Una de las satisfacciones que me ofrecía mi trabajo en el laboratorio de industrias químicas, era sencillamente, que a veces las relaciones profesionales que mantenía con la clase médica en un principio, se convertían con el tiempo en relaciones amistosas.
Y así me ocurrió con Maribel. Una vallisoletana recién licenciada en medicina, que consiguió una plaza interina de medicina general en el Centro de Salud de un pueblo madrileño.
La visitaba por motivos profesionales todos los meses. Nos reuníamos a comer en un restaurante situado a la falda de un castillo y de este modo, día a día, generamos una buena amistad.
Cuando llegó mi jubilación, nos veíamos con menos frecuencia pero seguíamos manteniendo un contacto frecuente. Ahora, Maribel tiene treinta y ocho años de edad y lleva diez de matrimonio.
Hace unos días me llamó por teléfono para tomar un café y charlar. La encontré un tanto triste.
Me comentó que está pasando el momento más negro de su vida. Que existe en la relación con Rafael, su marido, ciertas desavenencias de un tiempo a esta parte, que le hacen pensar que su amor se está perdiendo y solo queda un afecto sensible hacia él, entre otros motivos, por ser el padre de sus dos hijos.
No llega a entender, como puede apagarse en tan solo diez años de convivencia, esos gestos de ternura envueltos en los pequeños detalles del día a día o ese fuego que encendía un bello amor con ardientes llamas de ilusión y que hoy parecen extinguirse, sencillamente, porque sufre la decepción de una entrega que no tiene respuesta.
Y le angustia, que ese desorden que se viene manifestando en su vida de pareja, no esté amenazado por la discordia, el espíritu de dominio, los celos y otros pequeños conflictos, que puedan conducirles, tristemente, a una posible ruptura, si no son superados por el amor y la comprensión.
Sin embargo también piensa en sus hijos, ciertamente el don más preciado del matrimonio y que debe contribuir a alimentar el amor entre los padres. Y siente, que el futuro de los pequeños, por imperativos ajenos a ellos, les hagan olvidar su obligación de educadores y responsables, para darles todo el cariño posible, que les haga vivir en un mundo feliz, que por supuesto necesitan y se merecen.
En este punto, cuando las lágrimas de Maribel ahogan el tono de su voz y el silencio irrumpe en nuestra conversación, confieso que me siento desarmado, impotente, sin saber que decir ante el dolor de mi amiga y temo que al pronunciar alguna palabra, no se vuelva ridícula o inútil, porque en realidad solo una madre sabe consolar, como decía Dios en el libro de Isaías “quiero consolaros como consuela una madre.
No obstante, hojeando la Biblia, intento llevar a su alma ensombrecida, las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo (19,6.8.10.11) cuando manifiesta, que en toda la vida de los casados, su Ley será la fidelidad, la comprensión, el cariño y el sacrificio por el otro. Sin este espíritu cristiano, esta Ley vendrá a ser como una esclavitud o una cadena difícil de soportar.
Pienso, le digo a Maribel, que amar, es la más difícil de las asignaturas que hemos de aprobar. Ni se aprende con texto alguno, ni se transmite de maestro a alumno, sino que se aprende a costa de experiencia. Exige además, un aprendizaje que dura la vida entera. Y si este arte de amar, es el más grande y más difícil que puede practicar una pareja ¿cómo es posible que reflexionemos sobre él tan poco, que no sepamos distinguir entre lo que es amor y lo que es el afecto sensible hacia el otro?
Está claro que la vida de casados, es hermosa, pero no fácil. Es apasionada pero no acaramelada. Es alegre pero a veces se convierte en una cuesta arriba que apenas podemos subir.
Por todo esto, es cierto, que existen en el matrimonio, momentos de angustia y desaliento, en los que pensamos que algo se ha muerto dentro de nosotros mismos. Si, éste es un gran riesgo. Pero me parece a mí, que precisamente es ahí, donde se muestra el verdadero amor y el coraje para seguir adelante.
Lo fácil y cómodo sería cerrar los ojos y huir y lo difícil y a la vez humano, es seguir, intentando recordar donde se ha podido extraviar el amor para ir a buscarlo.
Apurando la taza de café, Maribel con los versos del poeta, dejó en el aire dos preguntas que parecían clausurar nuestra conversación. ¿Porqué el amor nos hace tan dichosos y su privación desdichados? ¿Porqué la ausencia de la persona amada, nos hace sufrir más de lo que su presencia nos hacía gozar?
Como dijo el poeta, la verdad es que los hombres descubrimos lo que vale el amor, cuando nos falta.
José Guillermo García Olivas
Y así me ocurrió con Maribel. Una vallisoletana recién licenciada en medicina, que consiguió una plaza interina de medicina general en el Centro de Salud de un pueblo madrileño.
La visitaba por motivos profesionales todos los meses. Nos reuníamos a comer en un restaurante situado a la falda de un castillo y de este modo, día a día, generamos una buena amistad.
Cuando llegó mi jubilación, nos veíamos con menos frecuencia pero seguíamos manteniendo un contacto frecuente. Ahora, Maribel tiene treinta y ocho años de edad y lleva diez de matrimonio.
Hace unos días me llamó por teléfono para tomar un café y charlar. La encontré un tanto triste.
Me comentó que está pasando el momento más negro de su vida. Que existe en la relación con Rafael, su marido, ciertas desavenencias de un tiempo a esta parte, que le hacen pensar que su amor se está perdiendo y solo queda un afecto sensible hacia él, entre otros motivos, por ser el padre de sus dos hijos.
No llega a entender, como puede apagarse en tan solo diez años de convivencia, esos gestos de ternura envueltos en los pequeños detalles del día a día o ese fuego que encendía un bello amor con ardientes llamas de ilusión y que hoy parecen extinguirse, sencillamente, porque sufre la decepción de una entrega que no tiene respuesta.
Y le angustia, que ese desorden que se viene manifestando en su vida de pareja, no esté amenazado por la discordia, el espíritu de dominio, los celos y otros pequeños conflictos, que puedan conducirles, tristemente, a una posible ruptura, si no son superados por el amor y la comprensión.
Sin embargo también piensa en sus hijos, ciertamente el don más preciado del matrimonio y que debe contribuir a alimentar el amor entre los padres. Y siente, que el futuro de los pequeños, por imperativos ajenos a ellos, les hagan olvidar su obligación de educadores y responsables, para darles todo el cariño posible, que les haga vivir en un mundo feliz, que por supuesto necesitan y se merecen.
En este punto, cuando las lágrimas de Maribel ahogan el tono de su voz y el silencio irrumpe en nuestra conversación, confieso que me siento desarmado, impotente, sin saber que decir ante el dolor de mi amiga y temo que al pronunciar alguna palabra, no se vuelva ridícula o inútil, porque en realidad solo una madre sabe consolar, como decía Dios en el libro de Isaías “quiero consolaros como consuela una madre.
No obstante, hojeando la Biblia, intento llevar a su alma ensombrecida, las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo (19,6.8.10.11) cuando manifiesta, que en toda la vida de los casados, su Ley será la fidelidad, la comprensión, el cariño y el sacrificio por el otro. Sin este espíritu cristiano, esta Ley vendrá a ser como una esclavitud o una cadena difícil de soportar.
Pienso, le digo a Maribel, que amar, es la más difícil de las asignaturas que hemos de aprobar. Ni se aprende con texto alguno, ni se transmite de maestro a alumno, sino que se aprende a costa de experiencia. Exige además, un aprendizaje que dura la vida entera. Y si este arte de amar, es el más grande y más difícil que puede practicar una pareja ¿cómo es posible que reflexionemos sobre él tan poco, que no sepamos distinguir entre lo que es amor y lo que es el afecto sensible hacia el otro?
Está claro que la vida de casados, es hermosa, pero no fácil. Es apasionada pero no acaramelada. Es alegre pero a veces se convierte en una cuesta arriba que apenas podemos subir.
Por todo esto, es cierto, que existen en el matrimonio, momentos de angustia y desaliento, en los que pensamos que algo se ha muerto dentro de nosotros mismos. Si, éste es un gran riesgo. Pero me parece a mí, que precisamente es ahí, donde se muestra el verdadero amor y el coraje para seguir adelante.
Lo fácil y cómodo sería cerrar los ojos y huir y lo difícil y a la vez humano, es seguir, intentando recordar donde se ha podido extraviar el amor para ir a buscarlo.
Apurando la taza de café, Maribel con los versos del poeta, dejó en el aire dos preguntas que parecían clausurar nuestra conversación. ¿Porqué el amor nos hace tan dichosos y su privación desdichados? ¿Porqué la ausencia de la persona amada, nos hace sufrir más de lo que su presencia nos hacía gozar?
Como dijo el poeta, la verdad es que los hombres descubrimos lo que vale el amor, cuando nos falta.
José Guillermo García Olivas