Aquella mañana, lluviosa y fría del mes de Octubre, me dirigí a un Centro Penitenciario de Madrid para saludar a mi compañero y amigo el Doctor Robles Fernández con el que mantengo una magnífica relación desde aquellos años en los que yo desarrollaba mi labor profesional en unos importantes laboratorios farmacéuticos y que junto con un equipo de profesionales atienden la salud de los internos de ese centro.
El día bastante gélido invitaba a tomar un café y por este motivo mi amigo rogó a Juan Miguel que se acercara a la cafetería entregándole al improvisado camarero, una cantidad suficiente.
A nuestra tertulia, se nos unió Quique, asistente social encargado de ayudar en todo lo que estuviera en sus manos a sus amigos, como solía llamar a los internos del centro.
Minutos más tarde regresó Juan Miguel con los cafés. Intentamos obsequiarle con el dinero sobrante, pero no lo aceptó, indicándonos que para él, este servicio lo realizaba gustosamente, al reconocerse útil en relación con los demás. Bajando la cabeza casi en situación de humildad, abandonó el despacho cerrando tras de sí la puerta. Confieso que me dejó impresionado la aptitud de este interno.
Juan Miguel, había participado con otros compañeros, en un atraco a una sucursal bancaria y al ser detenido por la policía, fue encarcelado. El juicio de faltas fue defendido por un abogado de oficio, que por supuesto no le conocía. Fue condenado a seis años y un día de privación de libertad, pero debido a su ejemplar comportamiento motivó que a los tres años de internamiento, le concedieran grado de rehabilitación para desarrollar servicios generales en el interior del recinto.
Según nos confirmó Quique, Juan Miguel era un honrado trabajador que vivía felizmente con su esposa y sus tres hijos y que por diversas circunstancias se había quedado sin trabajo. El subsidio que le concedió el Estado, era netamente insuficiente para alimentar a su familia y hacer frente a la hipoteca del piso y por otra parte las oportunidades de encontrar empleo, mínimas. Esta triste situación, los malos consejos de personas sin el más mínimo escrúpulo y su propia debilidad, le arrastraron a delinquir.
De este modo, finalizado el relato de Quique, el debate no se hizo esperar. Cada uno de nosotros aportábamos nuestra propia opinión que ciertamente a veces no encajaba con la de los demás. La sociedad, destacaba el Dr. Robles así como el séptimo Mandamiento que Moisés recibió de Dios en el Monte Sinaí, prohíbe el robo tomando o usando el bien ajeno contra la voluntad del dueño, obligándole a la devolución del bien robado.
No obstante, citaba Quique, hasta que punto y debido a la Justicia que nos gobierna, se puede denominar robo al disponer de un bien ajeno cuando tenemos una familia con la necesidad urgente de remediar las necesidades mínimas y esenciales como el alimento, la vivienda o el vestido.
Como es posible, que un honrado trabajador y padre de familia, sea privado de libertad y por ende de alimentar a su familia y estén exentos de culpa los que delinquen con la corrupción, la especulación en perjuicio de una tercera persona y con beneficios desmedidos. Los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la codicia y el despilfarro.
Así las cosas, yo que había permanecido en silencio escuchando los distintos comentarios del resto de contertulios, expuse mi reflexión acerca del problema de Juan Miguel, dejando clara mi particular postura en el tema, bien entendido que para los cristianos, robar bien pudiera ser también no ayudar a seres humanos que carecen de pan para alimentarse, de techo donde cobijarse y de patria donde vivir.
Que robar también es, en cierto sentido, desde la indeferencia que mostramos hacía esos centenares de emigrantes que en débiles e inseguras pateras, ponen en gravísimo riesgo sus vidas y la de sus familias, buscando esa tierra que les acoja para vivir en paz y que a los cristianos nos recuerda el éxodo de los israelitas huyendo de Egipto y al mismo Jesús que en el evangelio de Mateo (25,44.45) nos decía: “Cuando lo dejasteis de hacer con uno de estos mis pequeños, que son mis hermanos, también conmigo lo dejasteis de hacer”
Al final de este comentario, se hizo un silencio absoluto. Nadie nos atrevimos a decir nada más. Estábamos de acuerdo en que existían muchos “juanmigueles”, fuera de las paredes de este centro penitenciario que quizás podrían estar perfectamente dentro de ellas.
Pensativos, nos fuimos marchando del despacho. Antes, naturalmente, nos despedimos de Juan Miguel con un sincero apretón de manos.
El día bastante gélido invitaba a tomar un café y por este motivo mi amigo rogó a Juan Miguel que se acercara a la cafetería entregándole al improvisado camarero, una cantidad suficiente.
A nuestra tertulia, se nos unió Quique, asistente social encargado de ayudar en todo lo que estuviera en sus manos a sus amigos, como solía llamar a los internos del centro.
Minutos más tarde regresó Juan Miguel con los cafés. Intentamos obsequiarle con el dinero sobrante, pero no lo aceptó, indicándonos que para él, este servicio lo realizaba gustosamente, al reconocerse útil en relación con los demás. Bajando la cabeza casi en situación de humildad, abandonó el despacho cerrando tras de sí la puerta. Confieso que me dejó impresionado la aptitud de este interno.
Juan Miguel, había participado con otros compañeros, en un atraco a una sucursal bancaria y al ser detenido por la policía, fue encarcelado. El juicio de faltas fue defendido por un abogado de oficio, que por supuesto no le conocía. Fue condenado a seis años y un día de privación de libertad, pero debido a su ejemplar comportamiento motivó que a los tres años de internamiento, le concedieran grado de rehabilitación para desarrollar servicios generales en el interior del recinto.
Según nos confirmó Quique, Juan Miguel era un honrado trabajador que vivía felizmente con su esposa y sus tres hijos y que por diversas circunstancias se había quedado sin trabajo. El subsidio que le concedió el Estado, era netamente insuficiente para alimentar a su familia y hacer frente a la hipoteca del piso y por otra parte las oportunidades de encontrar empleo, mínimas. Esta triste situación, los malos consejos de personas sin el más mínimo escrúpulo y su propia debilidad, le arrastraron a delinquir.
De este modo, finalizado el relato de Quique, el debate no se hizo esperar. Cada uno de nosotros aportábamos nuestra propia opinión que ciertamente a veces no encajaba con la de los demás. La sociedad, destacaba el Dr. Robles así como el séptimo Mandamiento que Moisés recibió de Dios en el Monte Sinaí, prohíbe el robo tomando o usando el bien ajeno contra la voluntad del dueño, obligándole a la devolución del bien robado.
No obstante, citaba Quique, hasta que punto y debido a la Justicia que nos gobierna, se puede denominar robo al disponer de un bien ajeno cuando tenemos una familia con la necesidad urgente de remediar las necesidades mínimas y esenciales como el alimento, la vivienda o el vestido.
Como es posible, que un honrado trabajador y padre de familia, sea privado de libertad y por ende de alimentar a su familia y estén exentos de culpa los que delinquen con la corrupción, la especulación en perjuicio de una tercera persona y con beneficios desmedidos. Los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la codicia y el despilfarro.
Así las cosas, yo que había permanecido en silencio escuchando los distintos comentarios del resto de contertulios, expuse mi reflexión acerca del problema de Juan Miguel, dejando clara mi particular postura en el tema, bien entendido que para los cristianos, robar bien pudiera ser también no ayudar a seres humanos que carecen de pan para alimentarse, de techo donde cobijarse y de patria donde vivir.
Que robar también es, en cierto sentido, desde la indeferencia que mostramos hacía esos centenares de emigrantes que en débiles e inseguras pateras, ponen en gravísimo riesgo sus vidas y la de sus familias, buscando esa tierra que les acoja para vivir en paz y que a los cristianos nos recuerda el éxodo de los israelitas huyendo de Egipto y al mismo Jesús que en el evangelio de Mateo (25,44.45) nos decía: “Cuando lo dejasteis de hacer con uno de estos mis pequeños, que son mis hermanos, también conmigo lo dejasteis de hacer”
Al final de este comentario, se hizo un silencio absoluto. Nadie nos atrevimos a decir nada más. Estábamos de acuerdo en que existían muchos “juanmigueles”, fuera de las paredes de este centro penitenciario que quizás podrían estar perfectamente dentro de ellas.
Pensativos, nos fuimos marchando del despacho. Antes, naturalmente, nos despedimos de Juan Miguel con un sincero apretón de manos.