Puede salvarse la Iglesia?
Católicos de EE.UU. piden urgentes reformas en el seno de la Iglesia, al multiplicarse los casos de abuso sexual por todo el país.
el padre rudy kos con Jay Lemberger, de 12 años, fue condenado por abusos sexuales a una triple cadena perpetua. Lemberger se pegó un tiro cuando tenía 21 años
27 de marzo, 2002
Actualizado: 4:47 PM hora de Nueva York (2147 GMT)
Por JOHANNA McGEARY
(TIME) -- Lo sorprendente es la gran cantidad de casos que han ido desacreditando a la Iglesia y son ahora de dominio público —no sólo en Boston, sino en Los Angeles, San Luis, Filadelfia, Palm Beach (Florida), Washington, Portland, Maine y Bridgeport (Connecticut)—. Lo terrorífico del caso no es su singularidad, sino su funesta semejanza: un sacerdote católico abusa sexualmente de unos menores, la Iglesia lo encubre, independientemente de que esté implicado el padre Dan, el padre Oliver o el padre Rocco... o el padre Brett.
Frank Martinelli era un monaguillo de 15 años fácilmente manipulable que quería ser sacerdote. Veía un futuro lleno de santidad cuando se cruzó con el reverendo Laurence Brett, un carismático y joven cura de Santa Cecilia, en Stamford (Connecticut). En una excursión a Washington, el padre Brett acarició al joven Frank en el cuarto de baño. De regreso a casa en su automóvil, Brett le pidió al chico que le practicara sexo oral, como una forma de bendición antes de recibir la Sagrada Comunión. Como la mayoría de los adolescentes de hace 30 años, Frank se sintió demasiado humillado, atemorizado y confundido para pronunciar palabra alguna.
Martinelli, que tiene ahora 54 años, nunca llegó a ordenarse como sacerdote. Se casó, tuvo un hijo, y se instaló en Milwaukee, trabajando como asesor de organizaciones sin ánimo de lucro. Su vida se vio perturbada por inexplicables confusiones, ira, depresión y pérdida de fe. Hasta una noche de 1991, no sabía lo que pasaba. Estaba hablando por teléfono con un antiguo amigo de Springdale, cuando el amigo le soltó que el padre Brett había abusado de él. "Estaba consternado", declaró Martinelli a TIME. "Me di cuenta de que eso es lo que me pasó a mí". Fue a ver a un psicólogo y un año después interpuso una demanda contra Brett y la diócesis de Bridgeport, regida entonces por el obispo Edward Egan, ante la corte federal de New Haven.
violacion de confianza: La Iglesia resolvió el caso contra el reverendo Paul Shanley (arriba). El reverendo Robert Larson, acusado de abusar sexualmente de Eric Patterson, de 12 años, que acabó suicidándose
Las autoridades eclesiásticas de Bridgeport ya conocían desde 1964 las inclinaciones de Brett, pero no informaron a las autoridades civiles ni advirtieron a los feligreses, sino que dejaron que desempeñara varios cargos eclesiásticos por todo el país. En 1990, cuando Egan se hizo cargo de la diócesis como obispo, se entrevistó con Brett y luego declaró: "En general, dió buena impresión. En el curso de nuestra conversación abordamos todos los detalles del caso con mucho tacto". De modo que Egan permitió a Brett que siguiera ejerciendo como cura.
En noviembre de 1992, Brett se reconoció autor de una indiscreción, y posteriormente de tres más, a pesar de lo cual siguió ejerciendo. Luego llegaron los alegatos de Martinelli y después apareció un nuevo acusador. Una semana más tarde, Egan acabó confesando a Brett que no podía seguir ejerciendo como sacerdote. A mediados de 1997, un jurado decidió que la diócesis había incumplido sus obligaciones al no advertir a Martinelli sobre las inclinaciones del cura y fue indemnizado con cerca de 1 millón de dólares.
Demasiada tolerancia
En 1991 el padre George Cooley, de la diócesis de Cincinnati, fue despojado de los hábitos tras declararse culpable de pedofilia. La semana pasada el arzobispo de Cincinnati admitió que un sacerdote que había abusado sexualmente de varios menores fue reincorporado a la parroquia de su diócesis. ¿Todavía no ha aprendido la Iglesia la lección?
Obras nada piadosas:
Guckenberger, víctima de abuso sexual, también responsabiliza a la Iglesia de estos actos: ¿Qué les pasa? No se enteran de nada.
Bajo sospecha
chico ideal: Azzarone (arriba), y la víctima Leighton cuando tenía 13 años
El reverendo Daniel Azzarone, acusado de abusar sexualmente de un adolescente de 16 años, deberá comparecer ante los tribunales. No es la primera vez que se le acusa de este mismo delito. Elizabeth Leigthon está convencida de que las inclinaciones de Azzarone son la causa del desequilibrio mental de su hijo Donald, de 36 años, internado desde hace 20 en una clínica psiquiátrica. Dice que informó del caso a la diócesis después de que su hijo se lo confesara en 1997, pero nadie le creyó. William Burroughs, capitán de policía de Cranston, la ciudad donde vive Azzarone, dice que el sacerdote enseñaba vídeos pornográficos a los adolescentes, fumaba marihuana y bebía antes de "obligarles a realizar el acto sexual con él". Azzarone es el último sacerdote acusado de abusos sexuales contra menores. La Iglesia tiene que hacer ahora frente a una demanda interpuesta por 39 personas que dicen tener los nombres de 11 sacerdotes pedófilos más y una monja.
En la actualidad, Brett se encuentra en paradero desconocido y sigue ejerciendo como sacerdote, a pesar de las peticiones de que sea apartado de sus funciones. Egan que es ahora cardenal y arzobispo de Nueva York y uno de los prelados más eminentes de Estados Unidos, está siendo objeto de grandes presiones para que explique no sólo su modo de actuación en el caso de Brett, sino en otros casos en los que están implicados otros sacerdotes, cuyos abusos silenció sistemáticamente mientras estuvo en Bridgeport. Martinelli no encuentra todavía consuelo. Afirma que todo se hubiera resuelto sin necesidad de dinero si le hubieran pedido disculpas públicamente.
Miles de Franks Martinellis y cientos de padres Bretts está ensombreciendo la imagen de la Iglesia Católica estas Pascuas, como también lo han hecho los obispos estadounidenses que han permitido estos delitos. Cada día que pasa, el escándalo adquiere proporciones mayores, con sacerdotes acusados de abusos sexuales por todo el país y las líneas telefónicas de ayuda bloqueadas por las llamadas de los afectados. No es sólo "un trágico error", tal y como lo definió el cardenal de Boston, Bernard Law, sino un duro golpe espiritual y material a la autoridad de la Iglesia. Ha dañado la vida de muchas personas y la confianza y la credibilidad de la Iglesia para hablar de temas morales han quedado malparadas.
Tras varias semanas de silencio, el papa Juan Pablo II envió un vago mensaje de Pascua en el que dice: "Como sacerdotes, estamos personal y profundamente afligidos por los pecados de algunos de nuestros hermanos que han traicionado la gracia del sacerdocio" y muestra su "preocupación" por las víctimas. Pero esas pocas palabras no bastan a quienes exigen medidas concretas.
Cultura de secretismo
Es probable que la mayoría de los estadounidenses se haya dado cuenta del alcance real de la pedofilia clerical cuando en enero el diario Boston Globe reveló los abusos sexuales de John Geoghan y la práctica de la diócesis de ocultarlos sistemáticamente. Sin embargo, la Iglesia estadounidense ha estado al corriente de ellas. También ha estado al corriente de la amplitud, de lo arraigado de estas prácticas sexuales y de su frecuencia, al menos desde el primer gran escándalo por abuso sexual que salió a la luz en un juicio en Luisiana en 1985. En aquel caso, el reverendo Gilbert Gauthe fue condenado a 20 años por abusar de docenas de niños, a quienes se indemnizó con 18 millones de dólares por daños y perjuicios.
En los años posteriores salieron a la luz más casos importantes y cuantiosas indemnizaciones —cerca de 1.000 millones de dólares o más— pero no tomaron las medidas oportunas para abordar el problema. Poco tiempo después, el reverendo Thomas Doyle, especialista en Derecho Canónico de la Nunciatura del Vaticano en Washington, redactó un informe de 100 páginas aconsejando que se apartara a los agresores del contacto con niños, se socorriera a las víctimas y se dijera al público la verdad. Sin embargo, siempre que surgía un nuevo caso la Iglesia alegaba que se trataba de una aberración, un caso aislado, una manzana podrida. O una campaña orquestada por la prensa anticatólica.
Las diócesis entraron en un ciclo de negaciones y engaños. Trataban la patología sexual como un fracaso moral y el delito como una cuestión religiosa. La jerarquizada Iglesia Católica, mantiene siempre en secreto sus deliberaciones, se vigila a sí misma y todas las órdenes las recibe de arriba. Un sacerdote obediente asciende y adquiere mayor autoridad a base de inclinar la cabeza, y obtiene recompensas gracias a sus destrezas burocráticas y a su estricta ortodoxia.
Cuando son nombrados, los cardenales se obligan ante el Papa a "mantener en secreto todo lo que, en caso de ser revelado, pudiera provocar escándalo o perjudicar a la Iglesia". Con respecto a los abusos sexuales, el Vaticano dijo básicamente a los obispos que se las arreglasen solos. Pero, si librar a la Iglesia del escándalo era literalmente una virtud cardinal, los obispos de las 194 diócesis de Estados Unidos que tenían responsabilidad directa sobre las conductas clericales erróneas la convirtieron en su principal máxima: lo mejor era que la gente no supiera nada.
Si las acusaciones llegaban a la diócesis, el obispo, una autoridad en sí misma que suele actuar como si compartiera la infalibilidad del Papa en virtud de su ordenación, cumplía el papel de fiscal, de juez, y de emitir sentencia. Desesperados por retener a hombres pecadores dado el alarmante descenso del número de sacerdotes, y poniendo en primer lugar la imagen de la Iglesia, los obispos refinaron el sistema. Para ello adoptaron la estrategia de convencer a las familias de que la publicidad perjudicaría la fe, de no informar a la policía ni advertir a los feligreses, de hablar con el sacerdote en la confesión, enviarlo a un discreto centro de rehabilitación y aplicar el perdón cristiano, dejándole reanudar sus funciones en una nueva parroquia, tal y como se hace con los sacerdotes aficionados al whisky.
Durante años, los obispos creían (o querían creer) que la pedofilia tenía "cura", hasta que los abusos en serie, las múltiples víctimas y la reiteración de los agresores demostraron que no era así. Sólo los reincidentes más recalcitrantes fueron "reducidos a laicos" u obligados a dejar el sacerdocio, mucho después de haber cometido sus peores fechorías. Y, si alguna víctima acababa por presentar una demanda, la estrategia era no admitir nada, comprar el silencio, llegar a un acuerdo extrajudicial y sellarlo con un pacto de confidencialidad. La Iglesia, según Richard Sipe, un antiguo sacerdote que actúa a favor de los demandantes en casos de este tipo, "adoptó una postura muy defensiva, en lugar de tomar cartas en el asunto".
Que se cumpla la ley
Las historias de terror que están saliendo en las primeras páginas de los periódicos están modificando la conducta eclesiástica, les guste o no a sus líderes. Sometidos a presiones, algunos obispos han optado por recurrir a la "tolerancia cero" con respecto a cualquier sacerdote, de antes de o de ahora, contra el cual se presenten acusaciones. La diócesis de Orange County, del sur de California, apartó de su parroquia al reverendo Michael Pecharich a principios de marzo, cuando quedó probado un único caso de abuso ocurrido varias décadas atrás.
Y cuando Kathryn Barret-Gaines y su hermana, que ahora tienen treinta y pico de años, se pusieron en contacto hace dos semanas con la archidiócesis de Washington para denunciar al monseñor Russell Dillard, de 54 años, el popular pastor de la mayor comunidad católica afroamericana de la ciudad por los "besos y caricias inadecuadas" cuando eran adolescentes. El cardenal Theodore McCarrick suspendió fulminantemente a su buen amigo. Dillard dijo a su superior espiritual que "no había transgredido los límites de la decencia más allá de la afectividad paterno-filial". No obstante, McCarrick envió a Dillard a una clínica especializada en abusos sexuales para que lo evaluaran, informó a la policía del caso, y no permitirá que regrese a su iglesia si se demuestra que las hermanas están diciendo la verdad.
La Iglesia nunca dio muchas garantías judiciales cuando puso las investigaciones en manos de los obispos. Y el año pasado, el Vaticano dictó nuevas normas con tanta discreción que la mayoría de los eclesiásticos todavía no saben si ha cambiado algo. Sin darle mucha publicidad, Roma promulgó en latín una directriz papal, conocida como motu propio (que significa "bajo su autoridad personal"), prácticamente escondida dentro del largo anuario de la Santa Sede. Ordenaba que las acusaciones relativas a abusos sexuales fueran remitidas en secreto, para su estudio, a la Congregación para la Doctrina de la Fe de Roma, conocida en otros tiempos como la Inquisición, manteniendo los procedimientos bajo estricto control eclesiástico. En ningún momento se mencionaba informar a las autoridades civiles.
Por su parte, la Conferencia Episcopal de EE.UU. tampoco ha redactado unas pautas de carácter general sobre cómo administrar con justicia las iniciativas de "tolerancia cero". Jan Malicki, ordenado en Polonia, llegó al norte de Miami en 1990 para sustituir a un sacerdote. En 1998, dos mujeres lo acusaron de abusos sexuales cuando una de ellas era menor de edad. En lugar de determinar si las acusaciones tenían fundamento, la archidiócesis convocó una rueda de prensa para anunciar el inminente arresto del sacerdote, declarando a continuación la inmunidad de la Iglesia a tenor de la Primera Enmienda a la constitución. Aunque, dos años después, los investigadores del condado concluyeron que no había pruebas contra él, Malicki todavía no ha vuelto a ejercer como sacerdote. "La archidiócesis ha abandonado a este sacerdote, tratando de lavarse las manos en esta cuestión", dice su abogado, Ellis Rubin. "¿Será que todo esto ha llegado demasiado lejos?", se pregunta el predecesor de Dillard en St. Augustine. "Creo que ahora los sacerdotes se preguntan todos los días de qué pueden ser acusados".
A medida que aumentan las acusaciones, las relaciones de la Iglesia
Católicos de EE.UU. piden urgentes reformas en el seno de la Iglesia, al multiplicarse los casos de abuso sexual por todo el país.
el padre rudy kos con Jay Lemberger, de 12 años, fue condenado por abusos sexuales a una triple cadena perpetua. Lemberger se pegó un tiro cuando tenía 21 años
27 de marzo, 2002
Actualizado: 4:47 PM hora de Nueva York (2147 GMT)
Por JOHANNA McGEARY
(TIME) -- Lo sorprendente es la gran cantidad de casos que han ido desacreditando a la Iglesia y son ahora de dominio público —no sólo en Boston, sino en Los Angeles, San Luis, Filadelfia, Palm Beach (Florida), Washington, Portland, Maine y Bridgeport (Connecticut)—. Lo terrorífico del caso no es su singularidad, sino su funesta semejanza: un sacerdote católico abusa sexualmente de unos menores, la Iglesia lo encubre, independientemente de que esté implicado el padre Dan, el padre Oliver o el padre Rocco... o el padre Brett.
Frank Martinelli era un monaguillo de 15 años fácilmente manipulable que quería ser sacerdote. Veía un futuro lleno de santidad cuando se cruzó con el reverendo Laurence Brett, un carismático y joven cura de Santa Cecilia, en Stamford (Connecticut). En una excursión a Washington, el padre Brett acarició al joven Frank en el cuarto de baño. De regreso a casa en su automóvil, Brett le pidió al chico que le practicara sexo oral, como una forma de bendición antes de recibir la Sagrada Comunión. Como la mayoría de los adolescentes de hace 30 años, Frank se sintió demasiado humillado, atemorizado y confundido para pronunciar palabra alguna.
Martinelli, que tiene ahora 54 años, nunca llegó a ordenarse como sacerdote. Se casó, tuvo un hijo, y se instaló en Milwaukee, trabajando como asesor de organizaciones sin ánimo de lucro. Su vida se vio perturbada por inexplicables confusiones, ira, depresión y pérdida de fe. Hasta una noche de 1991, no sabía lo que pasaba. Estaba hablando por teléfono con un antiguo amigo de Springdale, cuando el amigo le soltó que el padre Brett había abusado de él. "Estaba consternado", declaró Martinelli a TIME. "Me di cuenta de que eso es lo que me pasó a mí". Fue a ver a un psicólogo y un año después interpuso una demanda contra Brett y la diócesis de Bridgeport, regida entonces por el obispo Edward Egan, ante la corte federal de New Haven.
violacion de confianza: La Iglesia resolvió el caso contra el reverendo Paul Shanley (arriba). El reverendo Robert Larson, acusado de abusar sexualmente de Eric Patterson, de 12 años, que acabó suicidándose
Las autoridades eclesiásticas de Bridgeport ya conocían desde 1964 las inclinaciones de Brett, pero no informaron a las autoridades civiles ni advirtieron a los feligreses, sino que dejaron que desempeñara varios cargos eclesiásticos por todo el país. En 1990, cuando Egan se hizo cargo de la diócesis como obispo, se entrevistó con Brett y luego declaró: "En general, dió buena impresión. En el curso de nuestra conversación abordamos todos los detalles del caso con mucho tacto". De modo que Egan permitió a Brett que siguiera ejerciendo como cura.
En noviembre de 1992, Brett se reconoció autor de una indiscreción, y posteriormente de tres más, a pesar de lo cual siguió ejerciendo. Luego llegaron los alegatos de Martinelli y después apareció un nuevo acusador. Una semana más tarde, Egan acabó confesando a Brett que no podía seguir ejerciendo como sacerdote. A mediados de 1997, un jurado decidió que la diócesis había incumplido sus obligaciones al no advertir a Martinelli sobre las inclinaciones del cura y fue indemnizado con cerca de 1 millón de dólares.
Demasiada tolerancia
En 1991 el padre George Cooley, de la diócesis de Cincinnati, fue despojado de los hábitos tras declararse culpable de pedofilia. La semana pasada el arzobispo de Cincinnati admitió que un sacerdote que había abusado sexualmente de varios menores fue reincorporado a la parroquia de su diócesis. ¿Todavía no ha aprendido la Iglesia la lección?
Obras nada piadosas:
Guckenberger, víctima de abuso sexual, también responsabiliza a la Iglesia de estos actos: ¿Qué les pasa? No se enteran de nada.
Bajo sospecha
chico ideal: Azzarone (arriba), y la víctima Leighton cuando tenía 13 años
El reverendo Daniel Azzarone, acusado de abusar sexualmente de un adolescente de 16 años, deberá comparecer ante los tribunales. No es la primera vez que se le acusa de este mismo delito. Elizabeth Leigthon está convencida de que las inclinaciones de Azzarone son la causa del desequilibrio mental de su hijo Donald, de 36 años, internado desde hace 20 en una clínica psiquiátrica. Dice que informó del caso a la diócesis después de que su hijo se lo confesara en 1997, pero nadie le creyó. William Burroughs, capitán de policía de Cranston, la ciudad donde vive Azzarone, dice que el sacerdote enseñaba vídeos pornográficos a los adolescentes, fumaba marihuana y bebía antes de "obligarles a realizar el acto sexual con él". Azzarone es el último sacerdote acusado de abusos sexuales contra menores. La Iglesia tiene que hacer ahora frente a una demanda interpuesta por 39 personas que dicen tener los nombres de 11 sacerdotes pedófilos más y una monja.
En la actualidad, Brett se encuentra en paradero desconocido y sigue ejerciendo como sacerdote, a pesar de las peticiones de que sea apartado de sus funciones. Egan que es ahora cardenal y arzobispo de Nueva York y uno de los prelados más eminentes de Estados Unidos, está siendo objeto de grandes presiones para que explique no sólo su modo de actuación en el caso de Brett, sino en otros casos en los que están implicados otros sacerdotes, cuyos abusos silenció sistemáticamente mientras estuvo en Bridgeport. Martinelli no encuentra todavía consuelo. Afirma que todo se hubiera resuelto sin necesidad de dinero si le hubieran pedido disculpas públicamente.
Miles de Franks Martinellis y cientos de padres Bretts está ensombreciendo la imagen de la Iglesia Católica estas Pascuas, como también lo han hecho los obispos estadounidenses que han permitido estos delitos. Cada día que pasa, el escándalo adquiere proporciones mayores, con sacerdotes acusados de abusos sexuales por todo el país y las líneas telefónicas de ayuda bloqueadas por las llamadas de los afectados. No es sólo "un trágico error", tal y como lo definió el cardenal de Boston, Bernard Law, sino un duro golpe espiritual y material a la autoridad de la Iglesia. Ha dañado la vida de muchas personas y la confianza y la credibilidad de la Iglesia para hablar de temas morales han quedado malparadas.
Tras varias semanas de silencio, el papa Juan Pablo II envió un vago mensaje de Pascua en el que dice: "Como sacerdotes, estamos personal y profundamente afligidos por los pecados de algunos de nuestros hermanos que han traicionado la gracia del sacerdocio" y muestra su "preocupación" por las víctimas. Pero esas pocas palabras no bastan a quienes exigen medidas concretas.
Cultura de secretismo
Es probable que la mayoría de los estadounidenses se haya dado cuenta del alcance real de la pedofilia clerical cuando en enero el diario Boston Globe reveló los abusos sexuales de John Geoghan y la práctica de la diócesis de ocultarlos sistemáticamente. Sin embargo, la Iglesia estadounidense ha estado al corriente de ellas. También ha estado al corriente de la amplitud, de lo arraigado de estas prácticas sexuales y de su frecuencia, al menos desde el primer gran escándalo por abuso sexual que salió a la luz en un juicio en Luisiana en 1985. En aquel caso, el reverendo Gilbert Gauthe fue condenado a 20 años por abusar de docenas de niños, a quienes se indemnizó con 18 millones de dólares por daños y perjuicios.
En los años posteriores salieron a la luz más casos importantes y cuantiosas indemnizaciones —cerca de 1.000 millones de dólares o más— pero no tomaron las medidas oportunas para abordar el problema. Poco tiempo después, el reverendo Thomas Doyle, especialista en Derecho Canónico de la Nunciatura del Vaticano en Washington, redactó un informe de 100 páginas aconsejando que se apartara a los agresores del contacto con niños, se socorriera a las víctimas y se dijera al público la verdad. Sin embargo, siempre que surgía un nuevo caso la Iglesia alegaba que se trataba de una aberración, un caso aislado, una manzana podrida. O una campaña orquestada por la prensa anticatólica.
Las diócesis entraron en un ciclo de negaciones y engaños. Trataban la patología sexual como un fracaso moral y el delito como una cuestión religiosa. La jerarquizada Iglesia Católica, mantiene siempre en secreto sus deliberaciones, se vigila a sí misma y todas las órdenes las recibe de arriba. Un sacerdote obediente asciende y adquiere mayor autoridad a base de inclinar la cabeza, y obtiene recompensas gracias a sus destrezas burocráticas y a su estricta ortodoxia.
Cuando son nombrados, los cardenales se obligan ante el Papa a "mantener en secreto todo lo que, en caso de ser revelado, pudiera provocar escándalo o perjudicar a la Iglesia". Con respecto a los abusos sexuales, el Vaticano dijo básicamente a los obispos que se las arreglasen solos. Pero, si librar a la Iglesia del escándalo era literalmente una virtud cardinal, los obispos de las 194 diócesis de Estados Unidos que tenían responsabilidad directa sobre las conductas clericales erróneas la convirtieron en su principal máxima: lo mejor era que la gente no supiera nada.
Si las acusaciones llegaban a la diócesis, el obispo, una autoridad en sí misma que suele actuar como si compartiera la infalibilidad del Papa en virtud de su ordenación, cumplía el papel de fiscal, de juez, y de emitir sentencia. Desesperados por retener a hombres pecadores dado el alarmante descenso del número de sacerdotes, y poniendo en primer lugar la imagen de la Iglesia, los obispos refinaron el sistema. Para ello adoptaron la estrategia de convencer a las familias de que la publicidad perjudicaría la fe, de no informar a la policía ni advertir a los feligreses, de hablar con el sacerdote en la confesión, enviarlo a un discreto centro de rehabilitación y aplicar el perdón cristiano, dejándole reanudar sus funciones en una nueva parroquia, tal y como se hace con los sacerdotes aficionados al whisky.
Durante años, los obispos creían (o querían creer) que la pedofilia tenía "cura", hasta que los abusos en serie, las múltiples víctimas y la reiteración de los agresores demostraron que no era así. Sólo los reincidentes más recalcitrantes fueron "reducidos a laicos" u obligados a dejar el sacerdocio, mucho después de haber cometido sus peores fechorías. Y, si alguna víctima acababa por presentar una demanda, la estrategia era no admitir nada, comprar el silencio, llegar a un acuerdo extrajudicial y sellarlo con un pacto de confidencialidad. La Iglesia, según Richard Sipe, un antiguo sacerdote que actúa a favor de los demandantes en casos de este tipo, "adoptó una postura muy defensiva, en lugar de tomar cartas en el asunto".
Que se cumpla la ley
Las historias de terror que están saliendo en las primeras páginas de los periódicos están modificando la conducta eclesiástica, les guste o no a sus líderes. Sometidos a presiones, algunos obispos han optado por recurrir a la "tolerancia cero" con respecto a cualquier sacerdote, de antes de o de ahora, contra el cual se presenten acusaciones. La diócesis de Orange County, del sur de California, apartó de su parroquia al reverendo Michael Pecharich a principios de marzo, cuando quedó probado un único caso de abuso ocurrido varias décadas atrás.
Y cuando Kathryn Barret-Gaines y su hermana, que ahora tienen treinta y pico de años, se pusieron en contacto hace dos semanas con la archidiócesis de Washington para denunciar al monseñor Russell Dillard, de 54 años, el popular pastor de la mayor comunidad católica afroamericana de la ciudad por los "besos y caricias inadecuadas" cuando eran adolescentes. El cardenal Theodore McCarrick suspendió fulminantemente a su buen amigo. Dillard dijo a su superior espiritual que "no había transgredido los límites de la decencia más allá de la afectividad paterno-filial". No obstante, McCarrick envió a Dillard a una clínica especializada en abusos sexuales para que lo evaluaran, informó a la policía del caso, y no permitirá que regrese a su iglesia si se demuestra que las hermanas están diciendo la verdad.
La Iglesia nunca dio muchas garantías judiciales cuando puso las investigaciones en manos de los obispos. Y el año pasado, el Vaticano dictó nuevas normas con tanta discreción que la mayoría de los eclesiásticos todavía no saben si ha cambiado algo. Sin darle mucha publicidad, Roma promulgó en latín una directriz papal, conocida como motu propio (que significa "bajo su autoridad personal"), prácticamente escondida dentro del largo anuario de la Santa Sede. Ordenaba que las acusaciones relativas a abusos sexuales fueran remitidas en secreto, para su estudio, a la Congregación para la Doctrina de la Fe de Roma, conocida en otros tiempos como la Inquisición, manteniendo los procedimientos bajo estricto control eclesiástico. En ningún momento se mencionaba informar a las autoridades civiles.
Por su parte, la Conferencia Episcopal de EE.UU. tampoco ha redactado unas pautas de carácter general sobre cómo administrar con justicia las iniciativas de "tolerancia cero". Jan Malicki, ordenado en Polonia, llegó al norte de Miami en 1990 para sustituir a un sacerdote. En 1998, dos mujeres lo acusaron de abusos sexuales cuando una de ellas era menor de edad. En lugar de determinar si las acusaciones tenían fundamento, la archidiócesis convocó una rueda de prensa para anunciar el inminente arresto del sacerdote, declarando a continuación la inmunidad de la Iglesia a tenor de la Primera Enmienda a la constitución. Aunque, dos años después, los investigadores del condado concluyeron que no había pruebas contra él, Malicki todavía no ha vuelto a ejercer como sacerdote. "La archidiócesis ha abandonado a este sacerdote, tratando de lavarse las manos en esta cuestión", dice su abogado, Ellis Rubin. "¿Será que todo esto ha llegado demasiado lejos?", se pregunta el predecesor de Dillard en St. Augustine. "Creo que ahora los sacerdotes se preguntan todos los días de qué pueden ser acusados".
A medida que aumentan las acusaciones, las relaciones de la Iglesia