Emilio es un buen amigo mío. Nos conocemos desde hace muchos años y siempre hemos tenido una entrañable amistad. Es una de esas personas con las que te agrada compartir tu tiempo. Católico no practicante en cuanto a prácticas religiosas, pero muy practicante respecto a dar todo el amor que genera su corazón cuando alguien lo necesita.
Siempre ha sido un hombre de salud deficiente. Fumaba bastante y se cuidaba poco. Por ello a estas alturas de la vida, de dolores y de enfermedades está más que cansado a sus sesenta y cinco años de edad y sin embargo ofrece todas las mañanas al despertarse todos esos achaques que padece a los cielos claros y estrellados y a ese mundo de esencias que se encuentra más allá de lo que nosotros podamos tocar con las manos y pisar con los pies.
Hace unos días me lo encontré, como es costumbre, en la cafetería tomando el primer café de la mañana. No se encontraba bien. Respiraba con dificultad y su estado de ánimo un tanto decaído, le hizo debido a nuestra amistad, confesarme que notaba como poco a poco se iba acercando ese sueño interminable que a cada uno le espera, para encontrarse con la prometida Vida Eterna, aunque por otra parte también le preocupa admitir la sentencia de ese pasaje de la Biblia, “todos aquellos que al morir se encuentren en pecado mortal, sufrirán el castigo divino de caer en ese lugar llamado infierno”.
Ante esta preocupación de mi amigo, que por supuesto en cierto sentido a todos nos inquieta, lo importante sería no pararnos a juzgar que cualquier acto es en sí una falta grave, y por el contrario pensar que el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.
Y para ello lo importante sería eliminar a ese Dios que tenemos distorsionado y que hacemos responsable del sufrimiento, olvidando que no es un Dios de infiernos, que desea vernos sufrir por sufrir a base de sacrificios físicos, y de este modo encontrarnos con un Dios, cercano, de amor y de comprensión.
En definitiva el Dios de Jesús de Nazaret que en su Evangelio, opta por la felicidad de todos los seres humanos especialmente de los débiles, los pobres, los desamparados, los marginados, los tristes y de todos aquellos que sin elevarse por encima de lo humano ni huyendo de la humanidad, sino todo lo contrario, pasan su vida aliviando el sufrimiento de los demás.
El Dios que nos deja su testamento de tranquilidad en el Evangelio de Juan (5, 24). “El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, vive de vida eterna; y no habrá juicio para él, porque ha pasado de la vida a la muerte”.
Por todo esto hemos de entender mi buen amigo, que lo que cuenta es que solo Dios conoce el corazón del hombre, sabe que el “tibio”, el “indiferente” el “ateo” o el “ignorante”, no son en realidad seres muertos porque quizás había en ellos fe y amor verdadero y de este modo dará a esos creyentes o desconocedores de la verdad, la purificación de todo lo malo que les pudiera quedar en su corazón, o en su desconocimiento.
De este modo, no debemos preguntarnos cómo juzgará Dios a esos 800 millones de chinos oficialmente ateos y a los 500 millones de hindúes así como a los musulmanes y a todos los demás hombres que nunca oyeron hablar de El, sabiendo que los cristianos somos una minoría en el mundo, comparada con la mayor parte de la humanidad, que todavía no conoce a Dios.
Sin embargo, lo fundamental para los cristianos es que Cristo murió para quitar el pecado del mundo y que de esta manera se realiza la esperanza de todos los hombres, porque con su resurrección triunfante nos abría el camino al amor y a la esperanza en un mundo nuevo.
Nunca olvidaré la lección de aquel viejo profesor de Teología cuando nos decía que el infierno en su verdadero sentido, debíamos interpretarlo según la hermenéutica, como una narración simbólica, teniendo en cuenta su revelación a la luz de los principios de la razón.
Que el infierno podría estar presente en nosotros, en la pérdida de confianza entre los matrimonios; en la falta de amor y de solidaridad para con los demás; en nuestro propio ambiente con nuestras imperfecciones y nuestros errores.
En aquellos que durante su vida fueron indiferentes a las desgracias de sus hermanos marginados y hambrientos y que ahora la irradiación del Dios que es amor, los quema y atormenta, ya que fueron advertidos: “Lo que no hicieron con uno de mis hermanos, conmigo no lo hicieron (Mt. 25, 46)”.
Además de que podíamos infernalizar nuestra vida, desarrollando oscuridades, amarguras y profundidades de nuestra conciencia dolorida. Y lo más importante, en la pérdida de fe en ese Dios que a veces le vemos tan lejano que apenas podemos llegar a El.
Y buen ejemplo, terminaba su lección el viejo profesor, lo tenemos en Job (10, 21.22), rogándole a Dios que no le condene aún reconociéndose pecador, para que pudiera gozar de un poco de alegría, antes de irse para no volver más a la región de tinieblas y de sombras, tierra de oscuridad y desorden, donde la misma claridad se parece a la noche oscura.
En definitiva, mi querido Emilio, si he de ser sincero y doctores tiene la Iglesia, yo pienso que en el infierno solo están aquellos que por su relación con Dios, con los demás y con ellos mismos, están convirtiendo su vida en un infierno, ya que a medida que nosotros cambiemos el infierno, se nos irá alejando.
Al final y ante su silencio, no sabría decir si mis argumentos habían alejado de Emilio ese temor que tanto le preocupaba, aunque en cualquier caso, estoy totalmente convencido de que lo realmente importante es buscar la Vida Eterna y el cielo, que son la plenitud del amor, tal como nos lo dice Juan (3, 15) “quien no ama, permanece en la muerte”.
Siempre ha sido un hombre de salud deficiente. Fumaba bastante y se cuidaba poco. Por ello a estas alturas de la vida, de dolores y de enfermedades está más que cansado a sus sesenta y cinco años de edad y sin embargo ofrece todas las mañanas al despertarse todos esos achaques que padece a los cielos claros y estrellados y a ese mundo de esencias que se encuentra más allá de lo que nosotros podamos tocar con las manos y pisar con los pies.
Hace unos días me lo encontré, como es costumbre, en la cafetería tomando el primer café de la mañana. No se encontraba bien. Respiraba con dificultad y su estado de ánimo un tanto decaído, le hizo debido a nuestra amistad, confesarme que notaba como poco a poco se iba acercando ese sueño interminable que a cada uno le espera, para encontrarse con la prometida Vida Eterna, aunque por otra parte también le preocupa admitir la sentencia de ese pasaje de la Biblia, “todos aquellos que al morir se encuentren en pecado mortal, sufrirán el castigo divino de caer en ese lugar llamado infierno”.
Ante esta preocupación de mi amigo, que por supuesto en cierto sentido a todos nos inquieta, lo importante sería no pararnos a juzgar que cualquier acto es en sí una falta grave, y por el contrario pensar que el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.
Y para ello lo importante sería eliminar a ese Dios que tenemos distorsionado y que hacemos responsable del sufrimiento, olvidando que no es un Dios de infiernos, que desea vernos sufrir por sufrir a base de sacrificios físicos, y de este modo encontrarnos con un Dios, cercano, de amor y de comprensión.
En definitiva el Dios de Jesús de Nazaret que en su Evangelio, opta por la felicidad de todos los seres humanos especialmente de los débiles, los pobres, los desamparados, los marginados, los tristes y de todos aquellos que sin elevarse por encima de lo humano ni huyendo de la humanidad, sino todo lo contrario, pasan su vida aliviando el sufrimiento de los demás.
El Dios que nos deja su testamento de tranquilidad en el Evangelio de Juan (5, 24). “El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, vive de vida eterna; y no habrá juicio para él, porque ha pasado de la vida a la muerte”.
Por todo esto hemos de entender mi buen amigo, que lo que cuenta es que solo Dios conoce el corazón del hombre, sabe que el “tibio”, el “indiferente” el “ateo” o el “ignorante”, no son en realidad seres muertos porque quizás había en ellos fe y amor verdadero y de este modo dará a esos creyentes o desconocedores de la verdad, la purificación de todo lo malo que les pudiera quedar en su corazón, o en su desconocimiento.
De este modo, no debemos preguntarnos cómo juzgará Dios a esos 800 millones de chinos oficialmente ateos y a los 500 millones de hindúes así como a los musulmanes y a todos los demás hombres que nunca oyeron hablar de El, sabiendo que los cristianos somos una minoría en el mundo, comparada con la mayor parte de la humanidad, que todavía no conoce a Dios.
Sin embargo, lo fundamental para los cristianos es que Cristo murió para quitar el pecado del mundo y que de esta manera se realiza la esperanza de todos los hombres, porque con su resurrección triunfante nos abría el camino al amor y a la esperanza en un mundo nuevo.
Nunca olvidaré la lección de aquel viejo profesor de Teología cuando nos decía que el infierno en su verdadero sentido, debíamos interpretarlo según la hermenéutica, como una narración simbólica, teniendo en cuenta su revelación a la luz de los principios de la razón.
Que el infierno podría estar presente en nosotros, en la pérdida de confianza entre los matrimonios; en la falta de amor y de solidaridad para con los demás; en nuestro propio ambiente con nuestras imperfecciones y nuestros errores.
En aquellos que durante su vida fueron indiferentes a las desgracias de sus hermanos marginados y hambrientos y que ahora la irradiación del Dios que es amor, los quema y atormenta, ya que fueron advertidos: “Lo que no hicieron con uno de mis hermanos, conmigo no lo hicieron (Mt. 25, 46)”.
Además de que podíamos infernalizar nuestra vida, desarrollando oscuridades, amarguras y profundidades de nuestra conciencia dolorida. Y lo más importante, en la pérdida de fe en ese Dios que a veces le vemos tan lejano que apenas podemos llegar a El.
Y buen ejemplo, terminaba su lección el viejo profesor, lo tenemos en Job (10, 21.22), rogándole a Dios que no le condene aún reconociéndose pecador, para que pudiera gozar de un poco de alegría, antes de irse para no volver más a la región de tinieblas y de sombras, tierra de oscuridad y desorden, donde la misma claridad se parece a la noche oscura.
En definitiva, mi querido Emilio, si he de ser sincero y doctores tiene la Iglesia, yo pienso que en el infierno solo están aquellos que por su relación con Dios, con los demás y con ellos mismos, están convirtiendo su vida en un infierno, ya que a medida que nosotros cambiemos el infierno, se nos irá alejando.
Al final y ante su silencio, no sabría decir si mis argumentos habían alejado de Emilio ese temor que tanto le preocupaba, aunque en cualquier caso, estoy totalmente convencido de que lo realmente importante es buscar la Vida Eterna y el cielo, que son la plenitud del amor, tal como nos lo dice Juan (3, 15) “quien no ama, permanece en la muerte”.