Discerniendo el cuerpo de Cristo – II
Discerniendo el cuerpo de Cristo – II
Habíamos visto en la primera parte, que el un pan sobre la mesa nos habla de un sacrificio único de aquel que llevó sobre su cuerpo en el madero de la cruz todos los pecados de los redimidos con su sangre.
Antes de pasar a considerar el segundo aspecto, me acabo de acordar de cierta superstición que me ha tocado presenciar, al menos en el caso de una hermana que es el que mejor recuerdo. A lo que estoy llamando de “superstición” entre los cristianos evangélicos, es a la falsa idea de que cuanto más pequeñita sea la miga que arrancamos del pan, menos juicio arriesgamos comer (1Co 11:29). En algunas ocasiones que he estado de visita y participado de la Cena del Señor con los hermanos locales, resultaría cómico si no fuese dramáticamente trágico el observar como los comulgantes pugnaban por arrancar del pan la partícula más chica posible. Finalizada la reunión, el pellizcado pan permanecía caso entero. Siempre traté de agarrar un trozo no demasiado grande -como para que pensaran que andaba con hambre-, ni demasiado chico; de modo que pudiera saber que efectivamente estaba comiendo del pan. Probar una miga no es lo mismo que comer un bocado. Jesús dijo: “Comed”.
El caso fue el de una joven hermana de pollera corta, que cortó con sus uñas una miguita de pan que cayó sobre su falda y fue rodando por ella sin que sus manotazos la alcanzaran; ya en el piso resultó invisible. La zozobra de ella y de cuantos vimos el percance, estaba en la incertidumbre de si lo apropiado era que ella procurase servirse nuevamente del pan o quedar sin participar del mismo. La joven, confundida, optó por esto último. Un problema adjunto fue el cuidado que algunos luego tomaban de no transitar por allí, no fueran a pisar con sus pies la miguita. Pregunté luego a la chica por qué había decidido tomar tan pequeña medida de pan, y confesó entonces que habiéndole hablado un joven para ennoviarse con ella y siendo él inconverso, ella temía incurrir en yugo desigual.
Ahora, en el segundo aspecto, hemos de considerar que la unidad de este pan del que todos participamos implica también al cuerpo de Cristo, su iglesia, tanto en su aspecto general como en cada expresión local de la misma.
Cierta vez tuve que apurarme para alcanzar a una hermana anciana, achacosa y huraña, que tenía la costumbre de entrar cuando se comenzaba a entonar el primer himno, y luego se retiraba mientras se cantaba la estrofa final del último. Le pregunté la razón de su actitud y me contestó:
-¡Aquí pasan demasiadas cosas y yo no quiero enterarme de nada! Vengo a la Cena por el Señor, no por los hermanos. No me importa quienes son, lo que hacen o dejan de hacer las hermanas que se sientan a mis lados. La mucha camaradería a la larga da problemas. De la manera que hago no incomodo a nadie, nadie a mí y lo mismo cumplo con Dios.
Pacientemente le expliqué que en la iglesia, como cuerpo de Cristo, nadie podía aislarse de los demás, y que era imposible una comunión vertical con Dios si al mismo tiempo no se mantenía la horizontal con los hermanos. Temo que no quiso entender.
Una hermana que había venido de otra iglesia similar a la nuestra, hacía ya un año que venía sentándose en el último banco, sin participar, mientras los ancianos le venían dando largas a su solicitud de admisión a la comunión con nosotros. Ella sufría al presenciar nuestra celebración y pensar que seguía en desobediencia al no hacerlo. Dado que algunas influyentes hermanas de la congregación parecían haberle cobrado ojeriza, decidí visitarlas por sus casas y ver en qué pudiera ayudar caso que hubiera algún inconveniente serio para que aquella otra hermana no fuera aceptada de una buena vez. Sin imaginarlo siquiera, fui imprudente con la hora de mis visitas, ya que llegué cada día a las casas justo a la hora que la hermana a visitar se hallaba conmovida por las escenas de la telenovela de la tarde. Así que fueron muy parcas conmigo –para despedirme rápido-, coincidiendo entre ellas que si bien no sabían de texto bíblico alguno que desaconsejara recibirla en comunión, todo las hacía pensar que ella estaba manteniendo un romance con cierto joven con quien se conocía desde la Escuela Dominical, intercambiando visitas diarias en sus casas, pues eran vecinos. No adujeron prueba alguna ni testimonios lesivos a la moralidad de la hermana “pero todo hace suponer que existe un romance entre ellos”. Hablé personalmente con la hermana en cuestión y con el joven su supuesto amante y ambos negaron terminantemente tal relación. Además, si quisieran ennoviarse y casarse podían hacerlo como Dios manda sin incurrir en fornicación. Pero ambos admitieron que diariamente la hermana iba a la casa de aquel joven. Sucedía que hacía poco más de un año su madre con la que vivía había fallecido, y él había quedado a cargo de una hermana discapacitada. Como estos jóvenes eran cristianos, vecinos, compañeros en la Escuela Dominical y ahora también en el taller de trabajo, la hermana sospechada lo que en verdad hacía era ir diariamente a atender como mujer a la hermanita inválida de este muchacho. ¡Me quise morir ante tan tremenda injusticia!
Hacía pocas semanas que había dado mi anterior mensaje sobre discernir el cuerpo del Señor, y ahora ya me estaba inspirando para dar el complemento. Así lo hice:
-Amados hermanos: recientemente hemos visto la necesidad de discernir el cuerpo del Señor en el aspecto de que sobre él llevó nuestros pecados, por lo que no debíamos traérselos ante su mesa en confesión, sino allegarnos ya a ella lavados y purificados con el perdón a través de su sangre.
Este segundo aspecto complementario contempla en la unidad del pan, la de su cuerpo, que es la iglesia, tanto en lo general y universal, como en su expresión local aquí, ahora. Reparen por favor como dice 1Co 10:17: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo, pues todos participamos de aquel mismo pan”. El texto griego dice todavía acá “del un solo pan participamos”, enfatizando esta cualidad de unicidad. En 1Co 12 tenemos todavía mejor ilustrada esta alegoría de la iglesia funcionando con todos sus miembros en un mismo cuerpo orgánico del que el Señor Jesús es única Cabeza. También ustedes conocen bien como Pablo describe este símil al final del quinto capítulo de su epístola a los Efesios.
Pues bien, si todos sabemos que si un miembro sufre todos los miembros se duelen con él, y si uno es honrado todos los miembros se gozan con él, tenemos que saber también que la Cabeza siempre es la primera en sentirlo. No podemos abrazar a un hermano sin que el Señor Jesús disfrute ese abrazo; ni una hermana acariciar a otra sin que el Señor reciba tal muestra de fraternal afecto. Por eso Él dijo en su parábola de las ovejas y los cabritos: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”. Y esto va con lo bueno y con lo malo, con lo que hacemos y con lo que no hacemos.
Filadelfia, amor fraternal, quiere decir que todos procuramos el bien de todos y el mal de ninguno. ¿No es así?
Pues bien, pensemos que alguien quiera en obediencia al Señor congregarse con nosotros para hacer memoria de Él cada primer día de la semana. Sabemos que se trata de alguien bien instruido en la sana doctrina y con un testimonio inobjetable. ¿Pero qué ocurre? Como es nuestra práctica no hacer las cosas por mayoría simple sino de forma unánime, resulta que no todos en la iglesia parecen estar conformes con la admisión, así que como van las cosas parece que hasta el Milenio no se adoptará una decisión. Lo malo, es que tampoco su solicitud se rechace, pues con ello quizás podría hallar en otro lado la feliz acogida que nosotros no supimos darle. Claro, no se le rechaza porque no se conoce razón alguna para ello. Tampoco se le acepta, pues hay un freno por parte de quienes dicen que “todavía no lo ven claro”. Pues si no lo ven claro revisen bien en sus conciencias si no será por falta de la luz que proviene de la Palabra de Dios, pues están alucinando con sus pantallas de televisión y los teleteatros melodramáticos a los que algunas hermanas se muestran tan aficionadas.
¿No se dan cuenta que con tanta ficción en la cabeza se les afecta el discernimiento?
Ahora bien, piensen en la seriedad de todo esto. Si de veras creemos que el Señor Jesús se halla presente en medio de los dos o tres congregados a su nombre, ¿creen acaso que Él mira hacia las ventanas y para afuera como desentendiéndose del problema? ¡Ciertamente que no! Él es tremendamente solidario con sus hermanos más pequeños. Si nosotros mantenemos injustamente apartado en el último banco a quien debería estar en plena comunión con nosotros, ¿piensan acaso que a Él no le duele? Les diré lo que hará: saldrá de en medio de nosotros y se sentará en aquel último banco junto a quien mantenemos fuera de nuestro vínculo. Supongamos ahora el caso que esta persona, cansada de ser una consuetudinaria compareciente a una reunión de la que no es protagonista y que la hace sentirse en desobediencia a la ordenanza del Señor, decidiera no entrar sino quedarse afuera, en actitud de oración, esperando se abran las puertas para la reunión de evangelización. ¿Qué hará entonces el Señor? Les digo: Él sigue siendo tan solidario que seguramente ha de salir afuera para acompañar a quien hemos dejado fuera y seguimos como si no pasara nada. Y esto es precisamente lo que ocurre: NO PASA NADA. Si el Señorío de Jesucristo es menospreciado, el Espíritu Santo contristado, y la Biblia acomodada a conveniencia, no es de esperar que ocurran conversiones y haya un poderoso ministerio de la Palabra para edificar a los hermanos en la fe.
Puede ser que alguno grite:
-¡Pero Señor! ¡La sana doctrina dice que tienes que estar en medio de nosotros pues así lo has prometido! ¡Cumple tu promesa!
- ¿Por qué me llamáis “Señor, Señor”, y no hacéis lo que yo digo? (Lc 6:46).
Tras este final algunas dignas hermanas ancianas se acercaron para abrazarme. Los ancianos de la congregación me estrecharon fuertemente la mano en señal de aprobación. Casi toda la iglesia se veía muy conmovida.
Dos semanas después, al dar los anuncios al final de la Cena del Señor uno de los ancianos, comunicaba dos noticias de distinta índole:
-Primero: en la tarde de hoy, hemos recibido en nuestra comunión a la hermana que desde hace un año nos venía acompañando desde el último banco. Le damos la más cálida bienvenida entre nosotros deseando que todo sea para la gloria de Dios y nuestra mutua bendición. (Regocijo general de la congregación).
-Segundo: lamentablemente, nos hemos visto en la triste necesidad a partir de ahora, en administrar la disciplina a nuestro hermano Ricardo por los fuertes conceptos vertidos en su mensaje de hace dos semanas atrás. Podrá seguir participando en la comunión con nosotros en la Cena del Señor y en las oraciones, pero cesa como predicador y maestro hasta tanto los frutos de su arrepentimiento aconsejen su restauración al ministerio de la iglesia. (Consternación general de la congregación).
Un año y medio después, al finalizar otra reunión de la Cena del Señor, el mismo anciano anunciaba a la asamblea de hermanos que el hermano Ricardo era restaurado a la plena comunión de la iglesia, pudiendo en adelante continuar en la predicación y enseñanza. Nunca en mi vida escuché decir tantas cosas bonitas de mí ¡ni siquiera mi esposa siendo mi novia! El panegírico me puso rojo de vergüenza. Los ancianos ni cuenta se daban del desprestigio en que caían restaurando con tantos elogios al que mantuvieron disciplinado por decir lo que ellos en su momento hubieran querido decir y no se animaron por no atraerse el enojo de las hermanas influyentes.
Estas cosas pasan. Les he abierto todo mi corazón. Quizás ahora ustedes me comprendan mejor.
Ricardo.