RECORDANDO A MI MADRE

11 Diciembre 2007
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Fue un atardecer hermoso dorado y sereno aquel 30 de Junio cuando Dios se llevó a su Reino a mi madre. Lo hizo lentamente, en silencio y sin causar molestia alguna, sencillamente siguiendo su habitual forma de vida.
Había estado con ella antes de partir para Madrid, unos días antes de sufrir el terrible latigazo del infarto cerebral.

Ella que toda su vida había derrochado cariño y entrega hacía el mundo que le rodeaba, aquel último día que pudimos hablar, fué como si quisiera dejarme su testamento de amor. Como si deseara grabar en mi conciencia algo que repetía en cada uno de nuestros encuentros. Como si presintiendo cercano el día de su partida, quería asegurarse de que su ejemplo de amor lo seguiríamos llevando en nuestro corazón, para que toda la familia nos amáramos siempre y fuéramos buenos cristianos. Me lo repitió insistentemente, casi con vehemencia.
No recordaba quien le había visitado o que había desayunado ese día. A veces siquiera el nombre de sus hijos o el de su marido. Pero jamás olvidaba preguntarme, si toda la familia nos llevábamos bien y nos queríamos.

Han pasado ya tres años y mi corazón continúa desgarrado por el dolor que me produce su recuerdo constante.
Por ello cada 27 de Junio día que la iglesia dedica a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, asisto a la celebración de la eucaristía en memoria de mi madre. Toda su vida había tenido una especial devoción por esta Virgen que estoy convencido le acompañó ante la presencia de Jesús de Nazaret. Ese Jesús de las gentes que se aman, el Jesús de Francisco de Asís, de Juan de la Cruz, de Teresa de Ávila, de Juan Pablo II y de la madre Teresa de Calcuta.

Y hoy al terminar la celebración litúrgica, miré unos instantes el cuadro de la Virgen que preside el retablo de la capilla y en el interior de mi corazón sentí que Ella con sentido de complicidad me despedía con una sonrisa abogando por su fiel devota que se llevó de este mundo nuestro hace tres años y que ahora goza de esa Vida Eterna que todos anhelamos.

Al salir de la Iglesia he visitado su tumba y he depositado sobre su lápida un beso que he dirigido hasta los cielos para mi madre que en la tierra reposa sus restos junto a los de mi padre, su amado esposo.

De camino hacia casa me ha venido la memoria aquello que me comentaba un viejo teólogo cuando decía “una persona muere, solo, cuando se le deja de recordar”.

¡Qué razón tenía y cuanta verdad encerraban sus palabras[/COLOR]