Puntualmente, todos los años cuando se va acercando la Navidad suelo acudir a charlar con mi buen amigo Modesto, que un buen día decidió marchar a un monasterio enclavado en la sierra manchega para dedicar su vida por entero a Dios y para ayudar espiritual y humanamente a todos cuantos acuden a él.
Modesto es una persona que simplemente conversando con él al cobijo de la soledad de la montaña, te infunde una tranquilidad de conciencia que se trasmite mediante el diálogo entre dos amigos.
Después de asistir a la celebración pascual compartimos un reconfortante café en el marco de su humilde y austera habitación.
Con cierta nostalgia los dos amigos recordamos la Navidad. Celebración vivida en nuestra pasada juventud con aquel espíritu navideño que se respiraba en nuestra pequeña ciudad que nos llenaba de alegría y felicidad.
Las calles, que en aquellos tiempos no contaban con grandes almacenes iluminados ni con escaparates engalanados lujosamente, se adornaban con sencillas guirnaldas de luces y eran recorridas por infinidad de jóvenes que con ambiente festivo cantaban, bailaban y felicitaban a todos cuantos se encontraban a su paso. Todos conocidos o no, nos deseábamos felices pascuas.
Las familias para la cena de nochebuena intentaban superar un poco el presupuesto familiar para añadir un plato a base de pollo, que era una carne que en la mayoría de los hogares solo se comía por esas fechas y en días muy señalados y degustar algún sencillo dulce navideño.
Una vez concluida la cena, toda la familia asistía, a veces pisando nieve, a la celebración pascual de media noche. Los padres se sentían felices de celebrar el nacimiento del Niño Dios acompañados por todos sus seres más queridos. Todo resultaba hermoso. Todo rebosaba paz y amor.
Al regresar en torno a la mesa camilla y al brasero de carbón, la familia compartía con amigos y vecinos canciones populares y los clásicos villancicos de siempre, acompañados de zambombas, panderetas y la socorrida botella de anís rascada con una cuchara. Se bebían copitas de algún licor, apenas sin alcohol, y se tomaban magdalenas y mantecados que previamente habían sido confeccionados por las mujeres de la casa en cualquier horno de leña de alguna cercana panadería.
Y de este modo la noche serena y tranquila se convertía en noche de paz… en noche de amor.
Ahora todo es diferente y las navidades son casi de locura. Se viven con excesiva euforia, con excesivo gasto y a veces tirando, casi sin poder, la casa por la ventana.
Llevamos a nuestra mesa artículos de verdadero lujo pagando por ellos precios desmedidos sin pararnos a pensar que esa misma noche y no lejos de nosotros existen otras personas que carecen de lo fundamental para poder seguir viviendo.
En definitiva, parece ser que nos hemos vuelto locos y creemos que comiendo lo que ya no nos pide el cuerpo y bebiendo hasta la extenuación, celebramos mejor esos días que para unos son maravillosos y para otros tristes, muy tristes porque enviaran a dormir a sus hijos apenas sin haber comido. Y lo peor de todo es que no nos paramos a pensar que también para ellos nace el Niño Jesús, el niño pobre hijo de un modesto carpintero, José y de una sencilla mujer, María.
Pero todo ésto es así, aunque Modesto y yo sigamos añorando aquellas navidades sencillas y felices que vivimos sin saber si fueron mejores o peores que las de ahora, pero que existieron dejándonos bonitos recuerdos.
Finalmente nos despedimos con un emotivo abrazo, comentando alegremente lo felices que hubieran podido ser José y María, además de por el nacimiento de su Hijo, si hubieran podido tomarse aquella noche, unas magdalenas, unos mantecados y bebiendo una copita de licor sin alcohol.
Modesto es una persona que simplemente conversando con él al cobijo de la soledad de la montaña, te infunde una tranquilidad de conciencia que se trasmite mediante el diálogo entre dos amigos.
Después de asistir a la celebración pascual compartimos un reconfortante café en el marco de su humilde y austera habitación.
Con cierta nostalgia los dos amigos recordamos la Navidad. Celebración vivida en nuestra pasada juventud con aquel espíritu navideño que se respiraba en nuestra pequeña ciudad que nos llenaba de alegría y felicidad.
Las calles, que en aquellos tiempos no contaban con grandes almacenes iluminados ni con escaparates engalanados lujosamente, se adornaban con sencillas guirnaldas de luces y eran recorridas por infinidad de jóvenes que con ambiente festivo cantaban, bailaban y felicitaban a todos cuantos se encontraban a su paso. Todos conocidos o no, nos deseábamos felices pascuas.
Las familias para la cena de nochebuena intentaban superar un poco el presupuesto familiar para añadir un plato a base de pollo, que era una carne que en la mayoría de los hogares solo se comía por esas fechas y en días muy señalados y degustar algún sencillo dulce navideño.
Una vez concluida la cena, toda la familia asistía, a veces pisando nieve, a la celebración pascual de media noche. Los padres se sentían felices de celebrar el nacimiento del Niño Dios acompañados por todos sus seres más queridos. Todo resultaba hermoso. Todo rebosaba paz y amor.
Al regresar en torno a la mesa camilla y al brasero de carbón, la familia compartía con amigos y vecinos canciones populares y los clásicos villancicos de siempre, acompañados de zambombas, panderetas y la socorrida botella de anís rascada con una cuchara. Se bebían copitas de algún licor, apenas sin alcohol, y se tomaban magdalenas y mantecados que previamente habían sido confeccionados por las mujeres de la casa en cualquier horno de leña de alguna cercana panadería.
Y de este modo la noche serena y tranquila se convertía en noche de paz… en noche de amor.
Ahora todo es diferente y las navidades son casi de locura. Se viven con excesiva euforia, con excesivo gasto y a veces tirando, casi sin poder, la casa por la ventana.
Llevamos a nuestra mesa artículos de verdadero lujo pagando por ellos precios desmedidos sin pararnos a pensar que esa misma noche y no lejos de nosotros existen otras personas que carecen de lo fundamental para poder seguir viviendo.
En definitiva, parece ser que nos hemos vuelto locos y creemos que comiendo lo que ya no nos pide el cuerpo y bebiendo hasta la extenuación, celebramos mejor esos días que para unos son maravillosos y para otros tristes, muy tristes porque enviaran a dormir a sus hijos apenas sin haber comido. Y lo peor de todo es que no nos paramos a pensar que también para ellos nace el Niño Jesús, el niño pobre hijo de un modesto carpintero, José y de una sencilla mujer, María.
Pero todo ésto es así, aunque Modesto y yo sigamos añorando aquellas navidades sencillas y felices que vivimos sin saber si fueron mejores o peores que las de ahora, pero que existieron dejándonos bonitos recuerdos.
Finalmente nos despedimos con un emotivo abrazo, comentando alegremente lo felices que hubieran podido ser José y María, además de por el nacimiento de su Hijo, si hubieran podido tomarse aquella noche, unas magdalenas, unos mantecados y bebiendo una copita de licor sin alcohol.