UN VIAJE A LA FE Y A LA ESPERANZA

11 Diciembre 2007
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Si Roma es la ciudad del arte y Paris la del amor y el romanticismo, no cabe ninguna duda que Lourdes es la ciudad de la fé y de la esperanza. Y así lo debimos de entender unos cuantos matrimonios cuando nos dirigimos el pasado mes de julio hacia Lourdes para visitar aquella bella ciudad que reune a miles de enfermos con la esperanza de recuperar su salud.

Allí conocimos un poco más a Bernardita Soubirous nacida en Londres un 7 de Enero de 1844, hija de unos humildes aldeanos de Lourdes a quién según la historia se le apareció varias veces la Señora desde el año 1.856.
En su última aparición en el año 1.859 le ordenó que en ese mismo lugar se construyera un Santuario para su devoción. En ese mismo instante comenzó antes los ojos iluminados de Bernardita a manar agua de la tierra. Agua que hoy en día sigue manando incesantemente. Por deseo de Bernardita que murió en 1.879 en Nevers, tras ser canonizada por Pio XI el 8 de Diciembre de 1.933, el gobierno francés construyó una Basílica en 1.876 junto a la gruta de las apariciones. En este lugar a donde acuden millones de peregrinos de todo el mundo, la Virgen ha concedido infinidad de milagros de curación, testimoniados por las autoridades eclesiásticas y con la aprobación de científicos en medicina.

Nuestra primera visita la realizamos a la gruta y nuestras primeras emociones brotaron de nuestros corazones cuando amparados por el gran silencio que en su entorno existía, contemplamos miles de enfermos que permanecían junto a nosotros en atenta súplica a una Señora a la que imploraban con esperanza, la salud perdida.

Por la noche presenciando la procesión de las antorchas y viendo pasar a tantos y tantos enfermos en sus camillas conducidas por familiares o voluntarios asistentes, me vino a la memoria las palabras del Evangelio: “Hágase tu voluntad”, y yo me preguntaba ¿Como podrán asumir estas personas esa voluntad de Dios. ¿Cómo podría repetir yo esa frase, de estar sobre alguna de aquellas centenares de camillas o en uno de aquellos sillones de ruedas olfateando mi difícil recuperación. ¿Cómo podría consolarles para que esa última esperanza de mejor vida que iban a pedir a la Señora, les diera ánimos para seguir adelante. ¿Cuál sería mi mejor deseo, para poder expresarles, sin sentirme indigno, el dolor que sentía al verles pasar delante de mí y decirles con las palabras de la Biblia “que la misericordia y el amor de Dios a sus hijos, llenarán la tierra”.

No recuerdo lo que pasó por mi mente cuando mis ojos contemplaban aquella manifestación de fe. Lo importante es que sin apenas darme cuenta me encontré acompañando a esos enfermos que peregrinaban y que a una sola vez rezaban cantando el santo rosario, pidiéndole a la Virgen en cada Ave María que les enviara un rayo de esperanza.

Al término de la procesión, charlaba con Emilio un voluntario de Málaga que desde hace tiempo acudía cada año acompañando a enfermos discapacitados mentales o minusválidos. Me comentaba que cada mañana tenían que levantarlos de la cama, bañarlos, lavarles los dientes, peinarlos, vestirlos y acompañarlos al comedor para desayunar para después conducirlos hacia los actos programados.
Me decía sonriente que al principio tenía mucho miedo por si les hacía daño en sus cuidados, pero que poco a poco se fue relajando y empezó a disfrutar de su voluntariado.

Aunque recibía infinidad de muestras de agradecimiento de sus enfermos, jamás las aceptaba, porque entendía que era él, quien estaba totalmente agradecido a ellos por permitirle ayudarles, serles útil y ser su amigo. Y que la alegría de sus enfermos al sentirse un poco mejorados, era el regalo secreto de su solidaridad al estar cerca de los sufrimientos de aquellos con quienes compartían unos días de vida y así poder evitarles al encontrarse solos, la pregunta de saber si su vida merecería la pena vivirla.

Me despedí con un abrazo de Emilio deseándole lo mejor y esa noche me dormí intentando poner en orden todo lo vivido en mi primer día en Lourdes y pensando... ¡como envidio a Emilio!

Al día siguiente, segundo de nuestra estancia en Lourdes, amaneció bonito y soleado. Un día de esos que a veces en el transcurso de nuestra vida tenemos la impresión de que el reloj de nuestro tiempo marca los espacios con más lentitud.

Asistimos a una masiva celebración litúrgica en la misma gruta que según la historia se apareció la Señora y junto al lugar donde brotó ese manantial que después de tantos años no ha dejado de manar agua convertida en vida y esperanza.
Los enfermos recibieron parte de esa agua que según confesaban había aminorado sus dolores y que parte de sus sufrimientos habrían quedado en la gruta.

Había sido este segundo día de nuestra permanencia en Lourdes, vivido intensamente en emociones, promesas y reflexiones. Después de cenar volvimos de nuevo a la gruta. Fue como un acuerdo que surge sin esperarlo. En el silencio de la noche hicimos la promesa a Nuestra Señora de volver a aquel lugar en un futuro más o menos inmediato.
Habían quedado muchos temas por concretar y conversaciones mantenidas con Ella en profundas reflexiones pendientes de ultimar.
Con la alegría de nuestra promesa nos marchamos hacia el hotel. Antes de salir de aquel recinto sagrado, volví la cabeza hacia la gruta para despedirme de la Virgen y una vez más pedirle su ayuda para todos aquellos enfermos que le habían visitado.

A nuestra llegada a Madrid y sin saber muy bien el porqué, recordé la leyenda que inspiró a Vagner para escribir su ópera Tannhauser, sobre aquel poeta alemán que peregrinó para solicitar del Papa Urbano IV el perdón de sus pecados. El Papa se lo negó hasta que un palo seco que le mostró no se cubriera de verde. El prodigio se cumplió al tercer día.

En esta ópera un coro de peregrinos cantaban felices a su regreso

“Felíz al fin / vuelvo Patria a mirarte / y al contemplarte / recordaré la verdad de lo vivido”.

…Quizás la historia se repetía.