Sobre la Isla de los Leprosos

30 Marzo 2004
179
0
Sobre la Isla<?xml:namespace prefix = o ns = "urn:schemas-microsoft-com:eek:ffice:eek:ffice" /><o:p></o:p>
de los Leprosos<o:p></o:p>
<o:p> </o:p>

<o:p> </o:p>
Obispo Alejandro (Mileant).<o:p></o:p>
Traducido por Bernardo Aramburu/ Natalia Ostroumoff<o:p></o:p>
<o:p> </o:p>

“Bienaventurados [sean] los puros de corazón: porque ellos verán a Dios” (Mat. 5:8).<o:p></o:p>
<o:p> </o:p>

Nuestra escuela parroquial acepta a niños que no son Ortodoxos, siempre y cuando estén dispuestos a aprender las oraciones y el catequismo junto con el resto de los niños Ortodoxos. Hace algunos años la madre de una alumna me llamo por teléfono y manifestó enojada que retiraría a su niña de la escuela porque nosotros estabamos distorsionando la fe Cristiana. Para sustentar su contienda, citó el hecho de que nosotros les estabamos pidiendo a los niños que aprendieran una oración que reza, “y límpianos de toda impureza” (la oración “Rey Celestial”). “Somos Cristianos,” dijo la mujer, “y por ende somos santos y puros. No hay razón de inculcarles a los niños sentimientos tristes, que hablan de pecado y penitencia.” Esa señora pertenecía a una de las tantas sectas carismáticas.<o:p></o:p>

Lamentablemente, una concepción tan ingenua de la propia falta de pecado y santidad, junto con la incomprensión de la esencia del Cristianismo, han caracterizado a las denominaciones Protestantes desde la época de Martín Lutero (principios del siglo XVI). Un prominente teólogo Protestante sintetizó el punto de vista teórico sobre el Cristianismo de este modo: “La justificación de un pecador es un acto de Dios que abarca todo. Cuando a un creyente lo justifican, todos sus pecados — pasados, presentes y futuros — le son perdonados. En el momento en el que Dios lo declara justificado, se remiten todos sus pecados” (William G. T. Shed, Dogmatic Theology, Grand Rapids: Zondervan 1888; con énfasis por el autor de este artículo).<o:p></o:p>

Aparentemente la fe en Jesucristo automáticamente le garantiza al hombre, si no es la falta de pecado, por lo menos la ausencia de culpa por sus pecados. Semejante opinión no sólo es radicalmente errónea, sino que también muy nociva, porque priva al hombre de los poderosos medios de regeneración que nuestro señor Jesucristo dio a los creyentes para su purificación espiritual y santificación.<o:p></o:p>

Antes que nada, el mal espiritual es substancialmente diferente del mal físico. En esencia los males espirituales son inseparables de nuestro “yo,” de la libre voluntad, del subconsciente, las experiencias, los hábitos y las preferencias. Cuando el Señor Jesucristo sanó a la gente que estaba padeciendo diversos males físicos, lo hizo instantáneamente, de tal modo que fueron liberados de sus flaquezas de una vez por todas y no necesitaron posteriormente de terapia alguna. Desafortunadamente, la curación espiritual, que es la regeneración de un alma dañada por el pecado, es un proceso más lento y complejo, en el cual el hombre debe desempeñar por sí mismo la parte más activa. Esto es porque el pecado se ha enraizado profundamente en nuestra naturaleza, y se ha entrelazado en ella casi por completo.<o:p></o:p>

Si deseamos buscar ejemplos de santidad Cristiana, debemos naturalmente volvernos hacia la Iglesia de los primeros Cristianos. De cualquier modo, al leer los libros del Nuevo Testamento, nos llama la atención el hecho de que, aunque los ejemplos de vida según las bienaventuranzas eran abundantes, también había no pocos casos de santidad, en los más altos niveles y, por otro lado, entre los Cristianos comunes había casos de ejemplos negativos.<o:p></o:p>

De hecho, a pocas semanas del descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la formación de la primera comunidad Cristiana en Jerusalén, vemos la aparición del favoritismo y la injusticia entre los creyentes en materia de la distribución de subsidios (Actos 6:1). El Apóstol San Pablo reprocha a los Cristianos de Corinto por la envidia, soberbia, vanidad, orgullo, querellas y litigios (1 Cor. 3:1-4; 1 Cor. 4:8; 1 Cor. 6:1-9). También los critica por haber aceptado entre ellos, con tolerancia y hasta indulgencia a un adúltero quien le había quitado la esposa a su padre (1 Cor. 5:1-7). Más adelante, los llama a evitar pecados de impureza (1 Cor. 6:15-19), y les advierte contra la soberbia por tener el don de manejar varias lenguas (1 Cor. 12-14). Reprende a los Cristianos en Galatea de “morderse y devorarse” unos a otros (Gal. 5:15). Los Apóstoles tuvieron que prevenir a los antiguos Cristianos contra la embriaguez y el exceso en los ágapes que se celebraban después de la Santa Misa. (2 Pet. 2:13; 1 Cor. 11:17-32). San Pablo reprende a los Cristianos por comer comida ofrecida a los ídolos y escandalizar a otros Cristianos (1 Cor. 8). También menciona la traición de los falsos hermanos. En las cartas a las Iglesias de Asia Menor que se encuentran al principio del libro del Apocalipsis, hay una crítica de la tibieza, la arrogancia y la soberbia. En otras palabras, junto con los Cristianos de altos estándares espirituales se encontraban los que estaban tan degradados moralmente como un vulgar pagano, porque se volvieron negligentes después del bautismo y los vencieron sus antiguas pasiones.<o:p></o:p>

Nuestra condición humana puede compararse con la vida en una isla de leprosos, en donde los habitantes se encuentran en diferentes estados de recuperación. El sacramento del Bautismo limpia la lepra del pecado e infunde gran poder espiritual al hombre. Sin embargo, las cicatrices del pecado no desaparecen de inmediato. Queda una cierta predisposición al pecado. Los factores que representan una amenaza, que le brindan al hombre la oportunidad de caer en el pecado son: tentaciones externas, vivir en un ambiente desfavorable, sus propios hábitos pecaminosos y debilidades, inmadurez espiritual, tendencia hacia la “carne,” falta de constancia y debilidad. Si uno no lucha contra los pecados y debilidades pequeñas y los limpia por medio del arrepentimiento, con el tiempo pueden formar una carga moral sumamente pesada sobre la consciencia de un Cristiano; que lo puede llevar a un “naufragio” espiritual (1 Tim. 1:19).<o:p></o:p>

Es un hecho triste de la vida que los pecados pequeños son tan inevitables como el polvo en el aire. Así como es necesario bañarse todos los días, y asear nuestro cuarto, es igualmente necesario arrepentirse constantemente por nuestros diarios deslices. ¿Quién se consideraría a sí mismo más santo o más perfecto que los Apóstoles de Cristo? Ni siquiera ellos se consideraban exentos de pecado. “En muchas cosas ofendemos a todos,” escribió el Apóstol Santiago (Stgo. 3:2). “Si dijéramos que no hemos pecado, entonces lo sería como decir que Él miente, y su palabra no estaría en nosotros... Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo al perdonarnos nuestros pecados, y al limpiarnos de toda iniquidad,” escribió el Apóstol San Juan (1 Juan 1:10, 8-9). San Pablo el Apóstol está dolorosamente consciente de su propia indignidad: “Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores; de quienes soy el mayor” (1 Tim. 1:15). Nótese que él no dice “fui,” sino “soy,” evidentemente porque continuaba arrepintiéndose de haber perseguido alguna vez a los creyentes. La Tradición nos dice que los ojos del Apóstol Pedro siempre estaban algo enrojecidos, porque al escuchar a los gallos cantar en la noche, se despertaba, recordaba su negación de Cristo y comenzaba a llorar.<o:p></o:p>

San Juan el Apóstol enseña a los Cristianos a cuidar su estado espiritual con estas palabras: “Hijitos míos, estas cosas les escribo, para que no pequéis. Y si cualquier hombre pecase, tenemos un defensor ante el Padre, Jesucristo el Justo: y Él es la víctima por nuestros pecados: y no solamente por los nuestros, sino también por los pecados del mundo entero....Pero si andamos en la luz...la sangre de Jesucristo, Su Hijo, nos limpia de todo pecado....Y cada hombre que tenga esta esperanza en él mismo, se purifica a sí mismo, de la misma manera como Él es puro” (1 Juan 2:1-2; 1:7; 3:3). De modo similar, San Pablo escribe: “Por lo tanto, con estas promesas, mis hijos tiernamente amados, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1; Heb. 9:13-14). Claramente, en estos pasajes los Apóstoles no están llamando al arrepentimiento a los paganos sino a los Cristianos, y las palabras que ellos usan, “limpiar” y “limpiemos,” sugieren que la pureza moral tiene sus grados, así como lo tiene el pecado. Por la misma razón hay otra escritura que dice: “Que el pecador siga pecando, y el manchado siga ensuciándose, que el bueno siga practicando el bien, y el santo creciendo en santidad” (Apoc. 22:11).<o:p></o:p>

De este modo, la pureza moral es un objetivo y un ideal, no una condición ya obtenida. Las parábolas del Evangelio sobre la red lanzada al mar, y la del trigo y las cizañas, nos dicen que la Iglesia no está hecha sólo de santos, sino que incluye gente de varios niveles espirituales, hasta pecadores. Esto es lo que el Apóstol San Pablo tiene que decir acerca de la Iglesia: “En una casa rica no hay únicamente vasijas de oro y plata, sino también de madera y de barro. Unas son tratadas con mucho cuidado y las otras no” (2 Tim. 2:20). Se dice con referencia al futuro reino de los cielos “nada manchado entrará en ella, ni los que cometen maldad y mentira, sino solamente los que están inscriptos en el libro de la vida del Cordero” (Apoc. 21:27).<o:p></o:p>

El origen de nuestros problemas espirituales es el haber nacido con una naturaleza humana dañada por el pecado. ¿Qué podría ser más puro y más inocente que un niño? Aún en las condiciones de vida familiar más favorables los niños son algunas veces obstinados, crueles y pícaros; son capaces de engañar, decir una mentira, golpear a otro niño o de romper el juguete de otro niño por despecho. Con frecuencia los padres toman estas conductas como travesuras infantiles. De cualquier modo, deben comprender que es necesario enseñarles a sus hijos a combatir esas malas tendencias pues sino éstas pueden con el tiempo convertirse en pasiones desordenadas e ingobernables. Es por esto que la Iglesia ha establecido que los niños deben confesarse a partir de los siete años de edad.<o:p></o:p>

Los miembros de las iglesias protestantes al verse a sí mismos como santos sin pecado, simplemente porque creen en Jesucristo, se causan un gran daño espiritual, privándose de los medios de gracia que el Señor nos dio para nuestra regeneración espiritual. Entre estos medios de gracia están<o:p></o:p>

<o:p> </o:p>

· el frecuente y cuidadoso examen de nuestra propia conciencia,<o:p></o:p>

· el constante arrepentimiento,<o:p></o:p>

· la confesión de los pecados ante un padre espiritual, y<o:p></o:p>

· la Santa Comunión en la cual recibimos el Cuerpo y Sangre de Cristo.<o:p></o:p>

<o:p> </o:p>

Supongamos que crees sinceramente en Cristo y que tratas de vivir una vida Cristiana. No has matado a nadie; no has cometido adulterio; no has robado nada; no te embriagas; llevas una vida de trabajo duro y templanza. ¿Significa esto que eres completamente irreprochable? ¿Qué hay de los pensamientos y sentimientos impuros, que surgen en nosotros involuntariamente? ¿Qué hay de las palabras inútiles, la presunción, los sentimientos de envidia o enojo en el corazón? ¿Qué hay de una indiferencia hacia la verdad y la aceptación de enseñanzas falsas — pecados de los que todos los protestantes son culpables? ¿Qué hay del amor propio, la vanagloria, el sentimiento de superioridad, la soberbia, la sospecha, el regocijarse por la desgracia de otros, la cobardía, el desaliento, el vituperio o la reprobación de los demás, la debilidad espiritual, la pereza, el desperdicio del tiempo, la hipocresía o la lujuria visual? ¿Qué hay del apego a los bienes y comodidades mundanas, el soñar con hacerse rico, o la insensibilidad y la indiferencia hacia el sufrimiento de otros? ¿Hay alguien quien pueda analizar cuidadosamente si vida, o siquiera un día de ella, y declarar que es completamente recto, y hasta santo? Si no, entonces él es impuro (Mat. 15:18-20), y debe arrepentirse y pedirle a Dios ayuda para enmendar su vida.<o:p></o:p>

Es paradójico que aquellos que eran en verdad rectos — hombres como San Serafín de Sarov, el Staretz Ambrosio de Optina, San Juan de Kronstadt, el Arzobispo Juan de Shanghai y otros similares — siempre se arrepintieron de todo corazón por sus pecados y faltas, mientras que algunos de nuestros falsos Cristianos contemporáneos, quienes evitan todo tipo de lucha espiritual, andan por ahí con sus frentes en alto y miran con desdeño al resto de los pecadores. A este tipo de “santos” engreídos fue a quienes dijo el Señor: “Conozco tus obras, no eres ni frío ni caliente....Tú piensas: soy rico, tengo de todo, nada me falta. Y no te das cuenta que eres un infeliz, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro refinado para que te hagas rico, ropas blancas para que te cubras y no tengas que avergonzarte de tu desnudez” (Apoc. 3:15-18).<o:p></o:p>

Lo peor de las sectas es que han disminuido los estándares morales drásticamente. Es comprensible que la gente tenga diferentes ideas acerca de la limpieza. Una persona sucia y desordenada es feliz mientras no haya comida en estado de putrefacción en su habitación y las sábanas no se le peguen al cuerpo, mientras que una persona pulcra y prolija sufre hasta por la más mínima alteración del orden y la prolijidad.<o:p></o:p>

Dios no quiere que vivamos con los mismos estándares que tiene una persona desaliñada y descuidada. Él desea que cada uno de nosotros luche sin descanso para obtener la perfección espiritual. “Por lo tanto sed santos, puesto que Yo soy Santo” (Lev. 11:45). Noten que la beatitud referente al puro de corazón (Mat. 5:8) viene en séptimo lugar entre las otras beatitudes. Está precedida por los enunciados sobre la humildad (el pobre en espíritu), el arrepentimiento (aquellos que se lamentan), la mansedumbre, una ardiente lucha hacia la rectitud (quienes en verdad tienen hambre y sed de rectitud) y la misericordia. En otras palabras, la pureza de corazón se obtiene mediante un intenso esfuerzo, y por ello, “Benditos sean los puros de corazón: porque verán a Dios.”<o:p></o:p>

Una consecuencia triste de nuestro dañado y pecaminoso estado es el conflicto radical que existe entre las nobles aspiraciones de nuestro espíritu y los desordenados deseos de nuestra carne. El problema de esta dicotomía interna es tan importante que las Sagradas Escrituras le prestan la mayor atención. Ellas nos llaman a hacer muchos esfuerzos para vivir una vida espiritual. Debemos citar aquí sólo algunos de los pasajes más importantes. “Caminen según el espíritu, y así no realizarán los deseos de la carne. Pues los deseos de la carne se oponen al espíritu y los deseos del espíritu se oponen a la carne. Los dos se contraponen, de suerte que ustedes no pueden obrar como quisieran” (Gál. 5:16-17). Los que viven según la carne van a lo que es de la carne, y los que viven según el Espíritu van a las cosas del espíritu. Pero no hay sino muerte en lo que ansía la carne, mientras que el espíritu anhela vida y paz. ...Entonces, hermanos, no vivamos según la carne, pues no le debemos nada. Si viven según la carne, necesariamente morirán; más bien den muerte a las obras del cuerpo mediante el espíritu, y vivirán” (Rom. 8:5-13). “Que ningún hombre diga al ser tentado, estoy tentado por Dios: porque Dios no puede ser tentado con el mal, ni Él tienta hombre alguno: sino que cada hombre es tentado, cuando se aleja por su propia lujuria, y es provocado. Entonces cuando la lujuria se ha engendrado, saca al pecado; y el pecado, cuando está terminado, trae la muerte” (Stgo. 1:2-4, 12-15). “Dado que Cristo padeció en su carne, háganse fuertes con esta certeza: el que ha padecido en su carne ha roto con el pecado. Por ello, entreguen lo que les queda de esta vida, no ya a las pasiones humanas, sino a la voluntad de Dios” (1 Ped. 4:1-2).<o:p></o:p>

A veces este combate contra las tentaciones puede volverse muy intenso, requiriendo de nosotros un gran esfuerzo espiritual; como San Pablo les escribió a algunos Cristianos que estaban abatidos en espíritu: “Ustedes se enfrentan con el mal, pero todavía no han tenido que resistir hasta la sangre, luchando contra el pecado” (Heb. 12:4).<o:p></o:p>

A manera de resumen de los Apóstoles que hemos citado aquí, San Juan de Kronstadt dice:<o:p></o:p>

“Tengan firmemente en mente que son personas que tienen dos partes. Una parte material, carnal, vieja y enferma de pasiones. Esta parte hay que mortificarla, no ceder a sus constantes exigencias pecaminosas. La otra parte de este hombre es espiritual, nuevo, que busca a Cristo, vive en Cristo y encuentra en Él su vida y reposo.”<o:p></o:p>

Para escapar de la esclavitud a los deseos desordenados de la carne amante del pecado, un Cristiano debe siempre combatir las tentaciones y no permitir que los pecados se apilen sobre su conciencia. Nos enseña San Serafín de Sarov:<o:p></o:p>

<o:p> </o:p>

“El que quisiere salvarse debe siempre tener un corazón que sea contrito e inclinado al arrepentimiento. 'Un sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado Dios no habrá de despreciar un corazón quebrado y humillado” (Ps. 50:17). Con un espíritu tan contrito el hombre podrá prontamente y sin daño alguno salvar todas las arteras trampas del diablo, quien dirige todos sus esfuerzos a perturbar el espíritu del hombre y sembrar sus cizañas en medio de la perturbación creada... A lo largo de nuestra vida ofendemos a la majestad de Dios por nuestras caídas en el pecado; y por esto siempre debemos pedirle al Señor con humildad el perdón de nuestros pecados.”<o:p></o:p>

<o:p> </o:p>

Es tonto y destructivo el engañarnos a nosotros mismos pensando que no somos peores que otras personas, y que Dios nos ama y por eso todo saldrá bien. No; el pecado es una enfermedad moral seria. El Señor lava nuestra lepra espiritual mediante el Sacramento del Bautismo y nos infunde una fresca energía espiritual. No obstante, las cicatrices de nuestra enfermedad anterior permanecen con nosotros, como también el peligro de un relapso de vivir entre el resto de los “leprosos.”<o:p></o:p>

La Iglesia nos ofrece armas poderosas para la prevención del pecado y para combatirlo. El ayuno, el ascetismo, la penitencia, la confesión — todas estas cosas pueden sonar tristes, especialmente a una persona heterodoxa que busca en la Cristiandad sólo lo que es dichoso y fácil. Se debe entender que la perfección espiritual, la rectitud, la santidad, la cercanía a Dios, la contemplación de Dios, el reino del cielo y la bienaventuranza eterna son todos diversos aspectos de una cualidad que ocupa un lugar central entre las éstas. Hay que conseguir la pureza de corazón, que se obtiene combatiendo nuestras propias faltas. Aquí descubrimos una ley clara: Entre más puro sea el cristal, más luz transmite; entre más pulido esté el diamante, relucirá con más brillo.<o:p></o:p>

Por lo tanto, si deseamos obtener todas las bendiciones que nos fueron prometidas, examinemos cuidadosamente nuestro estado espiritual y arrepintámonos sinceramente hasta de nuestros pecados más ínfimos. ¡La senda es angosta, y algunas veces inclinada, pero no hay otro camino!<o:p></o:p>