonar todo, no podía soportar la realidad ante mis ojos, la idea de ser penetrada por un sacerdote jamás había sido contemplada en mi mente.
Pero en lugar de compasión, el sacerdote y la madre superiora se rieron de mí.
Encontraron mi ingenuidad y desesperación divertida, a tal punto, que la madre superiora se acercó a mí y en un susurro me preguntó al oído:
-"¿CÓMO PUEDE SER PECADO ESO TAN RICO?"
Me di cuenta en ese momento, que mi suerte estaba sellada y que no había vuelta atrás.
Mi vida, tal como la conocía, había desaparecido para siempre.
Entonces el sacerdote, con su mirada lasciva, me invitó a unirme a él en lo que llaman la cámara nupcial.
Pero yo no había entrado al convento para convertirme en una mujer impura, sino para ser una mujer santa.
Con todo mi ser, rechacé sus insinuaciones íntimas y aunque él insistía, estaba decidida a luchar hasta la última gota de sangre, para preservar mi virtud.
Cuando firmé mis votos de obediencia, había renunciado a todos mis derechos como ser humano, ahora le pertenecía al convento, a la madre superiora y a los sacerdotes.
Desde el momento que firmé, no podía sentarme, ni pararme, ni acostarme, ni comer, sin permiso.
Mi vida había sido entregada completamente al control de mis superiores y solo veía, olía y sentía, lo que ellos me permitían, me habían convertido en una marioneta, una simple máquina al servicio de la jerarquía católica romanista.