Que pena me ha producido el mensaje que acabo de recibir desde Argentina de mi amigo Roberto Carlos. Recientemente ha perdido a sus padres que vivían desde hace unos pocos años en una residencia para personas de edad avanzada.
Roberto Carlos, era el tercer hijo de los fallecidos y ahora que la vida se los ha llevado hacía ese cielo que tanto añoramos, mi amigo está sintiendo en lo más profundo de su ser la ingratitud que ha tenido con sus padres al final de sus días.
La realidad es que resulta bastante triste que tras tantos años de trabajo, esfuerzos y sacrificios, nuestros padres no se hayan ganado el derecho a disfrutar en sus últimos años, de la compañía de todos aquellos por los que siempre se han sacrificado.
No obstante, yo pienso, que nadie está en posesión de hacer gratuitamente ningún comentario relativo a este problema universal que a tantas familias afecta. Simple y llanamente porque cada una tiene circunstancias especiales en su forma de vivir y de amar.
Posiblemente mi amigo Roberto Carlos ahora más que nunca se acordará de sus padres. Ahora más que nunca pensará en ellos y los recordará todos los días. Se acordará de las largas noches que pasaban en vela sufriendo por él, cuando le visitó hace diez años aquella enfermedad que le dejó postrado en la cama durante varios meses. Y no olvidará el sacrificio que para sus padres, ya mayores, suponía el subirle diariamente a la montaña para que el aire puro de la sierra aliviara sus pulmones.
Por todo ello y ante este estado de desesperación de mi amigo, he de confesar que me encuentro ante una terrible dificultad para calmar su inquietud, frente a una decisión que en su día se produjo con la aceptación de los tres hijos.
Yo en el silencio de una íntima conversación entre amigos, le sugeriría a Roberto Carlos que ahora lo importante sería elevar sus oraciones al cielo para que el Padre los haya acogido en su Gloria, compensándoles ese amor que quizás en la tierra les hubiera sido negado al final de su vida. Y por otra parte como un homenaje póstumo hacerse esclavo del amor sobre aquellos que menos amamos, en lugar de con amargura… decir lo siento.
No sé, pero me parece a mí que apartando las lamentaciones que no conducen a nada, sería más bonito en su recuerdo, seguir las enseñanzas y el ejemplo recibido de sus padres; fieles, débiles pero siempre luchadores para seguir adelante dispuestos a no abandonar.
De esta forma, estoy convencido que los padres de mi amigo aceptaron su soledad lejos de su familia en aquella residencia, como un episodio más de una vida de amor que juntos iniciaron y compartieron. Una vida que les ofreció la posibilidad de haber conocido lugares y gentes, que les hicieron disfrutar con alegría de todo aquel futuro del que estaban tan temerosos encontrar. Y que hoy con sus manos temblorosas el tiempo les hiciera un hueco en su vida para poder exclamar… “que temprano se nos hizo tarde”.
Por todo lo cual, sin querer olvidar en algunos casos la ingratitud humana, creo que a pesar de todo, lo normal en esos estupendos ancianos que tienen el alma llena de ternura, es reconocer el amor que siempre existió en las familias y la alegría de haber comprendido a todos y a todo.
En cualquier caso en este mundo en el que posiblemente crece a galope el egoísmo, no puedo admitir que sea éste el único motivo de enviar a una residencia a nuestros familiares ancianos, y fiel a esta consideración me viene a la memoria Cicerón, en su clásico “Diálogo de la vejez” que decía:
“las grandes cosas no se realizan con las fuerzas físicas ni con la velocidad o agilidad corporal, sino con autoridad, consuelo y prudencia: virtudes que no faltan sino más bien se enriquecen con la vejez”.
Roberto Carlos, era el tercer hijo de los fallecidos y ahora que la vida se los ha llevado hacía ese cielo que tanto añoramos, mi amigo está sintiendo en lo más profundo de su ser la ingratitud que ha tenido con sus padres al final de sus días.
La realidad es que resulta bastante triste que tras tantos años de trabajo, esfuerzos y sacrificios, nuestros padres no se hayan ganado el derecho a disfrutar en sus últimos años, de la compañía de todos aquellos por los que siempre se han sacrificado.
No obstante, yo pienso, que nadie está en posesión de hacer gratuitamente ningún comentario relativo a este problema universal que a tantas familias afecta. Simple y llanamente porque cada una tiene circunstancias especiales en su forma de vivir y de amar.
Posiblemente mi amigo Roberto Carlos ahora más que nunca se acordará de sus padres. Ahora más que nunca pensará en ellos y los recordará todos los días. Se acordará de las largas noches que pasaban en vela sufriendo por él, cuando le visitó hace diez años aquella enfermedad que le dejó postrado en la cama durante varios meses. Y no olvidará el sacrificio que para sus padres, ya mayores, suponía el subirle diariamente a la montaña para que el aire puro de la sierra aliviara sus pulmones.
Por todo ello y ante este estado de desesperación de mi amigo, he de confesar que me encuentro ante una terrible dificultad para calmar su inquietud, frente a una decisión que en su día se produjo con la aceptación de los tres hijos.
Yo en el silencio de una íntima conversación entre amigos, le sugeriría a Roberto Carlos que ahora lo importante sería elevar sus oraciones al cielo para que el Padre los haya acogido en su Gloria, compensándoles ese amor que quizás en la tierra les hubiera sido negado al final de su vida. Y por otra parte como un homenaje póstumo hacerse esclavo del amor sobre aquellos que menos amamos, en lugar de con amargura… decir lo siento.
No sé, pero me parece a mí que apartando las lamentaciones que no conducen a nada, sería más bonito en su recuerdo, seguir las enseñanzas y el ejemplo recibido de sus padres; fieles, débiles pero siempre luchadores para seguir adelante dispuestos a no abandonar.
De esta forma, estoy convencido que los padres de mi amigo aceptaron su soledad lejos de su familia en aquella residencia, como un episodio más de una vida de amor que juntos iniciaron y compartieron. Una vida que les ofreció la posibilidad de haber conocido lugares y gentes, que les hicieron disfrutar con alegría de todo aquel futuro del que estaban tan temerosos encontrar. Y que hoy con sus manos temblorosas el tiempo les hiciera un hueco en su vida para poder exclamar… “que temprano se nos hizo tarde”.
Por todo lo cual, sin querer olvidar en algunos casos la ingratitud humana, creo que a pesar de todo, lo normal en esos estupendos ancianos que tienen el alma llena de ternura, es reconocer el amor que siempre existió en las familias y la alegría de haber comprendido a todos y a todo.
En cualquier caso en este mundo en el que posiblemente crece a galope el egoísmo, no puedo admitir que sea éste el único motivo de enviar a una residencia a nuestros familiares ancianos, y fiel a esta consideración me viene a la memoria Cicerón, en su clásico “Diálogo de la vejez” que decía:
“las grandes cosas no se realizan con las fuerzas físicas ni con la velocidad o agilidad corporal, sino con autoridad, consuelo y prudencia: virtudes que no faltan sino más bien se enriquecen con la vejez”.