Seria solamente desprenderme de ellos?
O quitarles el merito que no merecen?
Pero, como hacerlo?
Quiero lograr el sentir que esos objetos no me pertenecen, si no que son un regalo de Dios, y los tengo por su gracia y no porque realmente los merezca...
A algunos de ellos los adquiri por el solo hecho de creer que me iban a hacer feliz, en tiempos de poca fe... y me he vuelto mas egocentrico y aspero...
No quiero que estos objetos me interfieran (que creo que es lo que hacen), en mi relacion con Dios.
Como se los puedo entregar a Dios o cual creen que sea la solucion mas acertada?
Gracias. Los leo...
Por otra parte... si estos objetos me alejan de alguna forma de Dios... creen que realmente sean regalo de Dios?
¿Como saber que cosas son regalos de Dios y que cosas no lo son?
En primer lugar, adoramos en el altar del materialismo, que alimenta nuestra necesidad de construir nuestros egos mediante la adquisición de más “cosas”. Nuestras casas están llenas de todo tipo de posesiones. Construimos casas cada vez más grandes con más armarios y espacio de almacenamiento para guardar todas las cosas que compramos, muchas de las cuales ni siquiera hemos pagado todavía. La mayoría de nuestras cosas tienen “obsolescencia programada” incorporada, lo que las hace inútiles en poco tiempo, por lo que las relegamos al garaje o a otro espacio de almacenamiento. Luego salimos corriendo a comprar el artículo, la prenda o el aparato más nuevo y todo el proceso comienza de nuevo. Este deseo insaciable de más cosas, mejores y más nuevas no es nada más que codicia. El décimo mandamiento nos dice que no caigamos víctimas de la codicia:
“No codiciarás la casa de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey ni su asno, ni nada que pertenezca a tu prójimo” (Éxodo 20:17). Dios no sólo quiere echarnos agua encima cuando hacemos compras desenfrenadas. Sabe que nunca seremos felices si nos dejamos llevar por nuestros deseos materialistas, porque Satanás nos engaña para que nos centremos en nosotros mismos y no en Dios.
En segundo lugar, adoramos en el altar de nuestro orgullo y ego, lo que suele manifestarse en la obsesión por nuestras carreras y empleos. Millones de hombres (y cada vez más mujeres) pasan entre 60 y 80 horas semanales trabajando. Incluso los fines de semana y durante las vacaciones, nuestras computadoras portátiles zumban y nuestra mente da vueltas pensando en cómo hacer que nuestros negocios sean más exitosos, cómo conseguir ese ascenso, cómo obtener el próximo aumento, cómo cerrar el próximo trato. Mientras tanto, nuestros hijos están hambrientos de atención y amor. Nos engañamos pensando que lo hacemos por ellos, para darles una vida mejor, pero la verdad es que lo hacemos por nosotros mismos, para aumentar nuestra autoestima y parecer más exitosos a los ojos del mundo. Eso es una locura. Todos nuestros trabajos y logros no nos servirán de nada después de morir, ni tampoco la admiración del mundo, porque estas cosas no tienen valor eterno. Como dijo el rey Salomón:
“Porque el hombre puede trabajar con sabiduría, conocimiento y habilidad, y luego dejar todo lo que posee a alguien que no ha trabajado en ello. Esto también es vanidad y gran desgracia. ¿Qué provecho obtiene el hombre de todo el trabajo y angustia con que se afana bajo el sol? Todos sus días su trabajo es dolor y molestia; ni siquiera de noche su mente reposa. Esto también es vanidad” (Eclesiastés 2:21-23).
En tercer lugar, idolatramos a la humanidad mediante el naturalismo y el poder de la ciencia. Nos aferramos a la ilusión de que somos señores de nuestro mundo y construimos nuestra autoestima hasta alcanzar proporciones divinas. Rechazamos la Palabra de Dios y Su descripción de cómo creó los cielos y la tierra, y aceptamos el sinsentido de la evolución y el naturalismo ateos. Abrazamos a la diosa del ambientalismo y nos engañamos a nosotros mismos pensando que podemos preservar la tierra indefinidamente cuando Dios ha declarado que esta era actual tendrá un fin:
“Pero el día del Señor vendrá como ladrón. Los cielos desaparecerán con gran estruendo, los elementos serán destruidos por el fuego, y la tierra y todo lo que hay en ella quedará al descubierto. Puesto que todo será destruido de esta manera, ¡qué clase de personas debéis ser vosotros! Debéis vivir en santidad y piedad, esperando y apresurándoos a venir el día de Dios. En ese día los cielos serán destruidos por el fuego, y los elementos se derretirán con el calor. Pero nosotros esperamos, según sus promesas, un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habite la justicia” (2 Pedro 3:10-13). Como dice este pasaje, nuestro enfoque no debe estar en adorar al medio ambiente, sino en vivir vidas santas mientras esperamos ansiosamente el regreso de nuestro Señor y Salvador. Solo Él merece adoración.
Por último, y quizás de manera más destructiva, adoramos en el altar del engrandecimiento personal o la satisfacción del yo, excluyendo a todos los demás y sus necesidades y deseos. Esto se manifiesta en la autocomplacencia a través del alcohol, las drogas, los pecados sexuales y la comida. Quienes viven en países ricos tienen acceso ilimitado al alcohol, las drogas (el uso de medicamentos recetados está en un nivel sin precedentes, incluso entre los niños) y la comida. Las tasas de obesidad en los Estados Unidos se han disparado, y la diabetes infantil provocada por comer en exceso es una epidemia. El autocontrol que tan desesperadamente necesitamos se ve rechazado en nuestro deseo insaciable de comer, beber y medicarnos cada vez más. Nos resistimos a cualquier esfuerzo por controlar nuestros apetitos, y estamos decididos a convertirnos en el dios de nuestras vidas. Esto tiene su origen en el Jardín del Edén, donde Satanás tentó a Eva a comer del árbol con las palabras “seréis como Dios” (Génesis 3:5). Éste ha sido el deseo del hombre desde entonces: ser dios y, como hemos visto, la adoración a sí mismo es la base de toda idolatría moderna.
Saludos