"Un Poder Misterioso que Convence"

21 Marzo 2000
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"Un Poder Misterioso que Convence"

¿COMO se justificará el hombre con Dios? ¿Cómo se hará justo el pecador?
Solamente por intermedio de Cristo podemos ponernos en armonía con Dios yla santidad; pero, ¿cómo debemos ir a Cristo? Muchos formulan la misma pregunta que hicieron las multitudes el día de Pentecostés, cuando,
convencidas de su pecado, exclamaron: "¿Qué haremos?" La primera palabra de contestación de Pedro fue: "Arrepentíos". Poco después, en otra ocasión,dijo: "Arrepentíos pues, y volveos a Dios; para que sean borrados vuestros pecados" (Hechos 2: 38; 3: 19).
El arrepentimiento comprende tristeza por el pecado y abandono del mismo. No renunciaremos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad; mientras no lo repudiemos de corazón, no habrá cambio real en la vida.
Hay muchos que no entienden la naturaleza verdadera del arrepentimiento.
Gran número de personas se entristecen por haber pecado y aun se reforman exteriormente, porque temen que su mala vida les acarree sufrimientos. Pero esto no es arrepentimiento en el sentido bíblico. Lamentan la pena más bien que el pecado. Tal fue el dolor de Esaú cuando vio que había perdido su primogenitura para siempre. Balaam, aterrorizado por el ángel que estaba en su camino con la espada desnuda, reconoció su culpa por temor de perder la vida; mas no experimentó un arrepentimiento sincero del pecado, ni un cambio de propósito, ni aborrecimiento del mal. Judas Iscariote, después de traicionar
a su Señor, exclamó: "¡He pecado, entregando la sangre inocente!" (S. Mateo 27: 4).
Esta confesión fue arrancada a la fuerza de su alma culpable por un tremendo sentido de condenación y una pavorosa expectación de juicio. Las consecuencias que habían de resultarle lo llenaban de terror, pero no
experimentó profundo quebrantamiento de corazón, ni dolor de alma por haber traicionado al Hijo inmaculado de Dios y negado al santo de Israel. Cuando Faraón sufría los juicios de Dios, reconoció su pecado a fin de escapar del castigo, pero volvió a desafiar al cielo tan pronto como cesaron las plagas.
Todos éstos lamentaban los resultados del pecado, pero no sentían tristeza por el pecado mismo.
Mas cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se
vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. "La Luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo" (S. Juan 1: 9),ilumina las cámaras secretas del alma y se manifiestan las cosas ocultas. La convicción se posesiona de la mente y del corazón. El pecador tiene entonces conciencia de la justicia de Jehová y siente terror de aparecer en su iniquidad e impureza delante del que escudriña los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza. Ansía ser purificado y restituido a la comunión del cielo.
La oración de David después de su caída es una ilustración de la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento era sincero y profundo. No
hizo ningún esfuerzo por atenuar su crimen; ningún deseo de escapar del juicio que lo amenazaba inspiró su oración. David veía la enormidad de su transgresión; veía las manchas de su alma; aborrecía su pecado. No imploraba solamente el perdón, sino también la pureza del corazón. Deseaba tener el
gozo de la santidad -ser restituido a la armonía y comunión con Dios. Este era el lenguaje de su alma: "¡Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado!

¡Bienaventurado el hombre a quien Jehová no atribuye la iniquidad, cuyo espíritu no hay engaño! (Salmo 32: 1, 2)
¡Apiádate de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la muchedumbre de tus piedades, borra mis transgresiones ! . .
Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí....

¡Purifícame con hisopo, y seré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve! .

¡Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio,
y renueva un espíritu recto dentro de mí!

¡No me eches de tu presencia,
y no me quites tu Santo Espíritu!
¡Restitúyeme el gozo de tu salvación,
y el Espíritu de gracia me sustente!...
¡Líbrame del delito de sangre, oh Dios,
el Dios de mi salvación!

¡cante mi lengua tu justicia!" (Salmo 51: 1, 14)
Efectuar un arrepentimiento como éste, está más allá del alcance de nuestro propio poder; se obtiene solamente de Cristo, quien ascendió a lo alto y ha dado dones a los hombres.
Precisamente éste es un punto sobre el cual muchos yerran, y por esto dejan de recibir la ayuda que Cristo quiere darles. Piensan que no pueden ir a Cristo a menos que se arrepientan primero, y que el arrepentimiento los prepara para el perdón de sus pecados. Es verdad que el arrepentimiento precede al perdón de los pecados, porque solamente el corazón quebrantado y contrito es el que siente la necesidad de un Salvador. Pero, ¿debe el pecador esperar hasta que se haya arrepentido, para poder ir a Jesús? ¿Ha de ser el arrepentimiento un obstáculo entre el pecador y el Salvador?
La Biblia no enseña que el pecador deba arrepentirse antes de poder aceptar la invitación de Cristo: "¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!" (S. Mateo 11: 28). La virtud que viene de Cristo es la que guía a un arrepentimiento genuino. San Pedro habla del asunto de una manera muy clara en su exposición a los israelitas, cuando dice: "A éste, Dios le ensalzó con su diestra para ser Príncipe y Salvador, a fin de dar arrepentimiento a Israel, y remisión de pecados". (Hechos 5: 31) No podemos arrepentirnos sin que el Espíritu de Cristo despierte la conciencia, más de lo que podemos ser perdonados sin Cristo.
Cristo es la fuente de todo buen impulso. El es el único que puede implantar en el corazón enemistad contra el pecado. Todo deseo de verdad y de pureza, toda convicción de nuestra propia pecaminosidad, es una prueba de que su Espíritu está obrando en nuestro corazón.
Jesús dijo: "Yo, si fuere levantado en alto de sobre la tierra, a todos los atraeré a mí mismo" (S. Juan 12: 32). Cristo debe ser revelado al pecador como el Salvador que muere por los pecados del mundo; y cuando consideramos al Cordero de Dios sobre la cruz del Calvario, el misterio de la redención comienza a abrirse a nuestra mente y la bondad de Dios nos guía al arrepentimiento. Al morir Cristo por los pecadores, manifestó un amor incomprensible; y este amor, a medida que el pecador lo contempla, enternece el corazón, impresiona la mente e inspira contricción en el alma.
Es verdad que algunas veces los hombres se avergüenzan de sus caminos pecaminosos y abandonan algunos de sus malos hábitos antes de darse cuenta de que son atraídos a Cristo. Pero cuando hacen un esfuerzo por reformarse, con un sincero deseo de hacer el bien, es el poder de Cristo el que los está atrayendo. Una influencia de la cual no se dan cuenta, obra sobre el alma, la conciencia se vivifica y la vida externa se enmienda. Y a medida que
Cristo los induce a mirar su cruz y contemplar a quien han traspasado sus pecados, el mandamiento despierta la conciencia. La maldad de su vida, el pecado profundamente arraigado en su alma se les revela. Comienzan a entender algo de la justicia de Cristo y exclaman "¿Qué es el pecado, para que exigiera tal sacrificio por la redención de su víctima? ¿Fueron necesarios todo este amor, todo este sufrimiento, toda esta humillación, para que no pereciéramos, sino que tuviéramos vida eterna?" .
El pecador puede resistir a este amor, puede rehusar ser atraído a Cristo; pero
si no se resiste será atraído a Jesús; un conocimiento del plan de la salvación lo
guiará al pie de la cruz, arrepentido de sus pecados, que han causado los sufrimientos del amado Hijo de Dios.
La misma inteligencia divina que obra en la naturaleza, habla al corazón de los hombres y crea un deseo indecible de algo que no tienen. Las cosas del mundo no pueden satisfacer su ansiedad. El Espíritu de Dios está suplicándoles que busquen las cosas que sólo pueden dar paz y descanso: la gracia de Cristo y el gozo de la santidad. Por medio de influencias visibles e invisibles, nuestro
Salvador está constantemente obrando para atraer el corazón de los hombres de los vanos placeres del pecado a las bendiciones infinitas que pueden disfrutar en él. A todas estas almas que están procurando vanamente beber en las cisternas rotas de este mundo, se dirige el mensaje divino: "El que tiene
sed, ¡venga! ¡y el que quiera, tome del agua de la vida, de balde!" (Apocalipsis
22: 17)
Los que en vuestro corazón anheláis algo mejor que lo que este mundo puede dar, reconoced este deseo como la voz de Dios que habla a vuestras almas.
Pedidle que os dé arrepentimiento, que os revele a Cristo en su amor infinito y en su pureza perfecta. En la vida del Salvador quedaron perfectamente ejemplificados los principios de la ley de Dios y el amor a Dios y al hombre. La benevolencia y el amor desinteresado fueron la vida de su alma.
Contemplándolo, nos inunda la luz de nuestro Salvador y podemos ver la pecaminosidad de nuestro corazón.
Podemos lisonjearnos como Nicodemo de que nuestra vida ha sido muy buena, de que nuestro carácter es perfecto y pensar que no necesitamos humillar nuestro corazón delante de Dios como el pecador común, pero cuando la luz de Cristo resplandece en nuestras almas, vemos cuán impuros somos; discernimos el egoísmo de nuestros motivos y la enemistad contra Dios, que ha manchado todos los actos de nuestra vida. Entonces conocemos que nuestra propia justicia es en verdad como andrajos inmundos y que solamente la sangre de Cristo puede limpiarnos de las manchas del pecado y renovar nuestro corazón a su semejanza.
Un rayo de luz de la gloria de Dios, un destello de la pureza de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de pecado y descubre la deformidad y los defectos del carácter humano. Hace patentes los deseos impuros, la infidelidad del corazón y la impureza de los labios. Los actos de deslealtad del pecador que anulan la ley de Dios, quedan expuestos a su vista y su espíritu se aflige y se oprime bajo la influencia escudriñadora del Espíritu de Dios. Se aborrece a si mismo viendo el carácter puro y sin mancha de Cristo.
Cuando el profeta Daniel vio la gloria que rodeaba al mensajero celestial que le había sido enviado, se sintió abrumado por su propia debilidad e imperfección.
Describiendo el efecto de la maravillosa escena, dice: "No quedó en mi esfuerzo, y mi lozanía se me demudó en palidez de muerte, y no retuve fuerza alguna" (Daniel 10: 8). Cuando el alma se conmueve de esta manera, odia el egoísmo, aborrece el amor propio y busca, mediante la justicia de Cristo, la
pureza de corazón que está en armonía con la ley de Dios y con el carácter de Cristo.
San Pablo dice que "en cuanto a justicia que haya en la ley", es decir, en cuanto se refiere a las obras externas,era "irreprensible" (Filipenses 3: 6), pero cuando comprendió el carácter espiritual de la ley, se vio a sí mismo pecador. Juzgado por la letra de la ley como los hombres la aplican a la vida externa, se había abstenido de pecado; pero cuando miró en la profundidad de sus santos preceptos y se vio como Dios lo veía, se humilló profundamente y confesó su maldad. Dice: "Y yo aparte de la ley vivía en un tiempo: mas cuando vino el mandamiento, revivió el pecado, y yo morí' (Romanos 7: 9). Cuando vio la naturaleza espiritual de la ley, mostrósele el pecado en su verdadera
deformidad y su estimación propia se desvaneció.
No todos los pecados son delante de Dios de igual magnitud; hay diferencia de pecados a su juicio, como la hay a juicio de los hombres; sin embargo, aunque éste o aquel acto malo pueda parecer frívolo a los ojos de los hombres, ningún pecado es pequeño a la vista de Dios. El juicio de los hombres es parcial e imperfecto; mas Dios ve todas las cosas como son realmente. El borracho es detestado y se dice que su pecado lo excluirá del cielo, mientras que el orgullo, el egoísmo y la codicia muchísimas veces pasan sin condenarse.
Sin embargo, éstos son pecados que ofenden especialmente a Dios; porque son contrarios a la benevolencia de su carácter, a ese amor desinteresado que es la misma atmósfera del universo que no ha caído. El que cae en alguno de los pecados grandes quede avergonzarse y sentir su pobreza y necesidad de la gracia de Cristo; pero el orgullo no siente ninguna necesidad y así cierra el corazón a Cristo y a las infinitas bendiciones que él vino a derramar.
El pobre publicano que oraba diciendo: "¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!"
(S. Lucas 18: 13) se consideraba a sí mismo como un hombre muy malvado y así lo consideraban los demás, pero él sentía su necesidad, y con su carga de pecado y vergüenza vino delante de Dios implorando su misericordia., Su corazón estaba abierto para que el Espíritu de Dios hiciese en él su obra de gracia y lo libertase del poder del pecado. La oración jactanciosa y presuntuosa
del fariseo mostró que su corazón estaba cerrado a la influencia del Espíritu Santo. Por estar lejos de Dios, no tenía idea de su propia corrupción, que contrastaba con la perfección de la santidad divina. No sentía necesidad alguna y no recibió nada.
Si percibís vuestra condición pecaminosa, no esperéis a haceros mejores vosotros mismos ¡Cuántos hay que piensan que no son bastante buenos para ir a Cristo! ¿Esperáis haceros mejores por vuestros propios esfuerzos? "¿Puede acaso el etíope mudar su piel, o el leopardo sus manchas? entonces podréis vosotros también obrar bien, que estáis habituados a obrar mal". (Jeremías 13: 23 ) Hay ayuda para nosotros solamente en Dios. No debemos permanecer en espera de persuasiones más fuertes, de mejores oportunidades o de
caracteres más santos. Nada podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tales como somos.
Pero nadie se engañe a sí mismo con el pensamiento de que Dios, en su grande amor y misericordia, salvará aun a aquellos que rechazan su gracia. La excesiva corrupción del pecado puede conocerse solamente a la luz de la cruz.
Cuando los hombres insisten en que Dios es demasiado bueno para desechar a los pecadores, miren al Calvario. Fue porque no había otra manera en que el hombre pudiese ser salvo, porque sin este sacrificio era imposible que la raza humana escapara del poder contaminador del pecado y se pusiera en comunión con los seres santos, imposible que los hombres llegaran a ser partícipes de la
vida espiritual; fue por esta causa por lo que Cristo tomó sobre sí la culpabilidad del desobediente y sufrió en lugar del pecador. El amor, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios, todo da testimonio de la terrible enormidad del pecado y prueba que no hay modo de escapar de su poder, ni esperanza de una vida más elevada, sino mediante la sumisión del alma a Cristo.
Algunas veces los impenitentes se excusan diciendo de los que profesan ser cristianos: "Soy tan bueno como ellos. No son más abnegados, sobrios, ni circunspectos en su conducta que yo. Les gustan los placeres y la complacencia propia tanto como a mí". Así hacen de las faltas de otros una excusa por su propio descuido del deber. Pero los pecados y faltas de otros no justifican los
nuestros. Porque el Señor no nos ha dado un imperfecto modelo humano. Se nos ha dado como modelo al inmaculado Hijo de Dios, y los que se quejan de la mala vida de los que profesan ser creyentes, son los que deberían presentar
una vida y un ejemplo más nobles. Si tienen un concepto tan alto de lo que un cristiano debe ser, ¿no es su pecado tanto mayor? Saben lo que es bueno y, sin embargo rehúsan hacerlo.
Cuidaos de las dilaciones. No posterguéis la obra de abandonar vuestros pecados y buscar la pureza del corazón por medio de Jesús. Aquí es donde miles y miles han errado, para su perdición eterna. No insistiré sobre la brevedad e incertidumbre de la vida; pero hay un terrible peligro, un peligro que no se entiende suficientemente, en retardarse en ceder a la invitación del
Espíritu Santo de Dios, en preferir vivir en el pecado, porque tal demora consiste realmente en eso. El pecado, por pequeño que se suponga, no puede consentirse sino a riesgo de una pérdida infinita. Lo que no venzamos nos vencerá y determinará nuestra destrucción.
Adán y Eva se persuadieron de que por una cosa de tan poca importancia, como comer la fruta prohibida, no podrían resultar tan terribles consecuencias como Dios les había declarado. Pero esta cosa tan pequeña era la transgresión de la santa e inmutable ley de Dios; separaba de Dios al hombre y abría las
compuertas de la muerte y de miserias sin número sobre nuestro mundo. Siglo tras siglo ha subido de nuestra tierra un continuo lamento de aflicción, y la creación a una gime bajo la fatiga terrible del dolor, como consecuencia de la desobediencia del hombre. El cielo mismo ha sentido los efectos de la rebelión del hombre contra Dios. El Calvario está delante de nosotros como un recuerdo
del sacrificio asombroso que se requirió para expiar la transgresión de la ley divina. No consideremos el pecado como cosa trivial.
Toda transgresión, todo descuido o rechazo de la gracia de Cristo, obra indirectamente sobre vosotros; endurece el corazón, deprava la voluntad, entorpece el entendimiento y, no solamente os hace menos inclinados a ceder,
sino también menos capaces de ceder a la tierna invitación del Espíritu de Dios.
Muchos están apaciguando su conciencia inquieta con el pensamiento de que pueden cambiar su mala conducta cuando quieran; de que pueden tratar con ligereza las invitaciones de la misericordia y, sin embargo, seguir siendo llamados. Piensan que después de menospreciar al Espíritu de gracia, después de echar su influencia del lado de Satanás, en un momento de terrible
necesidad pueden cambiar de conducta. Pero esto no se hace tan fácilmente.
La experiencia y la educación de una vida entera han amoldado de tal manera el carácter, que pocos desean después recibir la imagen de Jesús.
Un solo rasgo malo de carácter, un solo deseo pecaminoso, acariciado persistentemente, neutralizan a veces todo el poder del Evangelio. Toda indulgencia pecaminosa fortalece la aversión del alma hacia Dios. El hombre que manifiesta un descreído atrevimiento o una impasible indiferencia hacia la verdad, no está sino segando la cosecha de su propia siembra. En toda la Biblia no hay amonestación más terrible contra el hábito de jugar con el mal que las palabras del hombre sabio, cuando dice: "Prenderán al impío sus propias
iniquidades' (Proverbios 5: 22).
Cristo está pronto para libertarnos del pecado, pero no fuerza la voluntad; y si por la persistencia en el pecado la voluntad misma se inclina enteramente al mal y no deseamos ser libres, si no queremos aceptar su gracia, ¿qué más puede hacer? Hemos obrado nuestra propia destrucción por nuestro deliberado rechazo de su amor. "¡He aquí ahora es el tiempo acepto! ¡he aquí ahora es el día de salvación!" (2 Corintios 6: 2). "¡Hoy, si oyereis su voz, no endurezcáis vuestros corazones!" (Hebreos 3: 7, 8).
"El hombre ve lo que aparece, mas el Señor ve el corazón" (1 Samuel 16: 7), el corazón humano con sus encontradas emociones de gozo y de tristeza, el extraviado y caprichoso corazón, morada de tanta impureza y engaño. El sabe sus motivos, sus mismos intentos y miras. Id a él con vuestra alma manchada
como está. Como el salmista, abrid sus cámaras al ojo que todo lo ve, exclamando "¡Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón: ensáyame, y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí algún camino malo, y guíame en el camino eterno!" (Salmo 139: 23, 24).
Muchos aceptan una religión intelectual, una forma de santidad, sin que el corazón esté limpio. Sea vuestra oración: "¡Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!" (Salmo 51: 10). Sed leales con vuestra propia alma. Sed tan diligentes, tan persistentes, como lo seríais si vuestra vida mortal estuviera en peligro. Este es un asunto que debe arreglarse entre Dios y vuestra alma; arreglarse para la eternidad. Una esperanza supuesta, y nada más, llegará a ser vuestra ruina.
Estudiad la Palabra de Dios con oración. Esa Palabra os presenta, en la ley de Dios y en la vida de Cristo, los grandes principios de la santidad, sin la cual "nadie verá al Señor'. (Hebreos 12: 14) Convence de pecado; revela plenamente el camino de la salvación. Prestadle atención como a la voz de Dios que os habla.
Cuando veáis la enormidad del pecado, cuando os veáis como sois en realidad, no os entreguéis a la desesperación. Pues a los pecadores es a quienes Cristo vino a salvar. No tenemos que reconciliar a Dios con nosotros, sino ¡oh maravilloso amor! "Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo mismo al mundo" (2 Corintios 5: 19 ). El está solicitando por su tierno amor los corazones de sus hijos errados. Ningún padre según la carne podría ser tan paciente con las faltas y yerros de sus hijos, como lo es Dios con aquellos a quienes trata de salvar. Nadie podría argüir más tiernamente con el pecador.
Jamás labios humanos han dirigido invitaciones más tiernas que él al extraviado. Todas sus promesas, sus amonestaciones, no son sino la expresión de su indecible amor.
Cuando Satanás viene a decirte que eres un gran pecador, mira a tu Redentor y habla de sus méritos. Lo que te ayudará será el mirar su luz. Reconoce tu pecado, pero di al enemigo que "Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores" (1 Timoteo 1: 15) y que puedes ser salvo por su incomparable amor. Jesús hizo una pregunta a Simón con respecto a dos deudores. El primero debía a su señor una suma pequeña y el segundo una muy grande; pero él perdonó a ambos, y Cristo preguntó a Simón cuál deudor amaría más a su señor. Simón contestó: "Aquel a quien más perdonó" (S. Lucas 7: 43).
Hemos sido grandes deudores, pero Cristo murió para que fuésemos perdonados. Los méritos de su sacrificio son suficientes para presentarlos al Padre en nuestro favor. Aquellos a quienes ha perdonado más, lo amarán más, y estarán más cerca de su trono alabándolo por su grande amor e infinito sacrificio. Cuanto más plenamente comprendemos el amor de Dios, más nos percatamos de la pecaminosidad del pecado. Cuando vemos cuán larga es la cadena que se nos ha arrojado para rescatarnos, cuando entendemos algo del sacrificio infinito que Cristo ha hecho en nuestro favor, el corazón se derrite de ternura y contrición.

Que el Señor nos ayude en nuestro diario vivir caminar con él.