Hay un momento en la vida cristiana en el que debemos detenernos, mirar el rumbo que llevamos y preguntarnos con sinceridad: ¿Estoy caminando hacia la voluntad de Dios o solo hacia mis propios logros espirituales? Hoy quiero compartir contigo una verdad que me estremeció el corazón y me alineó nuevamente con el propósito eterno: la meta del misionero no es hacer, sino obedecer.
UNA ANÉCDOTA QUE ME DESPERTÓ
Hace algunos años, conocí a un misionero en las montañas de Matagalpa, Nicaragua. No tenía redes sociales, no hablaba de números, ni se hacía selfies con los niños del lugar. Pero cuando oraba, había una paz que te envolvía como una brisa suave. Le pregunté:
"¿No te frustra que nadie sepa lo que haces?"
Él sonrió y me dijo: "Yo también subo a Jerusalén. No vine a hacerme conocido, vine a obedecer."
Esa frase se clavó en mi alma. Entendí que la meta no es el reconocimiento, sino la voluntad del Padre. Como Jesús, debemos caminar hacia Jerusalén, aunque sepamos que allí nos espera cruz y gloria.
REFLEXIÓN CENTRAL
Jesús tenía una meta clara: hacer la voluntad del Padre, cueste lo que cueste. En su viaje a Jerusalén no fue detenido por aplausos ni por amenazas. Lo movía una pasión superior: obedecer hasta el fin. El llamado del creyente es el mismo: vivir para Él, no para los resultados.
"Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia."
(Proverbios 3:5, RVR1960)
La obediencia produce fruto, pero el fruto no es la meta. La consagración a Dios sí lo es. En ese caminar, el sufrimiento, la gratitud o la indiferencia de otros no deben hacernos retroceder.
APLICACIÓN PRÁCTICA PARA TU VIDA
Reconoce el valor del momento presente: hoy puede ser tu "Jerusalén".
Pregúntate qué debes soltar y qué debes abrazar si quieres vivir con propósito eterno.
Simplifica tu vida: si no te lleva a Cristo, te aleja de Él.
Vive con una conciencia diaria de Dios, aun en lo más cotidiano.
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y COMPARTIR
UN LLAMADO AL CORAZÓN
La vida cristiana no es una carrera por logros, sino una entrega constante a la voluntad del Padre. ¡Subamos juntos a Jerusalén, no por obligación, sino por amor!
Recuerda: no se trata de cuánto haces para Dios, sino de cuánto de ti le pertenece.
“El propósito no se improvisa, se reconoce. Y cuando lo abrazas, todo lo demás cobra sentido.”
¿Y tú, estás listo/a para subir a Jerusalén? Compártelo. Tu historia puede inspirar a otros.

Hace algunos años, conocí a un misionero en las montañas de Matagalpa, Nicaragua. No tenía redes sociales, no hablaba de números, ni se hacía selfies con los niños del lugar. Pero cuando oraba, había una paz que te envolvía como una brisa suave. Le pregunté:
"¿No te frustra que nadie sepa lo que haces?"
Él sonrió y me dijo: "Yo también subo a Jerusalén. No vine a hacerme conocido, vine a obedecer."
Esa frase se clavó en mi alma. Entendí que la meta no es el reconocimiento, sino la voluntad del Padre. Como Jesús, debemos caminar hacia Jerusalén, aunque sepamos que allí nos espera cruz y gloria.

Jesús tenía una meta clara: hacer la voluntad del Padre, cueste lo que cueste. En su viaje a Jerusalén no fue detenido por aplausos ni por amenazas. Lo movía una pasión superior: obedecer hasta el fin. El llamado del creyente es el mismo: vivir para Él, no para los resultados.

(Proverbios 3:5, RVR1960)
La obediencia produce fruto, pero el fruto no es la meta. La consagración a Dios sí lo es. En ese caminar, el sufrimiento, la gratitud o la indiferencia de otros no deben hacernos retroceder.






- ¿Qué "Jerusalén" te está llamando Jesús a enfrentar, pero tú estás evitando?
- ¿Hay áreas de tu vida donde aún estás confiando en tu propia prudencia más que en la dirección del Espíritu Santo?

La vida cristiana no es una carrera por logros, sino una entrega constante a la voluntad del Padre. ¡Subamos juntos a Jerusalén, no por obligación, sino por amor!
Recuerda: no se trata de cuánto haces para Dios, sino de cuánto de ti le pertenece.

