Autor: Ángel, Siervo de Dios
Silencios
Sábado, 7 de abril de 2001
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Hay una idea que te ha llegado de distintos modos en distintas ocasiones: también el silencio tiene su capacidad de significado. Después de que Dios empezó a hablar, y con su palabras hizo todas las cosas (Gén 1,3.6.9.11.14.20.24.26), todo, incluido el silencio, tiene un espacio en el universo de la significación.
El silencio no es lo mismo que la nada, porque callar ante una pregunta no puede anular la pregunta y por eso es un modo de responder.
Sin embargo, el solo silencio es insuficiente como expresión de sentido. Observa que el silencio es ambiguo. Así por ejemplo, a veces Dios calla porque reprueba, y a veces porque aprueba. No puedes esperar una palabra explícita que aplauda cada obra buena, ni otra que fustigue cada obra mala.
Precisamente el silencio abre un espacio en el torrente de las palabras y en el de los hechos. Así como las aguas del Jordán ante el arca de la alianza, así los hechos y las palabras se contienen ante el silencio de Dios. En este sentido puedes decir que Dios "crea" un silencio (cf. Ap 8,1), porque dilata el tiempo, suspende las consecuencias próximas de los acontecimientos, obliga a que cada uno entre en sí mismo y palpe sus propias intenciones, temores, expectativas. Con su silencio Dios crea densidad en l ligereza que suela acompañar el transcurrir demasiado "razonable" y automático de las cosas y las personas.
Por eso el silencio es tortura para el Diablo. El silencio obliga a mirar, constriñe a escuchar, da a luz la verdad. Y todo eso es tortura para el príncipe de la mentira.
A pesar de todo lo dicho, estarás de acuerdo conmigo en que ni tú ni tus hermanos los hombres quisierais recibir nunca silencio como respuesta. "¿Por qué no fui digno de una palabra siquiera?", es la palabra que atenaza la mente humana cuando suplica y se estrella contra un muro de silencio. Mas hay que aclarar que no es asunto de dignidad. Plantearlo así es de hecho aceptar la calumnia con la que el Diablo intenta frenar la eficacia, para él pavorosa, del silencio. Nadie más digno que Cristo, y sin embargo, ya conoces su augusto silencio y sobre todo, el silencio de Dios Padre a la hora de la muerte de su Unigénito.
En otro sentido, el silencio tal vez no se mire como calificativo de indignidad pero sí como algo incomprensible, inabordable, impenetrable. Sucede así por ese hiato que hay entre la realización del sentido y su manifestación. «No hay nada oculto que no llegue a saberse», dijo el Hijo de Dios (Mt 10,26), que significa: al final no hay silencio. Y por eso, en ese angustioso y doloroso "mientras tanto" la creatura racional y temporal se ve humillada a repasar la lección, su lección: por racional amo la explicación; por temporal debo esperarla. La calidad del amor se vuelve calidad de esperanza, y la calidad de esperanza, calidad de silencio y de padecimiento.
Aunque muchas cosas queden respondidas en la vida humana, hay un silencio que acompaña a esta vida. El gran "¿para qué?", no de una parte sino de la vida entera, es una pregunta que no recibirá sino silencio, cada hora de cada día, hasta la hora de la muerte. Su respuesta completa no cabe en ninguna porción aislada de ese conjunto que e llama "vida". Sin embargo, este largo silencio, que es como una larga noche, no por oscuro está desprovisto de luceros grandes y bellos. La sonrisa del bien recibido y del bien dado, el abrazo que protege y el abrazo que levanta, la eficacia poderosa de las palabras "¡gracias!" y "¡perdóname!", y mil cosas más son otras tantas estrellas que no te dejan hundirte sin más en las tinieblas.
Pero ahí está esa noche, que a veces se hace más densa y altiva, con cada tentación, con cada fracaso, con cada cansancio, con cada enfermedad, con cada abandono, y, desde luego, con la vejez y con la muerte. Morir es descender al silencio. Todo hombre finalmente se calla, porque sólo con la mortaja del silencio puede franquearse el umbral de la muerte. Por eso hay que aprender a callar con la misma intensidad, y en cierto modo por las mismas razones, por las que hay que aprender a morir. No encontrarás jamás parlanchines que sean verdaderos sabios; no encontrarás jamás sabios que no aprecien el espesor venerable del silencio.
Ten paz, y otorga la paz.
Silencios
Sábado, 7 de abril de 2001
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Hay una idea que te ha llegado de distintos modos en distintas ocasiones: también el silencio tiene su capacidad de significado. Después de que Dios empezó a hablar, y con su palabras hizo todas las cosas (Gén 1,3.6.9.11.14.20.24.26), todo, incluido el silencio, tiene un espacio en el universo de la significación.
El silencio no es lo mismo que la nada, porque callar ante una pregunta no puede anular la pregunta y por eso es un modo de responder.
Sin embargo, el solo silencio es insuficiente como expresión de sentido. Observa que el silencio es ambiguo. Así por ejemplo, a veces Dios calla porque reprueba, y a veces porque aprueba. No puedes esperar una palabra explícita que aplauda cada obra buena, ni otra que fustigue cada obra mala.
Precisamente el silencio abre un espacio en el torrente de las palabras y en el de los hechos. Así como las aguas del Jordán ante el arca de la alianza, así los hechos y las palabras se contienen ante el silencio de Dios. En este sentido puedes decir que Dios "crea" un silencio (cf. Ap 8,1), porque dilata el tiempo, suspende las consecuencias próximas de los acontecimientos, obliga a que cada uno entre en sí mismo y palpe sus propias intenciones, temores, expectativas. Con su silencio Dios crea densidad en l ligereza que suela acompañar el transcurrir demasiado "razonable" y automático de las cosas y las personas.
Por eso el silencio es tortura para el Diablo. El silencio obliga a mirar, constriñe a escuchar, da a luz la verdad. Y todo eso es tortura para el príncipe de la mentira.
A pesar de todo lo dicho, estarás de acuerdo conmigo en que ni tú ni tus hermanos los hombres quisierais recibir nunca silencio como respuesta. "¿Por qué no fui digno de una palabra siquiera?", es la palabra que atenaza la mente humana cuando suplica y se estrella contra un muro de silencio. Mas hay que aclarar que no es asunto de dignidad. Plantearlo así es de hecho aceptar la calumnia con la que el Diablo intenta frenar la eficacia, para él pavorosa, del silencio. Nadie más digno que Cristo, y sin embargo, ya conoces su augusto silencio y sobre todo, el silencio de Dios Padre a la hora de la muerte de su Unigénito.
En otro sentido, el silencio tal vez no se mire como calificativo de indignidad pero sí como algo incomprensible, inabordable, impenetrable. Sucede así por ese hiato que hay entre la realización del sentido y su manifestación. «No hay nada oculto que no llegue a saberse», dijo el Hijo de Dios (Mt 10,26), que significa: al final no hay silencio. Y por eso, en ese angustioso y doloroso "mientras tanto" la creatura racional y temporal se ve humillada a repasar la lección, su lección: por racional amo la explicación; por temporal debo esperarla. La calidad del amor se vuelve calidad de esperanza, y la calidad de esperanza, calidad de silencio y de padecimiento.
Aunque muchas cosas queden respondidas en la vida humana, hay un silencio que acompaña a esta vida. El gran "¿para qué?", no de una parte sino de la vida entera, es una pregunta que no recibirá sino silencio, cada hora de cada día, hasta la hora de la muerte. Su respuesta completa no cabe en ninguna porción aislada de ese conjunto que e llama "vida". Sin embargo, este largo silencio, que es como una larga noche, no por oscuro está desprovisto de luceros grandes y bellos. La sonrisa del bien recibido y del bien dado, el abrazo que protege y el abrazo que levanta, la eficacia poderosa de las palabras "¡gracias!" y "¡perdóname!", y mil cosas más son otras tantas estrellas que no te dejan hundirte sin más en las tinieblas.
Pero ahí está esa noche, que a veces se hace más densa y altiva, con cada tentación, con cada fracaso, con cada cansancio, con cada enfermedad, con cada abandono, y, desde luego, con la vejez y con la muerte. Morir es descender al silencio. Todo hombre finalmente se calla, porque sólo con la mortaja del silencio puede franquearse el umbral de la muerte. Por eso hay que aprender a callar con la misma intensidad, y en cierto modo por las mismas razones, por las que hay que aprender a morir. No encontrarás jamás parlanchines que sean verdaderos sabios; no encontrarás jamás sabios que no aprecien el espesor venerable del silencio.
Ten paz, y otorga la paz.