Un día mundial para el señor Darwin: lo pide el ABC.
Hay textos que embargan el corazón. Por ejemplo, el aparecido en el suplemento cultural del diario ABC, un 19 de enero de 2002. Sí, estamos de acuerdo en que los suplementos culturales nadie los lee, pero conviene saber que están ahí. Pues bien, lean y solácense:
“A la cama no te irás sin aprender algo más. Ahora resulta que científicos, biólogos y ateos militantes (intuyo que el autor emplea las tres categorías como sinónimos) de todo el planeta se aprestan a lanzar una campaña global a favor de la creación de un Día Internacional de Darwin ... ad maiorem gloriam del legado del ilustre naturalista británico Charles Robert Darwin (1809-1882), autor de la teoría de la evolución a través de la selección natural. Los conjurados pretenden que... la nueva celebración venga a recordar a todos los seres humanos sus vínculos con nuestros hermanos animales”. El tal día sería 12 de febrero, bicentenario del nacimiento de quien “junto con Marx, Nietzsche y Freud, sentó las bases teóricas de lo que los anglosajones llaman modernismo”... ¡Electrizante!
La verdad es que el modernismo es otra cosa: el modernismo, filosófico, literario o científico, tiene un nexo común: la desconfianza del hombre sobre su propia capacidad para conocer la verdad. En eso sí coinciden los tres últimos personajes, que no Darwin, y por eso el modernismo tuvo y tiene como gran enemigo a la Iglesia, empeñada en que el hombre sí puede satisfacer sus ansias de certeza sobre su origen y su destino. Pero también los tres se enfrentaron a la ciencia empírica. Aún más, las tesis de Marx y Freud son hoy motivo de rechifla para la filosofía y la ciencia modernas, mientras que entre el bueno de Nietzsche y nosotros se alza la figura de Hitler, razón por la que su prestigio anda más alto entre desequilibrados y fascistas que entre científicos y humanistas.
Ahora bien, queda Darwin. La verdad es que Darwin no inventó la evolución. Eso fue cosa de Jean-Baptiste de Monet, caballero de Lamark quien ya había inventado el concepto (transformismo, lo llamaba, en un acepción mucho más lógica, porque no siempre se evoluciona hacia mejor). No, lo que Darwin aporta es la evolución por selección natural, espléndido eufemismo que significa la victoria permanente del más fuerte sobre el débil, y que dio lugar al espantoso siglo XX, marcado por el darwinismo social y la cultura de la muerte. De Darwin derivan las leyes eugenésicas inglesas de la primera mitad de la vigésima centuria, así como la primacía colonial inglesa de los WASP, la superioridad racial de los nazis o el racismo norteamericano del Ku-Kus-Klan. Era su conclusión lógica: una raza, o una especie, es superior a otra y debe cumplir su ciclo natural y científico: cargarse al inferior. De ese mismo tronco procede la actual cultura de la muerte: si una raza o una especie es superior a otra, también se puede y se debe acabar con los retoños de una especie, que son, por definición, inferiores a los individuos adultos de la misma. Como lo son los individuos más decrépitos, los ancianos y sigan ustedes contando. Este chico, el Darwin, nos dejó una herencia maravillosa. No es de extrañar que el marxismo, a pesar de todas sus aberraciones, se rebelara contra el poder tiránico impreso por Darwin, aunque se equivocara el identificar la debilidad con las clases sociales, en lugar de con las personas más débiles.
Pero el problema del presunto padre del modernismo no se acaba ahí: el asunto consiste en confundir evolución con creación. Son muchos los no-pensantes que consideran que el problema de la creación queda respondido con una evolución permanente: ¿Qué tendrá que ver la gimnasia con la magnesia? Es decir, el problema del modernismo consiste en centrarse en el cambio natural de la materia. Por supuesto que la materia cambia y se transforma. Si a eso le queremos llamar evolución pues muy bien, pero no aclara si esa evolución es positiva o negativa y, desde luego, nada tiene que ver con la creación ni es incompatible con ella. La materia no crea nada, por eso tenemos que aceptar que fue creada, junto al espacio y el tiempo, y, por estar sometida al espacio y al tiempo cambia continuamente, sin que esa transmutación permanente nos ofrezca una sola pista sobre su origen.
El defecto de los darwinistas no es el sustantivo evolución, sino el adjetivo “creativa”. No hay evolución creativa alguna porque la evolución no crea nada. De ahí que Lamarck prefiriera el nombre de transformismo para su teoría. Lo que existe es una creación continúa, la del motor inmóvil al que llamamos Dios, que el hombre y la materia experimentan en el tiempo, y por eso le llama cambio o evolución permanente. Además, segundo error del darwinismo, el hombre también transforma la materia y a sí mismo, en uso de su libertad.
Por tanto, el problema de Darwin y de su colección de ateos, no es que niegue a Dios (Darwin no lo hizo, sus seguidores sí), sino que confunde cambio con esencia y evolución con creación.
Y claro, el modernismo lo resume el ABC como la mezcla de Darwin, Marx, Nietzsche y Freud, es decir, todos aquellos que, desde postulados bien distintos, sólo coinciden en negar la acción creadora de Dios sin ofrecer alternativa alguna. Y como niegan la creación permanente de Dios, fuera del espacio y el tiempo, también se ven obligados a negar la acción transformadora del hombre, convertido en un guiñapo, juguete de las relaciones del poder, del dinero o del sexo. En resumen, el modernismo prescindió de Dios, pero para ello se vio obligado a prescindir de la libertad humana, del tiempo, del espacio y hasta del sentido común.
Es lo mismo que ocurre con el Big Bang: la película empieza siempre por la mitad, nadie explica el paso desde la nada a ese montón de materia apretujada que dio lugar a la gran explosión. Pero es que, además, suponiendo que esa materia explosionadora hubiese salido de no se sabe dónde: ¿por dónde se expansionó el universo? ¿A través de la nada?
Al parecer es igual. En conclusión, he decidido apuntar el día Mundial del señor Darwin: yo también suscribo la propuesta. De esta forma, podríamos dedicar una jornada a pensar todas las tonterías que cuatro personajes históricos nos dejaron en herencia. Así sabremos qué es lo que no debemos hacer en el futuro.
Eulogio López
http://www.hispanidad.com
Hay textos que embargan el corazón. Por ejemplo, el aparecido en el suplemento cultural del diario ABC, un 19 de enero de 2002. Sí, estamos de acuerdo en que los suplementos culturales nadie los lee, pero conviene saber que están ahí. Pues bien, lean y solácense:
“A la cama no te irás sin aprender algo más. Ahora resulta que científicos, biólogos y ateos militantes (intuyo que el autor emplea las tres categorías como sinónimos) de todo el planeta se aprestan a lanzar una campaña global a favor de la creación de un Día Internacional de Darwin ... ad maiorem gloriam del legado del ilustre naturalista británico Charles Robert Darwin (1809-1882), autor de la teoría de la evolución a través de la selección natural. Los conjurados pretenden que... la nueva celebración venga a recordar a todos los seres humanos sus vínculos con nuestros hermanos animales”. El tal día sería 12 de febrero, bicentenario del nacimiento de quien “junto con Marx, Nietzsche y Freud, sentó las bases teóricas de lo que los anglosajones llaman modernismo”... ¡Electrizante!
La verdad es que el modernismo es otra cosa: el modernismo, filosófico, literario o científico, tiene un nexo común: la desconfianza del hombre sobre su propia capacidad para conocer la verdad. En eso sí coinciden los tres últimos personajes, que no Darwin, y por eso el modernismo tuvo y tiene como gran enemigo a la Iglesia, empeñada en que el hombre sí puede satisfacer sus ansias de certeza sobre su origen y su destino. Pero también los tres se enfrentaron a la ciencia empírica. Aún más, las tesis de Marx y Freud son hoy motivo de rechifla para la filosofía y la ciencia modernas, mientras que entre el bueno de Nietzsche y nosotros se alza la figura de Hitler, razón por la que su prestigio anda más alto entre desequilibrados y fascistas que entre científicos y humanistas.
Ahora bien, queda Darwin. La verdad es que Darwin no inventó la evolución. Eso fue cosa de Jean-Baptiste de Monet, caballero de Lamark quien ya había inventado el concepto (transformismo, lo llamaba, en un acepción mucho más lógica, porque no siempre se evoluciona hacia mejor). No, lo que Darwin aporta es la evolución por selección natural, espléndido eufemismo que significa la victoria permanente del más fuerte sobre el débil, y que dio lugar al espantoso siglo XX, marcado por el darwinismo social y la cultura de la muerte. De Darwin derivan las leyes eugenésicas inglesas de la primera mitad de la vigésima centuria, así como la primacía colonial inglesa de los WASP, la superioridad racial de los nazis o el racismo norteamericano del Ku-Kus-Klan. Era su conclusión lógica: una raza, o una especie, es superior a otra y debe cumplir su ciclo natural y científico: cargarse al inferior. De ese mismo tronco procede la actual cultura de la muerte: si una raza o una especie es superior a otra, también se puede y se debe acabar con los retoños de una especie, que son, por definición, inferiores a los individuos adultos de la misma. Como lo son los individuos más decrépitos, los ancianos y sigan ustedes contando. Este chico, el Darwin, nos dejó una herencia maravillosa. No es de extrañar que el marxismo, a pesar de todas sus aberraciones, se rebelara contra el poder tiránico impreso por Darwin, aunque se equivocara el identificar la debilidad con las clases sociales, en lugar de con las personas más débiles.
Pero el problema del presunto padre del modernismo no se acaba ahí: el asunto consiste en confundir evolución con creación. Son muchos los no-pensantes que consideran que el problema de la creación queda respondido con una evolución permanente: ¿Qué tendrá que ver la gimnasia con la magnesia? Es decir, el problema del modernismo consiste en centrarse en el cambio natural de la materia. Por supuesto que la materia cambia y se transforma. Si a eso le queremos llamar evolución pues muy bien, pero no aclara si esa evolución es positiva o negativa y, desde luego, nada tiene que ver con la creación ni es incompatible con ella. La materia no crea nada, por eso tenemos que aceptar que fue creada, junto al espacio y el tiempo, y, por estar sometida al espacio y al tiempo cambia continuamente, sin que esa transmutación permanente nos ofrezca una sola pista sobre su origen.
El defecto de los darwinistas no es el sustantivo evolución, sino el adjetivo “creativa”. No hay evolución creativa alguna porque la evolución no crea nada. De ahí que Lamarck prefiriera el nombre de transformismo para su teoría. Lo que existe es una creación continúa, la del motor inmóvil al que llamamos Dios, que el hombre y la materia experimentan en el tiempo, y por eso le llama cambio o evolución permanente. Además, segundo error del darwinismo, el hombre también transforma la materia y a sí mismo, en uso de su libertad.
Por tanto, el problema de Darwin y de su colección de ateos, no es que niegue a Dios (Darwin no lo hizo, sus seguidores sí), sino que confunde cambio con esencia y evolución con creación.
Y claro, el modernismo lo resume el ABC como la mezcla de Darwin, Marx, Nietzsche y Freud, es decir, todos aquellos que, desde postulados bien distintos, sólo coinciden en negar la acción creadora de Dios sin ofrecer alternativa alguna. Y como niegan la creación permanente de Dios, fuera del espacio y el tiempo, también se ven obligados a negar la acción transformadora del hombre, convertido en un guiñapo, juguete de las relaciones del poder, del dinero o del sexo. En resumen, el modernismo prescindió de Dios, pero para ello se vio obligado a prescindir de la libertad humana, del tiempo, del espacio y hasta del sentido común.
Es lo mismo que ocurre con el Big Bang: la película empieza siempre por la mitad, nadie explica el paso desde la nada a ese montón de materia apretujada que dio lugar a la gran explosión. Pero es que, además, suponiendo que esa materia explosionadora hubiese salido de no se sabe dónde: ¿por dónde se expansionó el universo? ¿A través de la nada?
Al parecer es igual. En conclusión, he decidido apuntar el día Mundial del señor Darwin: yo también suscribo la propuesta. De esta forma, podríamos dedicar una jornada a pensar todas las tonterías que cuatro personajes históricos nos dejaron en herencia. Así sabremos qué es lo que no debemos hacer en el futuro.
Eulogio López
http://www.hispanidad.com