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TALK SHOWS
Se han puesto de moda. Sobre todo por las tardes. Ociosas tardes televisivas en las que todas las cadenas, plagiándose unas a otras -la imaginación hace ya mucho tiempo que huyó de los platós de televisión-, emiten los denominados (¡perdón por la expresión!) talk shows para entretenimiento de los televidentes. Sí, son esos programas en los que un presentador/a va dando paso a una serie de personas que nos contarán sus vivencias acerca de asuntos que van desde los más desacostumbrados hasta los más rocambolescos, pasando por todo aquello que un día fue tabú mencionar en público. Si antiguamente ciertos asuntos solamente se solventaban en el confesionario ante el cura, actualmente el confesionario es la cámara de televisión y el cura es la audiencia, ante la cual se desvela todo lo que uno quiera contar. Con la ventaja de que aquí no hace falta ni dolor por los pecados ni propósito de la enmienda, quedando absueltos de antemano sin necesidad de penitencia.
En nombre de la tolerancia y de la libertad de expresión se puede preconizar públicamente lo más inverosímil, ridículo y trasgresor. Es comprensible, pues hablar tarde tras tarde de cuestiones cotidianas no generaría cuotas de pantalla, con la consiguiente repercusión negativa de la publicidad, que es quien mantiene a las cadenas de televisión. Ahora nos reímos de nuestros mayores por aquellas charlas moralizantes que daba hace 40 años, cada tarde, Doña Helena Francis a toda España por la radio; ya veremos lo que pensarán de nosotros nuestros nietos cuando vean lo que ahora encandila a sus padres y abuelos. Ahora nos burlamos de la mojigatería y gazmoñería de antes, pero habrá que ver en un futuro cómo salen paradas algunas de las necedades y payasadas actuales.
La conclusión a la que se quiere llegar con este tipo de programas es que toda opinión, postura u orientación es igualmente válida. No hay una idea mejor que otra ni superior a otra. Da lo mismo si eres heterosexual, homosexual, asexual, transexual o bisexual; es tu opción en la vida, tu actitud personal, tan respetable como cualquier otra. Es decir, estos programas de televisión forman (deforman habría que decir) la conciencia y los valores de las personas de la misma manera que lo hacían los de Doña Helena Francis. Son instrumentos del espíritu de la época, del pensamiento dominante, que antiguamente era un nacional-catolicismo que conducía a la hipocresía social y actualmente es un internacional-secularismo que engendra la confusión total. Hace 40 años, el libre albedrío de los españoles para pensar por sí mismos estaba clericalizado; actualmente está teledirigido.
Pero la cuestión de fondo que plantean estos tipos de programas, en los que se habla de lo divino y lo humano, y en los que todo, al mismo tiempo, es verdad pero nada es verdad, es sobre el uso de nuestro libre albedrío. ¿Es verdad que da lo mismo lo que creas o lo que hagas, con tal de que no hagas daño a terceros? ¿Es cierto que no hay verdades, ni normas, ni parámetros absolutos mediante los cuales vivir? ¿Es lo mismo si te casas con alguien de tu mismo sexo que con alguien del otro sexo? ¿Da igual ir al matrimonio habiéndote reservado sexualmente para tu futuro cónyuge que llegar habiendo hecho uso del sexo previamente? Estas y mil preguntas más son las que se dilucidan en esos programas, en los que todo queda, al final, sujeto al libre albedrío del individuo. De manera que es el corazón el árbitro final, el juez que dictamina sobre lo bueno y lo malo. Y como cada corazón siente y piensa de manera diferente, llegamos a la conclusión de que no hay conclusión final. En otras palabras, no hay asideros firmes, estando sentenciados a vivir a merced de las olas cambiantes: gustos, modas, pareceres, etc.
Con la venia, quisiera echar mano de la Biblia para ver si tiene algo que decirnos al respecto; al respecto, digo, del libre albedrío.
‘Y el Señor Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal.’ (Génesis 2:9)
El árbol de la ciencia del bien y del mal representa al libre albedrío, que es una facultad otorgada por Dios al ser humano; ahora bien, al proceder de Dios, el libre albedrío es un don bueno en sí mismo.
‘Y mandó el Señor Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.’ (Gén. 2:16-17).
El libre albedrío humano no es absoluto, tiene límites; no es la criatura quien decide dónde está la frontera entre lo bueno y lo malo, sino que esa soberanía reside en el Creador. Esto es razonable, por causa de la diferencia de naturaleza entre ambos. Esto es bueno, porque el fabricante conoce lo beneficioso y perjudicial para su obra. Por lo tanto el libre albedrío, por su propio bienestar, ha de quedar sujeto a la voluntad de Dios; en caso contrario, se establece una condena. Hay una paradoja en eso: En tanto en cuanto el libre albedrío se somete al Creador, es libre; en tanto en cuanto se libera del Creador, se esclaviza. Es decir, que la sumisión es libertad y la independencia es esclavitud; justo lo contrario de lo que nos enseña la lógica.
‘Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal.’ (Génesis 3:5)
Aquí hay un engaño sobre el uso del libre albedrío: Si te liberas del Creador y de sus normas alcanzarás la libertad absoluta.
‘Y dijo el Señor Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre.’ (Génesis 3:22)
Como resultado acontece no lo que la serpiente aseguró, sino lo que Dios avisó: La independencia trae la ruina del libre albedrío, que de libre se convierte en esclavo. De libre no retiene más que el nombre.
Parece ser que lo que ocurrió en Edén, punto por punto, vuelve una y otra vez a acontecer. Sólo hace falta, para comprobarlo, quedarse una tarde sentado ante el televisor. Verdaderamente no hay nada nuevo debajo del sol. Ni siquiera los talk shows.
Wenceslao Calvo es conferenciante y pastor en Madrid
© Wenceslao Calvo
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